Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Viñedo

Ilustracion VIÑEDO

Por Miguelángel Díaz Monges

16 Diciembre 2019

Sin embargo, señores,
yo no soy un escéptico
y hay unas cuantas cosas en que creo.

***

 Creo que un hombre honrado
cuando nos da su pan
tiene el cuerpo de Cristo entre los dedos.

–León Felipe

 

Nada como un teatro vacío tras la función. Los escépticos, siempre enamorados de su irracional racionalidad, deben evitar tal experiencia, pues quien la ha vivido adquiere la certeza de que existen los fantasmas. Persisten cuando ha terminado la obra de fantasía, de fantasmagoría, el decantadero primoroso de la imaginación.

Hablaré de espectros y trasgos de diciembre, cuando, agotado el ciclo, se escucha el gruñir de los tablones de otro año sin sentido, los aullidos ferales al final de un camino hacia el telón de una vida que no tuvo para qué, quizá porque no tuvo cómo, quizá porque no tuvo porqué. Ni siquiera para los felices, cuánto más dignos de lástima, cuánto más dignos de compasión por su fastuosa candidez.

Son doce uvas, y hay que saber mascar y tragar con destreza para empatar su deglución con el profundo tañer de las campanas que en tiempos infantiles provocaba el péndulo del preciosísimo reloj de la casa familiar, después la radio y ahora el metrónomo desaliñado de la intuición. Cronos se disfraza de alegría para devorarnos, y nosotros –ustedes, yo no– le brindamos el placer de festinarlo.

Doce uvas, una por mes, una por apóstol. Doce debieran ser los convidados a la mínima muerte que se escucha tras volver la vista hacia los camerinos antes de salir a la calle y cerrar con amor esa puerta que suena como la que, decían los normandos rezagados, se encontraba en la caverna bajo el templo de los templarios mutilados. ¡Por San Dunstán!, juraban y rogaban; ¡por Calvero!, juramos y rogamos.

A ese final, doce invitados: el amor, la esperanza, la riqueza, el placer, la valentía, la generosidad, el perdón, la tolerancia, la serenidad, la fuerza y la sabiduría. ¿Dónde está el traidor? Todos lo fueron. Pero Jesús Nuestro Señor, a quien venero y rezo, cuya figura de madera está frente a mi cama porque cuando fui ateo, en aquella edad de implacable inocencia temeraria, mi abuela insistía en ponerme la imagen entre los libros, o bajo la almohada, alguna vez en el refrigerador que asaltaba por las noches. Jesús, el nazareno, fue un oportunista que nació precisamente cuando la gente está de vacaciones, con dinero y ánimo, puesta para el despilfarro y la alegría. No en balde era Dios y supo dónde poner su pesebre. Claro que casi todos los que leen esto creen que es una gracejada. Incultos. Antes beberían la cicuta que emprender la investigación seria de El orden de los factores en el tiempo a propósito de la Natividad y Jesús el Cristo, ese libraco de la doctora doña Gregoria Larrauri Zuloaga (Ed. finisAfricae, 1987, 3,724 pp.) donde advierte:

No ha consecuencia sin causa ni causa sin consecuencia, mas no del modo que propuso el sr. Hegel, quien parecía considerarse a sí mismo el “Espíritu absoluto”, ni a la manera de científicos y demás ludópatas del conocimiento sino a la manera de los mellizos metafísicos de que habló Adbael Azaud Al Humeni, el pensador que –según arrojan las investigaciones del notable arqueólogo don Aritz Arrembaratzurra– murió asfixiado por la duna donde se hallaron los huesos que se suponen suyos y fueron hallados con las falanges en torno al volumen donde, con sangre de pata de hiena y a veces con heces de camello, escribió sus meditaciones, entre las que proclama que si los dioses lo son se crean cuando conviene y si no conviene esperan su momento y que aquel Dios que no tiene gloria es porque no tiene entidad divina sino estupidez demencial, deliciosa condición que permite ser olvidado, siempre antes que perdonado.

