Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Cada tercer día

verde

Autora: Vanessa Téllez

No le dio importancia cuando una tarde se bebió toda el agua potable de su departamento. Trabajaba desde las 7 de la mañana hasta las 8 de la noche en una oficina de contabilidad con apenas media hora para disponer de un almuerzo que le permitiera mantenerse alerta y así responder a las casi siempre ridículas exigencias de su jefe.

Aunque las obligaciones de Leo eran relativamente sencillas, en más de una ocasión había tenido que resolver problemas burocráticos pertenecientes al piso siguiente, más precisamente al área que debía atender Raquel, la joven secretaria a la que su jefe visita cada vez que podía.

Muy a su pesar Leo se reconocía como una mujer sin atractivos físicos que a causa de una delgadez excesiva más bien solía preocupar a quien la mirara. Sin embargo aun cuando Leo se sabía sin ninguna ventaja, especialmente sobre la secretaria del piso de arriba, solía compensar lo que físicamente le era ajeno con una actitud servil que atendía devotamente los mandatos absurdos de su jefe. Ésta acción aunque generosa, importunaba al jefe de Leo quien cuando veía a la joven apenas lograba ocultar sentimientos de rechazo y asco, comparando hasta el hartazgo la presencia preocupante de la joven con la de la secretaria en el piso siguiente.

No solo el jefe de Leo tenía una pobre opinión sobre su ella, las demás mujeres en la empresa también sentían pena por su aspecto deslucido. Sin ninguna otra gracia que la de su servilismo Leo ejercía su trabajo con ahínco tratando de que el éxito de las tareas impuestas le permitiera alguna vez ignorar lo que de ella se decía.

 

Las labores aquel día en el trabajo hicieron que por unos minutos, breves, Leo olvidara la sed que sentía desde que se levantó de su cama por la mañana. La falta de agua había dado a Leo una jaqueca terrible. Las punzadas del dolor eran precisas, insistentes. Aunque había querido minimizar el dolor concentrándose en el trabajo, el malestar parecía intensificarse a medida que pasaban las horas. Apenas salió del trabajo Lo se dirigió a su departamento. Cuando cruzó la puerta de su pequeño hogar y luego de quitarse los zapatos, se dirigió a la cocina y llenó un vaso con agua del grifo. Repitió aquella labor siete u ocho veces. No obstante pese al número de vasos con agua, Leo seguía teniendo sed. Cerca de la medianoche había bebido dos docenas de vasos con agua. La noche no ayudaba a Leo pues hacía un color apenas soportable que ni el ventilador de su buró minimizaba.

A la mañana siguiente sin haber dormido más de tres horas, Leo se alistó para el trabajo. El dolor de cabeza se había ido no así la sed. Las actividades en la oficina continuaron su cotidianidad. En el escritorio de Leo sobresalían carpetas y archivos en inquebrantable orden. Docena de papeles encimados uno sobre del otro contradecían cualquier ley de la física. Detrás de las columnas de papel, Leo sedienta, sostenía con una mano el teléfono y con la otra las ordenes por escrito de su jefe.

Aunque intentó reprimir la sed acumulada desde el amanecer pues tenía demasiados pendientes, Leo no dudó, sedienta como estaba en acudir al área de cocina en busca de agua. En el área se encontraban varios compañeros de Leo que, como siempre sucedía cuando ella caminaba cercana a ellos solían mirarla con una mezcla de repugnancia y curiosidad. No bien entró en la pequeña cocina, Leo tomó un vaso de plástico y se sirvió agua del garrafón. Apenas bebía el total de un vaso, Leo volvía a colocarlo bajo el dispositivo del garrafón hasta esperar que se llenara y de nuevo volverlo a beber. La inercia de aquél movimiento matemático completó la extrañeza que sus compañeros sentían ya sólo por su presencia casi fantasmagórica. Incapaz de contener su sed, o quizá restándole importancia al escrutinio Leo continuó bebiendo, no obstante al notar que estaba por terminarse el agua del garrafón se detuvo y salió de la cocina.

