Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Hemingway, el combatiente

POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS

Por Kin Navarro Reza

16 Julio 2019

Hemingway, viejo lobo de mar. Encarnación del ideal masculino de las letras: de la pluma a la acción y de regreso. Sin importar nada abandona la patria y se lanza como loco o enamorado (o como un nuevo Lord Byron) a España donde se involucra con el bando republicano durante la guerra civil española. Quién pensaría que aquella tensión iniciada antes de la segunda guerra mundial no encontraría fin incluso hasta nuestros días (las armas se cuelgan pero los bandos no se desdibujan).

El joven viejo, barbudo obstinado, fumador compulsivo, scout con pluma caminando entre los bosques españoles. En silencio, escuchando todo, observándolo todo, apuntando esto y aquello, memorizando las tácticas, los nombres del armamento. Resulta increíble que entre sus ideales y metas estéticas este genio de la prosa se atreviera a lo que pocos. Más que imaginar aquello que buscaba representar del mundo, Hemingway parece anhelar la experiencia misma, experimentada desde sí, cruzando su cuerpo, para luego reproducirla con palabras. Si había que pescar para hablar de pesca, tomaba la caña; si había que boxear para hablar de box, tomaba los guantes; si había que combatir para hablar de la guerra, tomaba el fusil. Es en suma un escritor que redacta lo que vive, la experiencia y no la imaginación es el motor de sus palabras. La segunda es tan sólo una mezcla afortunada de memoria y empatía que le permite representar cosas ya vividas bajo un nuevo orden. Periodista después de todo.

¿Qué partido tomó en este conflicto? Quizá haya acampado una buena temporada con las tropas republicanas, quizá aprendió sus ideales, quizá comprendió y compartió muchos de ellos porque veía detrás de sus ideas el anhelo incesante de los débiles o los desprotegidos por un mundo más justo. Dudo mucho que como corresponsal extranjero, esto es como “observador imparcial”, se haya perdido la oportunidad de conversar en más de una ocasión con miembros del bando franquista. Lo imagino corriendo de vuelta a su guarida, luego de una noche de farra, para anotar todo lo dicho durante la velada, tratando de atrapar cada palabra de sus interlocutores.

Pese a su extensión (600 páginas en la edición de DeBolsillo!), la anécdota de la novela sucede en tan sólo 3 días. 72 horas bastan para que conozcamos íntimamente a su protagonista, Robert Jordan, un maestro de idiomas americano que ha llegado para apoyar en la lucha antifascista (resulta evidente desde el comienzo que se trata de un desdoblamiento del propio Hemingway). Tan poco tiempo basta para que recorramos desde fuera y dentro de aquel entrañable batallón las vicisitudes de la vida, empujadas, amplificadas ante la perspectiva de la muerte siempre acechante, matar o morir, la ley del frente. La alegría y la tristeza de estar vivos, el amor intenso y fugaz, el desconcierto de atestiguar un cruento fraticidio que a momentos se antoja como algo inevitable cuando las certezas nublan la vista de ambos bandos en nombre de las mismas cosas: el bienestar, la paz, el orden. Y siempre se recuerda lo que está en juego, aquello por lo que se pelea: la libertad de ser como se es. Hemingway logra captar con pasmante exactitud (al menos con la verosimilitud propia de los textos que nos transportan a lugares y momentos tan alejados de nosotros) la vida en el campo de batalla. Cada momento puede ser el ultimo, cada respiro, cada suuspiro puede ser el que cierre nuestra historia.

3 días y una misión aparentemente sencilla: volar un puente. Con todas las probabilidades en contra, cada paso se complica hasta la angustia en el entorno bélico que retrata. La superioridad militar del enemigo enfatiza que ser visto o detectado, aunque sea por un sólo segundo, por un movimiento en falso bastaría para comprometer toda la misión y dar pie a que una lluvia de balas acelere hacia nuestro torso. Robert Jordan, valeroso y educado, decidido y confiado, atraviesa todos los estados de ánimo posibles desde su llegada al campamento. Ahí conoce a Pilar, excepcional mujer, combatiente y combativa; a Pablo, un héroe desencantado al que se le agota el valor y a María, una joven y encantadora sobreviviente.

Pese a su posible afinidad ideológica y pese a que todos los hechos son narrados principlamente desde la perspectiva del bando de los republicanos, el autor esquiva certeramente el retrato maniqueísta, la exaltación de la causa justa frente al enemigo o la satanización del contrario a favor del enaltecimiento épico de los “justos”. Toda virtud y todo defecto cabe en ambos bandos, se trata de hombres empuñando las armas, tan falibles y contradictorios como cualquiera.  Humanizar al enemigo es borrar las justificaciones bélicas para erradicar al otro, confrontar el simple hecho de que, aquellos que pueden matarnos, luchan por algo tan justo como lo que perseguimos: su propia idea de mundo, la posibilidad de ser bajo sus propios términos. Todos creemos obrar con justicia pero esta es muy diferente para cada cual.

Su narrador omnisciente puede atravesar el mundo interior de cada personaje, su imaginación, su memoria, su sensorialidad. Cada pedazo de pan compartido en resistencia se antoja como un gran banquete, una gran última cena.

Apenas acomoda sus piezas, el lector sabe que un funesto presagio nubla el panorama. ¿Qué hace de esta lectura tan larga un clásico? La sutil manera de enredarnos en la lenta espera del final, una minuciosa cuenta regresiva que por momentos se suspende, vuelve sobre sus pasos, nos deja entrever las complejas implicaciones de cada momento, de cada acción: la eternidad del instante.

¿Quién podría decir que combate por algo más que las personas que aprecia, las cosas que ama, los recuerdos que atesora, los lugares que lo componen, el origen y el destino, los anhelos y las esperanzas? En esta lucha, Hemingway ve y presenta el gran drama de lo humano: un choque de voluntades irresoluble. ¿Es inevitable matarnos? Como dijo Jager: la guerra está a un disparo de distancia. Terribles matanzas y actos de inusitada crueldad son cometidos por ambos bandos en nombre de sus ideales. Las maniobras tácticas son descritas con admirable exactitud, su prosa es precisa en la descripción, conciza en el concepto, vasta en su justa medida, afortunada en su pretención, acertada en su ritmo y suspensión de la información. Parece insuflar a cada momento el efecto adecuado para envolver al lector y hundirlo en ese bosque. No cabe duda, su fama como maestro de la narrativa es cosa bien merecida. ¿Toma partido? Sí, resulta inevitable simpatizar más con un bando que con el otro, de ahí la decisión de focalizar la acción desde un lado del frente sin intercalar o desarrollar el contrario.   De cualquier forma, no se trata de hacer un panfleto heróico, es una decisión ética desde la estética, se trata de rehacer la épica y transformarla, a la manera de Erich María Remarque con Sin novedad en el frente, en una experiencia íntima, cercana y personal para quien lee, la escencia terrible de la acechante certeza. El desarrollo es impecable, elige con sabiduría los momentos en que se dilata el tiempo y las palabras fluyen a cuenta gotas, tan expresivas y exactas, enterrando la acción. Extienda algunas líneas de acción y las diversifica para construir un delicioso suspenso hacia la parte del final que los tendrá devorando párrafo tras párrafo. Pocas novelas me han hecho llorar tan desconsoladamente como esta, titulada con los versos del poeta John Donne: “¿Por quién doblan las campanas? No preguntes por quién doblan las campanas. Ellas doblan por ti.”

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