Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Nostalgia en chile verde con verdolagas

ILUSTRACION ALDO GR

Autor: Débora Hadaza

Últimamente se me han antojado mucho las verdolagas en chile verde.  Siempre que las pienso no puedo evitar recordar el terreno al que llegamos a vivir hace muchos años. La construcción estaba en obra negra y tapiaron las puertas y ventanas con madera, la “puerta de la entrada” era de costera -que no es más que “la piel de los árboles”-, por las noches se colaba todo el aire, no teníamos casi muebles ni dinero y comíamos casi a diario verdolagas que salíamos a recolectar al terreno baldío de atrás, también hongos. No le voy a decir porqué nuestro terreno era “tan fértil”, quizá usted pueda imaginarse el abono.

No voy a romantizar la pobreza, ni siquiera “esa” pobreza que yo viví de niña y de la que fingía no darme cuenta. Siempre he sido conforme, ha sido fácil para mí renunciar a los deseos de cosas, de antojos; si no hay no hay y ya, si sólo hay eso eso se come, y todo, lo que hay y lo que no, se agradece. No voy a romantizar mi infancia, esta vez ni siquiera voy a denostar “esa infancia” que fue la mía, sólo diré que la soledad me hizo leer mucho, que la tristeza o la decepción por ser excluida o despreciada la quemé con libros. No sé cuántos años soñé con pertenecer a un grupo, con que algunas personas, o alguna persona al menos, me reclamara como parte suya. Tampoco voy a romantizar la soledad, esa soledad que ha sido la mía, esa que a veces funciona muy bien porque puedo ir al cine sola, al café sola, puedo viajar sola y ser feliz. Pero a veces ha sido una maldita, una perra brava y rabiosa, a veces ha dolido hasta el hueso,  todavía sorprendo a la niña con los ojos llorosos deseando ser parte de algo o de alguien y sabiendo que nunca lo será. Desgraciadamente un excluido más otro excluido no forman un club de excluidos, sólo dos que no saben hacerse uno.

No voy a romantizar tampoco las verdolagas con chile verde porque no hace falta. Me encanta el chile verde, las enchiladas suizas verdes, la salsa verde en las memelas. Las verdolagas  son otro rollo, son las manos manchadas de mi abuelita, el olor a tierra mojada, perseguir conejos en la oscuridad, sentir que vivíamos en el campo aunque el terreno estaba en la ciudad, al aire colándose por las costeras, ver un sólo canal en blanco y negro en una tele del año del caldo, una pobreza que a veces se sentía idílica, pero que a veces también dolía porque las niñas tenían zapatos casi todas iguales, mochilas casi iguales y hablaban de cosas que yo ni siquiera me podía imaginar. Las verdolagas me recuerdan que cuando no cuento con nadie cuento conmigo, que puedo ser buena compañía aun cuando nadie lo cree, que puedo hacerme reír, pensar, que incluso en noches de lluvia, aire y frío me puedo abrazar y mantener caliente, que para consolarme no necesito a nadie más que a mí; y sobre todo que esto no es egocentrismo sino supervivencia.

Prepararme ahora verdolagas en es como un manifiesto de orgullo ante la pobreza, la soledad y la lectura; como un cobertizo contra el frío, contra la falta de café, contra el abandono y exclusión; como un conjuro para traer con la mente la voz mi abuelita y sus manos pecosas haciéndome piojito, como hacer sonar la bolsa del alimento para atraer a los conejos, como volver a mi infancia con menos realidad y por lo tanto más soportable. Pura nostalgia con sabor a tierra y demasiado verde.

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