Radioactive toy
16 Julio 2019
Tu cabellera es un juguete donde la vida encuentra su muerte
y donde la muerte prosigue sin vida su errante camino.
William Francis: Anthology of poetry: XVIII century.
Traducción: Óscar Garduño.
1
Tú das unos cuantos pasos y te detienes bajo el reloj descompuesto: las cuatro quince. Llevas un vestido blanco con flores moradas. Un poco sucio: tierra, lodo. Hemos llegado al fin a la estación de trenes en ruinas. Si seguimos la ruta de las vías quizás podamos llegar a otro pueblo, pedir ayuda, morir en paz. Caminamos durante toda la noche. En las llanuras pasamos hambre: ni siquiera nos ayudó los últimos pedazos de carne cruda de Bruno.
No queda nada.
No queda nada.
En cuanto te detienes salen a nuestro encuentro una que otra grisácea paloma. Caminan de puntitas, mueven sus pequeñas cabezas, parece que en ellas sí existe una alegría que para nosotros dejó de existir hace muchos días.
- Me dan terror las aves—lo dices casi en silencio. Y un viento lejano resbala por tu cabello, ahí donde meses antes la mano de Bruno buscó alivio frente a la inevitable muerte—. Me dan terror las aves.
Lo dices casi en silencio.
Y un viento lejano resbala por tu larga cabellera.
- Tu cabellera es como un juguete—dijo Bruno.
Acababan de coger y tú te habías parado a regar tu única flor: una orquídea. Desnuda. Bruno te veía desde la cama. Fue esa ocasión cuando vio por última vez el contorno de tus nalgas. Tus piernas. Tus tetas pequeñas en su forma, pero justas. Y esos pezones oscuros. ¿Recuerdas cuánto querías a Bruno?
Eso: lo querías.
2
Bruno ni siquiera quería participar en la guerra. No sentía ningún llamado de la patria. No sentía ningún llamado para cumplir con su deber. Por eso se asustó cuando esa mañana tocaron a la puerta. Eran ellos: venían por él. Al salir de casa tú lloraste. Así: despacio, con el rostro entre las manos, hundida en las penumbras que preparan al día para el amanecer.
Caminamos.
Te caíste en varias ocasiones y me pediste que continuara sin ti. De rodillas. De cualquier manera ellos nos van a alcanzar, gritaste desesperada. De cualquier manera van a dar con nosotros esos hijos de puta, gritaste mientras yo te pedía que te levantaras, que continuaras a pesar de la sangre en las rodillas, de la boca seca y del apeste de la carne de Bruno.
- Un juguete de vida, pero también un juguete de muerte—Bruno había memorizado mal el último verso de William Francis.
3
Antes aquí había una gran estación de trenes: los trenes llegaban puntual con sus mercancías: seda, granos, té y café. Inclinas ahora la cabeza, pesarosa: los dos comprendemos en ese momento que la guerra aún no finaliza. A lo lejos se escucha el ladrido de la jauría de perros. No tardarán en llegar. De esa guerra creímos haber escapado tú y yo. Nos mentimos porque las mentiras nos servían para sobrevivir en ese entonces. La paz era una mentira. Y para volver a existir una vez que vimos las cuencas vacías de tus cadáveres y los míos: lloramos. A mi padre le volaron la cabeza en lo que ahora era el campo de guerra: maizales pisoteados. Ni siquiera alcanzamos a reconocer su rostro. Tú que tanto lo habías conocido. Cuando lo levantamos de aquel charco de sangre unas cuantas moscas se zambullían sobre la sangre seca. Zumbaban. Quiero aclarar esto último: zumbaban.
- Si consigo salir viva de todo esto pienso escribir poesía— tiemblas nuevamente abajo del reloj descompuesto: cuatro veinte.
Llego hasta ti. Te abrazo. Repito las últimas palabras de aquel poeta inglés del siglo XVIII: errante camino.
A Bruno lo habían colgado de un árbol junto con otros seis hombres. Cuando caíste en las llanuras lo acabábamos de ver. Su cuerpo ya estaba podrido y aun así lo abrazaste: te uniste a ese péndulo de inanimada carne.
La jauría de perros cada vez se escucha más cerca, su sonido retumba y conforma un eco espantoso. Tras del sonido de la jauría de perros gritos de hombres: hablan de muerte y de llegar lo más pronto posible a la estación de trenes en ruinas. También de que nadie saldrá con vida. Una voz incluso se atreve a hablar de la victoria. Otra dice que si es una mujer él pide ser el primero en violarla sobre las vías.
Tiemblas.
Temblamos.
Y repentinamente destrozas nuestro silencio y señalas el reloj descompuesto de la estación de trenes en ruinas. Marca la hora. Los minutos avanzan. También los segundos. Los segundos.
Antes de que la jauría entre de lleno en la estación de trenes en ruinas sobrevuelan por encima de nosotros aves que seguramente se encontraban agazapadas en los arbustos. Alzas tu mirada: el cielo es azulísimo; luego entrelazas tu mano con la mía.
Alcanzamos a escuchar el sonido del último tren de la estación de trenes en ruinas. Ellos llegan.
Oscuridad.
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