Durante el camino de regreso a su escritorio sintió otra vez aquella horrible jaqueca. Esta vez el dolor se había prolongado hasta su espalda como un latigazo que apretaba los músculos alrededor de su cuello. Intentó recordar la última vez que durmió bien, pero fue imposible. Súbitamente Leo sintió la mano fría de su jefe tocándola unos centímetros debajo de la nuca. Sorprendida por aquel roce Leo miró a los ojos de su jefe, quien incapaz de ofrecerle un sesgo de amabilidad o una preguntara que justificara el roce imaginario, retrocedió al instante. Aunque en efecto el jefe de Leo la había tocado para preguntar algo sobre unos papeles la mirada que ésta le había regresado había provocado el rechazo inmediato de su jefe quien, asqueado por lo que acababa de ver prefirió regresar a su oficina.

Avergonzada pero sabiendo que todo lo que podía hacer era cumplir con el trabajo Leo volvió a hundirse en aquellas torres de documentos que sabía solo ella sería capaz de reducir. Mientras trabajaba Leo se dio cuenta de que el dolor en su espalda había desaparecido, no así la sed que acababa de regresar ignorando los casi veinte vasos que había ingerido en la cocina. Pasaban de las seis de la tarde y el trabajo no había disminuido, por el contrario, Leo se encontraba ligeramente retrasada en los deberes. En la oficina no había nadie, era viernes y la mayoría tenía por costumbre adelantar la hora de salida. Cuando el reloj marcó las 8 de la noche y Leo se levantó de la silla para prepararse a partir, experimentó un dolor profundo en la cadera. El sonido había sido como el de un pedazo de madera rompiéndose. Con dificultad Leo llegó hasta al baño, una vez dentro y sin que alguien pudiera observarla, examinó su cadera cuidadosamente, el dolor continuaba pese a no haber señales físicas de un golpe o herida visible. Una vez que salió del baño Leo trato de recordar cuándo había sido la última vez que había ido al baño para hacer alguna necesidad fisiológica. No pudo recordar la última vez.

Los días siguientes continuaron sin demasiada variación. Cada noche apenas regresaba a su departamento, Leo se dirigía a la cocina y bebía una veintena de vasos con agua. En la oficina repetía los asaltos al área de cocina, importándole cada vez menos la efusividad que ponía para beber agua o que sus compañeros en el trabajo hicieran murmuraciones sobre su excesiva sed. Hacía seis días que no probaba alimentos sólidos, para el fin de aquél mes la delgadez de Leo había pasado de extrema a alarmante. Sus movimientos antes mesurados, cambiaron de lentos y eventualmente torpes. Para desplazarse de un lugar a otro Leo tenía que apoyarse sobre alguna mesa, silla o pared. Los papeles en su escritorio se acumulaban formando altísimas columnas que para entonces ya bloqueaban la visibilidad de Leo hacia el resto de las oficinas y pasillos principales. Sin darse cuenta, Leo había quedado comprimida a un espacio diminuto. A la dificultad por caminar, hubo que agregar las minúsculas pero contundentes marcas en torno a los brazos y antebrazos que habían aparecido dos días antes. Se trataban de pequeños puntos de color verdoso en cuyas puntas había algo parecido a un brote de grasa amarillento.

Encubrió la evidencia de su excesiva delgadez utilizando ropa holgada, el peso acumulado de portar blusas encimadas no era agradable ni cómodo, pero mantenía las murmuraciones a tope. Dado que sus visitas al área de cocina eran causa de inquietud entre sus compañeros, Leo decidió llenar pequeñas garrafas de agua y meterlas en su bolso con el fin de evitar paseos innecesarios que acabarían con su ya reducida reputación.