Así pues, sostengo el oportunismo divino de El Hijo y me inclino a su imagen, su obra y su palabra, pero no a sus fiestas ni a su deleznable legado mundano. Cuando cierro la puerta del teatro de la vida lo hago con más respeto que el portazo que el sacristán da en el templo y con más amor que el de la amante que se marcha otra vez y ni ella sabe si ahora es para siempre.

Antes del olor a eco del proscenio frente a un patio de butacas ya vacío, está ese aplauso que dura una semana; y antes el telón del recalentado navideño y una noche antes la reunión familiar del odio renovado que sólo puede sobrellevarse con más licores y malos pensamientos que los que corrían por el palacio de Calígula.

Está de moda odiar la Navidad, no importa si es la Nochebuena lo que se odia. El primero y último que lo hizo con exquisita maestría fue el maestro exquisito Charles Dickens. Apenas por distracción o resguardo de una de las frases más admirables de la historia no dijo que esa noche es la peor de todas las noches, que esa noche es la mejor de todas las noches. Yo no odio, me divierto viendo a los que odian y los desprecio desde la arrogancia que me hace insufrible entre mis pares y funesto entre los que no me han tratado.

No soy pues el personaje ese tan de moda llamado Grinch, ni el del cuento navideño del británico. Creo que es una época en que muchos aman, pero nadie ama tanto como los comerciantes a los consumidores. Como no es dinero mío ni el que va ni el que llega, no me importa el asunto. Las calles se llenan de gente vestida de modo más ridículo que lo habitual, pero yo no salgo a la calle, ni en estas fechas ni en ninguna otra temporada, así que me da lo mismo. Una señora asa castañas y las vende por docena. Sólo ella merece la gracia de mi aprobación. No es que yo sea de un modo o de otro, sino que siempre estoy dando vueltas a la noria y no olvido que la Nochebuena también tiene sus uvas, no menos venenosas que las del fin de año.

Hace mucho que dejó de interesarme recordar, pero hay cosas que recuerdo porque tampoco me interesa olvidar. Veremos si evoco doce cosas, con semilla o sin ella, verdes o morenas.

Primera uva

No hay sino gritos y el llanto de mi hermano. Al otro día el árbol rodeado de juguetes y dos seres que no se hablan y, a decir verdad, no debieron hablarse jamás. Tengo 4 o 5 años

Segunda uva

Merienda a las siete y treinta u ocho: remolacha o avena y leche. A dormir. Al día siguiente el árbol rodeado de juguetes siempre repartidos con notable injusticia. Con el tiempo supe que mi abuela sabía que mi hermano se levantaba en la noche a elegir los mejores. Tengo entre 6 y 9 años.

 

 

Tercera uva

Mi padre, tras ser privado de vernos varios años, nos ha secuestrado. La abuela rebela con brutalidad que Santa Claus no existe. No hay regalos. Es 1974, tengo 9 años. Mi mente va siendo envenenada contra mi madre y su familia, a la que adoro.

Cuarta uva

Una mansión en Virreyes donde viven los suegros de mi padre. Para entonces ya sé que él se casó para recuperarnos, pero lo hizo con la peor persona posible en un mundo donde hay muchísima gente mala posible. Regalos de millonarios, ninguno capaz de hacerme sonreír siquiera. Tengo 10 años.

Hay siete uvas más que importan menos, Algunas llevan nombres, fechas, episodios. Todas son la misma fruta amarga que otros encuentran dulce.

Docena uva

Morimos de hambre, pero mi padre viene a cenar. Será la tercera vez en más de treinta años de vida independiente que visite mi casa. También vienen mis hijos. Ese día, no por ser Nochebuena o “las navidades”, Dios me ha visitado y es una de las más felices de mi vida. Pero también la más triste, pues sé, en cuanto todos se marchan, que no ha de repetirse nunca salvo en el infierno sentimental de mi memoria, archivo infinito de una vida hecha de mutilaciones que dejaron de doler desde antes del primer diente, desde antes de la primera uva.

Chuta, mi perra, se ha recostado a mi lado y creo, como me dijera en algún mail mi anciana amiga, la doctora doña Gregoria Larrauri Zuloaga, que “dejarlo todo para acariciar al perro es el único y último gesto humano en el que aún subsiste un resquicio para la nobleza”.