Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

CORTINAS NEGRAS

CORTINAS NEGRAS (1)

Autor: Samuel Parra

 16 Octubre 2019

Los gritos de pánico, que se escuchaban de la gente, hacían que la piel se les erizara. Todos se tomaban de las manos intentando aminorar el miedo. Llevaban tres días así, encerrados en su departamento. Sus rezos, esparcidos en medio de un silencio tan hermético como lo era la situación allá afuera, se arrumaban con la exigua esperanza, intentando sopesar el terror que arropaba a la familia Sánchez. Los alimentos estaban por terminarse, y Fermín, Gabriela, Alberto y Oswaldo, empezaban a sufrir los estragos de dicha escasez. Nadie se atrevía a salir de aquel lugar elegido por la muerte como la última morada de muchos. Los días eran igual de tráfagos. Afuera, los pasos de la bestia retumbaban las calles. Los Sánchez sentían al miedo penetrar por su piel sedosa, pasible y medrana. El pánico era lo único que los consolaba y los vestía de horror. Todos temblaban, sus cuerpos sentían con azoro el presagio de lo que estaba por venir.

¡Papá, ya vienen, los escucho! ¡Ya vienen, tengo miedo! exclamó el pequeño Alberto, que, a sus escasos cinco años, difícilmente alcanzaba a entender del todo la situación.

Ayúdenme a poner unas cortinas para que no se den cuenta de que estamos aquí. Apaguen las luces. Siéntense en el suelo y no se levanten hasta que pase el peligro ordenó Fermín Sánchez, el padre de Alberto

Papá, ¿qué nos van a hacer si nos encuentran los…?

¡Hijo, pásame la linterna y no hagan ruido! interrumpió Fermín.

Hazle caso a tu padre, Alberto. Haz todo lo que él te pida ordenó también Gabriela, madre de Alberto y esposa de Fermín.

Hijo, no pasará nada. Ellos no tienen por qué saber que estamos aquí dijo Fermín, intentando darle serenidad al pequeño Alberto.

Oswaldo, tú también ayuda a tu padre y a tu hermano volvió a ordenar Gabriela.

Fermín intentaba cubrir la ventana para que no se filtrara la luz de aquel día aciago y lleno de memorias malditas, qué se desvestirían de reminiscencias imborrables y qué se rememoran todavía en las memorias de muchos, llenas aún de recuerdos ensangrentados. Gabriela intentó ayudar, pero empezaba a flaquear.

Su cuerpo tibio, era un mar vacío, evaporado y frágil como la sutil esperanza que los acompañaba. El miedo no le permitía moverse de manera ingente.

Fermín buscaba desesperadamente unas cortinas negras, que le había regalado su madre, por si algún día se ofrecía usarlas. ¡Qué puntual había sido aquel día! Se abría paso por su pequeño departamento alumbrándose con la linterna, así como lo hacen los muertos cuando van labrándose el camino al Camposanto, y encontró las cortinas en un viejo desván, quien desolado veía el apesadumbrado ajetreo de los Sánchez. Con la ayuda de Alberto y Oswaldo, colocaron las cortinas en la ventana que daba a la calle, bloqueando totalmente el paso de la luz del sol; quien sería también testigo de la peor brutalidad. Estaban exhaustos, tenían hambre y frio. No era un frio común; era un frio extraño, de esos que suele excretar la muerte al sacudirse el polvo del destierro que viene para los que van a partir. Apagaron todas las luces y la estrecha sala del departamento quedó en tinieblas. El pequeño Oswaldo Sánchez respiraba el terror que provenía de afuera. El estertor de su respirar se confundía con los alaridos, y con la confusión que daba el inasible panorama de allá abajo. Querían acercarse a la ventana, pero el miedo los había hecho prisioneros. Imposible moverse. Alberto empezó a jugar con unos periódicos viejos. Fermín iluminaba de vez en cuando el ambiente con la linterna, cuya luz comenzaba a diluirse poco a poco. Era como si presintiese los designios de un destino maldito. Los periódicos relataban el terror que se había aglomerado en meses, semanas y días anteriores. Los últimos cinco periódicos estaban ordenados de forma cronológica. En especial el periódico de ese día. Lo había llevado un vecino de los Sánchez, se los había echado por debajo de la puerta para que se enteraran de las últimas noticias. Al poco rato de dejar el periódico, se escucharon traspasar y avasallar al viento unas balas de metralla que se alojaron en el pecho del vecino. El periódico de ese día quedó manchado por las huellas del destino. Era un periódico arrugado y maltratado. La fecha relumbraba de espanto al recibir la luz tenue de la linterna.

Papá, ¿por qué hay tanta oscuridad aquí dentro? preguntó ingenuamente el pequeño Oswaldo.

Para qué no nos descubran, hijo. Si ellos se asoman por la rendija de la puerta, notarán que no hay nadie y verán sólo esta oscuridad dijo Fermín con la esperanza perdida.

Se volvió a hacer un leve silencio pernicioso, que fue sofocado con brutalidad de nueva cuenta por disparos y gritos de espanto. Se podían sentir los pasos de tantos desafortunados correr en busca de un refugio donde ocultarse. Se oía el abrir y cerrar de puertas, acompañado por pasos y gemidos de dolor.