Por la tarde de un martes, Leo fue requerida a la oficina de su jefe. Por primera vez en cinco años se preocupó por su aspecto físico. Con mucho disimulo, Leo sacó un pequeño espejo de uno de los cajones de su escritorio y comprobó sus temores. Se veía demacrada y ojerosa, el cabello antes uniforme aunque mal cortado ahora lucía ralo e incluso revelaba espacios en blanco que evidenciaban una prematura calvicie. Además, el exceso de ropa la hacía ver desgarbada e incluso algo sucia, parecía una pordiosera que se había infiltrado en las oficinas a pedir caridad.

Deseó que su jefe se encontrara al teléfono o revisando algún papel cuando ella entrara a la oficina y de esa forma él no la mirara. Cuando Leo entró, jefe y empleada se miraron con evidente incomodidad. Era posible que el jefe de Leo se preguntara en qué momento consideró apropiado contratar a tan extraña criatura. Leo hizo uso de toda su fuerza para sentarse en la silla en donde acostumbraba tomar los apuntes y dictados semanales. No escuchó ninguna orden. Era evidente que el jefe de Leo se encontraba más asqueado de lo habitual.  Sigilosa y disimulando el esfuerzo que le costaba levantarse de la silla, Leo se apoyó en el respaldo, y una vez de pie sin siquiera pedir permiso para retirarse, salió de la oficina.

Aquella noche mientras Leo iba de regreso a su departamento, sólo podía pensar en la expresión de horror que su jefe mantuvo durante los breves minutos que ella estuvo frente a él. Una vez cruzó la puerta, un cansancio viejo se depositó en sus pies imposibilitando que éstos obedecieran cualquier otra orden de movimiento. Ocurrió lo mismo con sus manos, cabeza y torso. Aunque su cerebro generaba órdenes, ninguna de sus extremidades obedeció. Cuando al fin pudo moverse, Leo sintió un persistente ardor a la altura de sus ingles. Quiso corroborar de dónde provenía aquella sensación y levantó su falda. Oscuros lunares se encontraban en los lugares donde sentía escozor. Los puntos tenían la misma presencia desagradable de aquellos que estaban en brazos y antebrazos.

A la mañana siguiente después de un esfuerzo sobrehumano para vestirse, Leo se dirigió al trabajo. Apenas llegó al edificio se internó en el papeleo diario. De vez en cuando miraba a través del espacio que dejaba la pila de documentos sobre su escritorio. La vista siempre era la de un largo pasillo que a lo lejos parecía de interminables dimensiones. Aunque el dolor persistía en todo el cuerpo, Leo trataba de mantenerse concentrada y hacer el mayor número de labores posibles. Conforme las horas pasaban, Leo apenas soportaba sostener su propio peso sobre la silla. Sin embargo, la idea de acudir a enfermería y explicar sus inusuales síntomas era improbable. Esa noche en su departamento se dejó caer agotada en el piso. Despertó por la madrugada con más marcas y más dolor.

Cuando el reloj marcó las 5 en punto Leo se levantó y dirigió al baño. En cada paso que daba Leo sentía que sus huesos se fragmentaban en cientos de diminutas partes. De caminaba al trabajo, Leo escuchaba cómo sus huesos resonaban en cada pisada como tambores alistándose para una melodía de perversas intenciones. Ya en el edificio, una oficinista le lanzó una mirada de repulsión, Leo se sintió avergonzada como nunca antes lo había estado, mientras entraba al elevador sólo podía pensar cómo su extraña presencia mortificaría a su jefe.

Puesto que había pasado varias noches sin lograr dormir y aprovechando un momento de silencio en el piso, Leo cerró los ojos por unos minutos. Aun con los párpados cerrados Leo fue capaz de ver lo que sucedía a su alrededor. Sentada detrás de su escritorio y sin que las montañas de papeles hubieran disminuido, Leo pudo advertir los movimientos en el piso.

