El jovial veneno de las amapolas

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Por Miguelángel Díaz Monges

16 Abril 2020

N’est ce pas parce que nous cultivons la brume!

(¿No sucederá esto porque cultivamos la bruma?,
trad. Marco Antonio Campos)

 

–Arthur Rimbaud, Une Saison en Enfer (Una temporada en el Infierno)

 

No hay ruindad mayor que aquella que se disfraza de cualquier forma de benevolencia; que se aprovecha de la estupidez generalizada para medrar con una imagen detrás de la cual se esconde su contrario. Quiero decir que si existe Satanás no se presenta como en los hermosos grabados medievales donde san Dunstan lo prende con su propio trinche, sino con la forma de Luzbel, el más bello de los ángeles, el que fue como lo pintó, con el infortunio de todo arte acomodado y galante, Alexandre Cabanel. (Puesto que alguna vez aterriza en mis escritos algún lector superlativamente culto, inteligente e inquisitivo, respondo a la pregunta que ronda sus sospechas: En efecto, Boticelli me parece un pintor fallido, aunque genial; su Venus es la más bella y, por ello, la menos hermosa –fría, enajenadoramente contraria a la Venus poderosa del enorme Tiziano, la de Urbino–; sus colores, matices, trazos y luces lograron lo que era virtualmente imposible: la cursilería en el Renacimiento.)

Esto que afirmo lo dijo en su complejísima y sencilla poesía don Antonio Machado, mi referente constante:

 

De lo que llaman los hombres

virtud, justicia y bondad,

una mitad es envidia

y la otra no es caridad.

 

El etólogo Konrad Lorenz en Sobre la agresión: el pretendido mal aborda dos puntos básicos. Uno, la naturaleza agresiva del hombre dada su condición de fiera; el otro es –¡atención!– que no hay mal en la pulsión agresiva, simplemente así es.

Estas cosas son del SXX. Antes ya tuvimos a Hobbes en De Cive (primera obra de la trilogía que completan De Corpore y De Homine (nota para el corrector: Recordad que, si bien los títulos van en cursivas, el latín también, y que aquí se aplica el principio de negación de negación, por lo que los títulos han de ir en redondas, gracias)) (segunda nota para el corrector: el paréntesis se cierra dos veces, pues fue abierto un paréntesis dentro de otro) birlándole a Plauto la frase “Lupus est homo homini”, escrita en su Asinaria, reescribiéndola para la posteridad como “Homo homini lupus”. Lo que no difiere de la también famosa frase de Hobbes, probablemente el único filósofo de la historia que ha escrito bien además de Séneca, Hume, Gasset, Russell y pocos más (porque ni Schopenhauer, detonador de filosofías, pero no filósofo, ni Nietzsche ni Camus, ambos genios, son filósofos: el uno es un loco resentido escribiendo y el otro un pensador que escribía cuando no había futbol o alguien con quien follar), leída por los más (siempre muy pocos) en el Leviatán, pero escrita antes en el propio prefacio de De Cive: “Bellum omnium contra omnes”, que debe traducirse como “Guerra de todos contra todos”. Es decir, el desmadre en que estamos viviendo.

(Me sería muy grato saber que no hubo quien soportara y/o entendiera mi párrafo anterior: de eso se trataba, aunque sí dije y no poco.)

Soy lo bastante ruin para creerme bueno. Juzgo lo que sucede en estos meses que cambiarán a quienes vivimos y cambiarán al ser humano; al capitalismo, aunque sea deseable, no hay quien lo quite, porque es humano, lobo, agresión natural inextirpable del animal que devora a su hermano mientras ríen y cantan. (Aquí el autor eleva una ofrenda a Rubén Darío y “Los motivos del lobo”.)

Me mantengo informado justo lo necesario para cuidarme y contribuir al cuidado de todos. Sin embargo, puesto que estoy en el mundo, me salpica la mierda de los que, como Stalin, ven cifras donde hay muertos. Me salpica la debilidad mental de los que viven pendientes del horror como quien espera a un ser abominable y grotesco detrás de una puerta con un cuchillo de cocina en la mano. ¿Es que estoy delirando? ¿Qué droga o psicotrópico en mi sangre me hace ver las cosas tan desagradables como parecen ser? Sé que algunos quisieran que hubiera mayor mal, que en todos los países se ha politizado la tragedia, que la gente está paralizada, que se avecinan el hambre y la rapiña, que el pez grande no ayuda ni ayudará nunca al chico, que medran con el dolor, que odian y siembran odio, que responden al odio con odio, que insultan al que disiente, que escupen al que opina otra cosa, y que todo esto sucede en medio de una pandemia que llegó cuando creíamos haber aprendido a domeñar la naturaleza, que llegó como muestra de que nuestras estupideces no pueden destruir la vida o acabar con el mundo, sino que Natura nos puede aniquilar de un manotazo y una vez que lo haya hecho no habrá segunda oportunidad, porque su dinámica no cometerá dos veces el error de crear a un ser capaz de intentar destruirla.

Me maravillo, sí, anonadado, con la boca abierta y babeando, los ojos de plato y cara de imbécil, con las pocas neuronas incineradas por el asombro alucinógeno, cuando leo que son pocos, muy pocos, los que se han dado cuenta que –literalmente– mañana pueden ser ellos los que mueran asfixiados. Esto empezó en diciembre, pero la bestia humana sigue en la parte de la negación. Es delirante: bienaventurados los pendejos porque morirán sin creer que están muriendo.

No hablo de gente pobre, en situación de calle, sin acceso a las pedorras redes sociales donde grandes tayacanes de todas las hordas levantan banderitas y consignas; no hablo de los que trabajan hoy o sus hijos mueren hoy, no hablo del anciano que prefiere morir de coronavirus que confinarse en la soledad más desoladora y morir de algo bastante más cruel: tristeza. No, para ellos, mi respeto.

Para los otros ni un ápice de piedad: yo también soy lobo, sé detestar y siento ganas de acabar con casi toda esta mierda llamada especie humana –ésta, la que aún habiendo generado arte y grandeza lo hizo desde la egolatría y el narcisismo, igual que yo, pero sin confesarlo–. Y, tal vez, sin embargo, soy muy duro: ¿Qué puede importarle a esta gente morir? No se paran a pensarlo como no se detuvieron nunca a poner en platos de libra dinero vs. libertad; seguridad vs. satisfacción, etc. ¿Son vidas dignas de ser cuidadas? ¿Acaso sus usuarios, amasijos orgánicos que piensan y creen que eso es bueno cuando no es sino perfectamente inocuo o, en todo caso, malo, deberían cuidarlas? No sé; sé menos que Sócrates, soy mudo testigo de mi no saber. En Trópico de cáncer, obra superlativa donde las haya, escribió en 1934 Henry Miller:

 

Donde quiera que voy las personas están echando a perder sus vidas. Cada cual tiene su tragedia privada. La lleva ya en la sangre: infortunio, hastío, aflicción, suicidio. La atmósfera está saturada de desastre, frustración, futilidad. Rascarse y rascarse… hasta que no quede piel. No obstante, el efecto que me produce es estimulante. En lugar de desanimarme, o deprimirme, disfruto. Pido a gritos cada vez más desastres, calamidades mayores, fracasos más rotundos. Quiero que el mundo entero se descentre, que todo el mundo se rasque hasta morir.

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· Verso de Rimbaud en Una temporada en el infierno.

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