Los Sánchez, se volvían a tomar de las manos y se abrazaban con las exiguas fuerzas que les quedaban. Alberto se envolvió con los periódicos buscando deshacerse del pánico que corría por toda su piel. Deseoso estaba de drenar de su cuerpo el miedo indómito que se negaba a darle tregua. Abajo, se escuchaba un gran alboroto. El sol se despedía del alba, quien apesadumbrada presagiaba el final del día. La tarde estaba ya encima. El departamento de los Sánchez se hizo todavía más oscuro. Eran las 5:55 de la tarde. Unas bengalas lanzadas al aire iluminaron el cielo. La escasa luz apenas y pudo trasminarse por las cortinas negras. Minutos después, se escuchó el sonido de un helicóptero, del cual salieron otras bengalas, una de color verde y otra de color rojo. Inmediatamente se escucharon varias ráfagas de metralla. Hubo confusión, allá abajo; en la plaza de las tres culturas de Tlatelolco, esa donde tantas veces los Sánchez habían salido a pasear. El terror se desbordó por los seniles cuerpos de muchos indefensos que entraron a los edificios aledaños a la plaza buscando resguardo.

La puerta de los Sánchez fue golpeada en abrupto. Tocaban desesperados. Igual que los gritos que pedían auxilio.

¡Papá, tengo mucho miedo! dijo Oswaldo.

Hay que guardar silencio, hijo, para que no nos encuentren aseguró Gabriela.

¿Quiénes, mamá? preguntó Alberto.

Otra vez se hizo un enorme silencio, que cada vez más se plegaba a la incertidumbre de forma fortuita. Gabriela lo dijo todo con la mirada atiborrada de terror. Los pasos de la bestia eran cada vez más cercanos al departamento de los Sánchez. Una vez más todos se abrazaron en medio de la penumbra. Afuera se escuchaban unas voces dando órdenes. Acompañadas de gritos de súplica. Una súplica por no avasallar los sueños de jóvenes que nada tenían que ver en el asunto. Los Sánchez se miraban en complicidad del silencio; un silencio que presenciaba sus últimos instantes de vida.

¡Por acá se escondieron algunos! dijo una voz en tono fuerte.

Derriben la puerta y sáquenlos de las greñas a los hijos de la chingada afirmó otra voz.

Unos pasos presurosos se escucharon bajar unos escalones y una voz dijo:

¡Alto, párense cabrones!

Segundos después, las ráfagas de metralla irrumpían y partían en dos a la sobriedad de los tiempos del ayer y ahora lejanos para los Sánchez. Los sonidos de unos cuerpos lívidos, vacios de una vida que ya no les pertenecía, se escucharon caer y rodar escalera abajo. Las ráfagas de metralla se oían en todos los departamentos contiguos al de los Sánchez; que estaban tomados de las manos, con una fuerza que pedía a súplicas la dejaran partir. Seguían con la mirada a las sombras reflejadas por debajo de la puerta. Era como si la muerte buscara el hueco de una aguja para colarse. Por todo el pasillo reinaba el terror. Alberto y Oswaldo lloraban un llanto callado y salado como el mar; ese que alguna vez acarició a sus precarios cuerpos con su agua.

¡Derriben esta maldita puerta! ordenó otra voz.

A ver, hijo de la chingada, ¿dónde están tus demás compañeros? preguntó una voz llena de cólera.

¡¡¡Vete a la mierda, lacayo hijo de puta!!! se escuchó la respuesta de un hombre lánguido, hundido en su propio coraje.

¡Bájenlo y denle una buena madriza a este cabron y déjenlo luego allá con los demás! ordenó sin reparos otra voz en tono más tranquilo.

¡A ver, por aquí, derriben ahora esta puerta! se escuchó de nuevo otra orden.

Los Sánchez se vieron fijamente por última vez. Sabían que era su fin.

Los soldados rompieron la puerta de su departamento, y sin mediar palabra acribillaron a la familia entera. Uno de ellos sacó una linterna de entre sus ropas. Iluminó el departamento que estaba a oscuras. Alumbró a los cadáveres. Y en especial al de Alberto, que tenía en su mano un periódico; era un periódico arrugado y maltratado. La fecha relumbraba de espanto al recibir la luz de la linterna. Se dejaba vislumbrar un 2 de octubre de 1968 en su encabezado.

¡Creo que ellos no eran estudiantes, ya la cagamos! aseguró uno de los soldados.

Pues diremos qué sí lo eran y listo, ¿cuál es el problema? afirmó otro soldado.

Todos rieron copiosamente y siguieron con lo suyo. Otro soldado quitó las cortinas negras y las lanzó al suelo. La tenue luz de las farolas de las calles aupó por encima del edificio y alumbró a los cuerpos asesinados de manera cobarde y arbitraria de los Sánchez.

Gabriela murió con la vista puesta en dirección a la ventana, como buscando el cielo. Fermín y Oswaldo, murieron abrazados. Quedaron unidos por un charco de sangre; la cual se exudo de sus cuerpos de forma expedita, buscando quizás, un desagüe por donde poder escapar y que, a su vez, fue muda testigo de la barbarie. El pequeño Alberto murió sin darse cuenta; estaba arropado con los periódicos. Su mirada se perdió entre la neblina de la muerte. Sus ojos quedaron fijos en la nada, así como mirando al silencio…

Aquel 2 de octubre se quedó grabado en la memoria de todos los muertos.

 

Copyright ©® Carlos Samuel Parra Romo

Nogales, Sonora, México, 23 de septiembre de 2019.

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