Con el paso de los días Leo se acostumbró a su nueva entidad. Aislada casi por completo de sus compañeros a causa de las columnas de papeles que la hundían detrás del escritorio, Leo disfrutaba de los extraños sonidos que sus extremidades producían según se movieran. Además, ahora que los lunares se habían ido y en su lugar se habían desarrollado caprichosas venas azules sobre su piel, Leo jugaba siguiendo los caminos que en ellas encontraba sin padecer de la comezón de los primeros días.

Su cuerpo ya no le causaba inconveniencias estéticas y poco le importaba si a alguien le molestaba su aspecto físico. Su único malestar ocurría cuando  su jefe entraba a la oficina bañado en aquella colonia barata pues el hedor confirmaba los encuentros que tendría más tarde con la secretaria del piso siguiente. Sólo entonces las incomodidades del  nuevo organismo que era Leo regresaban.

Por la mañana del día siguiente y luego de pasar la noche llorando, un hombre que nunca antes había visto se acercó hasta su escritorio, sin pedirle permito fue deshaciendo lo que entonces se habían vuelto enormes torres de babel. Leo incapaz de evitarlo se limitó a ver ejecutar a aquél extraño las ordenes que probablemente le habían sido encargadas por su propio jefe. Desmantelar el desorden le llevo al hombre más de cuatro horas, cuando al final la última carpeta archivo fue levantada, éste dejo escapar un grito de consternación.

Al instante se acercaron varios empleados. También el jefe de Leo salió a ver qué  sucedía con el hombre que horrorizado no dejaba de apuntar con su dedo la peculiar planta que había crecido sobre la silla. El primero que se acercó fue el jefe de Leo quien envalentonado quiso corroborar que aquello se tratara en efecto de una planta y no de una aberrante criatura. El toque breve provocó que Leo, después de largas semanas de mantener los ojos cerrados, se abrieran al fin. Ninguno en la oficina fue capaz de reconocer a Leo bajo la corteza y gruesa superficie. La planta sin embargo, causó tal admiración que decidieron dejarla ahí y colocarla en una base donde pudiera mejorar su aspecto con un poco de cuidado. La idea cautivó a todos en el piso 5. Durante la hora de la comida se hicieron diversos grupos que compartieron consejos y sugerencias para salvar al inesperado organismo.

Los días siguientes Leo fue instalada en una maceta de generosas formas. Un par de secretarias entusiasmadas por la adopción de la planta, se dedicaron animosas a limpiar su tallo y hojas. Una más se acercó con tijeras en mano para darle una forma más atrayente. Leo miraba extrañada a sus compañeros que día tras día habían manifestado aversión de verla, pero que ahora prestaban curiosidad y cuidado a su nuevo aspecto. Por la tarde vio como el que durante años fue su escritorio, era removido del lugar, con él se fueron el cesto de basura y la lámpara de mesa. En su lugar fueron instalados, una silla, mesa y lámpara nuevas, muy diferentes a los anteriores.

La vista de Leo era mucho mejor ahora, elevada sobre una maceta podía alcanzar a ver hasta el área de los elevadores. Luego el sonido de unas pisadas que Leo reconoció se acercó a ella. Leo miró a la secretaria del piso de arriba entrar a la oficina de su jefe. Segundos después, ambos, jefe y secretaria salieron de la oficina. Leo vio con sorpresa cómo aquella mujer tomaba posesión del espacio antes ocupado por la eficiente pero olvidada Leo. Los empleados que nunca fueron ni siquiera por piedad amables una sola vez con Leo, mostraron a la chica una calidez y modales envidiables. Leo mantuvo su vista sobre la joven, incrédula ante lo que veía pero segura de que la observaría día a día sin perder detalle de sus hábitos. Mantendría sus ojos fijos sobre la invasora, sin mirar a ninguna otra persona que no fuera ella. Su única certeza era mantenerse en el lugar en el cual ahora vivía. Subiría y bajaría sobre el cuerpo de la secretaria, cabalgando como una sombra sobre su existencia, esperando el momento ideal en que ésta se acercara lo suficiente, lo necesario para alterar otra vez el tiempo y el espacio.

No Comment

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *