Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Vida y memoria de san Isabet Ramírez en la Nueva España [fragmento]

Autor: Rafael Tiburcio García

Septiembre 2022

 

 

 

Magdalena Agnos, 1530

 

No hay mayor ficción que la evangelización, piensa Ramírez una vez que se ha establecido en una pequeña celda a un costado de la ermita de Santa Magdalena, frente a la plaza principal. En su camino hasta allí, los frailes han cruzado numerosos cerros y valles llenos de nopales y magueyes, a mitad del camino se han detenido algunos días en la Congregación de Todos los Santos y han continuado por una enorme planicie que los lleva a donde inicia la Sierra. Al pie de los enormes cerros se encuentra el asentamiento que buscan: Magdalena Agnos.

El nombre nahua de la población se ha perdido tras la llegada de los españoles un año antes. Algunos indígenas aún la llaman lugar estrecho; otros, lugar de lágrimas, lugar de heno, lugar de plata, lugar de regadíos. Nada de esto pareció importar al tuerto Francisco Téllez y a los veinticinco soldados que llegaron con él y asesinaron al cacique Ixcóatl, para luego burlar el ataque de los indios, asesinar a las mujeres y a los niños, e incendiar el poblado. Aunque otras fuentes refieren que esto nunca ocurrió, esta versión se ha vuelto una leyenda difícil de corroborar, como tantas otras en esta tierra.

Un año después de aquello, con las primeras calles ya trazadas, Ramírez llega a una laboriosa comunidad en la que nahuas, otomíes y españoles se dedican a extraer obsidiana verde, turquesa y cantidades ínfimas de plata y estaño de los yacimientos de la pequeña Sierra de Magdalena, dejando a los misioneros poco tiempo para sus labores. Además hay otro problema: los franciscanos llegados de la Congregación de Todos los Santos e Ilhuicatépetl deben lidiar con miembros del clero secular que han construido la ermita y reclaman para sí el derecho de evangelización.

Aún con estas condiciones en contra, Ramírez reanuda las labores que fray Toribio y fray Andrés le asignaron: la conversión de los naturales al cristianismo y su instrucción, así como la transcripción de las historias y preceptos morales de éstos, para lo cual acude todas las mañanas al atrio de la capilla a atender a los pocos niños e indígenas que no están ocupados en las minas. Ramírez se instala frente a la cruz y fuma de la pipa de barro mientras los espera.

Los frailes se asumían como defensores de los indígenas. Su labor de aculturación incluía elaborar gramáticas y diccionarios de las lenguas vernáculas, labor que Ramírez inició con celo apenas establecerse. En poco tiempo su celda se llenó de numerosos papeles y pieles curtidas escritas con tinta negra y roja. Algo en esa labor no termina de convencerle, le parece ficticia, quizá por el hecho de que, desde su llegada al territorio conquistado, sólo se ha hecho pasar por misionero, sin haberlo sido, mientras los secretos adquiridos en Ajaltok’ov laten aún en sus pensamientos.

Las órdenes mendicantes tenían un objetivo claro. Su ideal era fundar en las Indias una iglesia renovada, un cumplimiento de la historia, de la profecía bíblica que preparaba la segunda venida de Cristo. Fray Baltazar, quien se proclama cronista y comparte con Ramírez la misma labor encomendada por fray Andrés, transcribe los testimonios de los naturales, lecciones transmitidas de boca en boca que a menudo requieren de los dibujos con que se realizaba la escritura de aquellas tierras. Ramírez lo hace igualmente, procura ser fiel a las palabras, a los sentidos, a las ideas. Fray Baltazar no es así. Presa de su misión, partícipe de la mentalidad de su tiempo, introduce añadidos de carácter cristiano, cambia los nombres de los dioses por el de Dios, el de las tzitzimime por Satán, modifica los sentidos de esos testimonios para convertirlos en instrumentos de conversión para aquellos mismos que los han conservado y transmitido.

Ramírez entiende lo que su gente ha hecho en estas tierras, entiende por un momento breve por qué un lugar lleno de miles de personas ha sucumbido ante unos pocos conquistadores, lo entiende mientras los escucha, mientras el fraile a su lado oye y altera. Entiende que todas las reglas tradicionales no fueron seguidas, que los códigos mismos que regían la guerra fueron violados por los invasores. Entiende que los indios perdieron contra un enemigo dogmático que subvierte las leyes de todo lo que ellos conocen. No hay mayor ficción que la evangelización, la enajenación última que permite que continúe la esclavitud, la aculturación, la peste, el saqueo, la brutalidad.

Respetar el testimonio de la palabra antigua es su perdición. Pronto los miembros del clero secular elogian la labor de Baltazar y desprecian la de Ramírez. Pronto empieza a vivir como un pedigüeño, un mendigo que sobrevive gracias a la caridad de los indios y que duerme las frías noches en las calles. Fray Baltazar ocupa su celda y participa en las labores que piden a la Capital nombrar ministros religiosos, asignar un encomendero, un alcalde, más españoles que ayuden a poner orden al crecimiento de población, a registrar las minas, a construir más viviendas feudales y ampliar el trazado de las calles; para que lleguen más indígenas que sirvan como mano de obra, mientras los conquistadores se embriagan en las cantinas y los naturales se hacinan en la cárcel.

Repudia que los indígenas, aún evangelizados, tengan prohibido entrar a las capillas que ellos mismos construyeron, repudia que se arrastren de rodillas por el atrio, sin poder entrar. Se sorprende al verlos, durante los autos sacramentales, vestidos como santos, como vírgenes, presentando a sus animales vivos para las representaciones de la expulsión del Paraíso, del juicio final. Y sonríe para sí al descubrir que aun así adoran en secreto a sus dioses, esculpiéndolos, pintándolos como una corte de vírgenes y santos derrotados.

La furia vuelve a él y, con ella, el olor a humedad que lo acompañaba siempre. Por las mañanas enciende la pipa de barro y reúne a los indios. Les cuenta, en su lengua, las visiones de grandeza del Mayapán, de la región quiché, de Ajaltok’ov. Alza la voz en las calles y les habla del mundo futuro, un mundo en el que dejarán de estar sometidos a la tiranía de los signos y las estrellas, uno en el que decidirán su propio destino, más allá de la ilusión en que los sumen los evangelistas.

Esto coincide con el regreso de aquella enfermedad que casi lo mata al pie de la laguna. Los síntomas lo postran, lo torturan. Imagina que es un castigo por su insolencia, por su apostasía, pero no calla. Habla hasta caer desmayado, un día, otro día, y la personalidad que adopta le da un carácter místico. Los indios dejan de llamarlo temachtiani; comienzan a llamarlo tlamatini, sabio, mago, protector del testimonio destruido. Y no pasa mucho tiempo antes de empiecen a llamarlo tata.

En secreto, Ramírez comienza a revelarles el futuro, a realizar invocaciones a Ajaltok’ov. Y, en su delirio, cree que éste le responde, que le dice que está equivocado, que no hay más que rendirse al destino. Pero él se niega para atravesar esa brecha, para ser el hombre en esa brecha, el que modifica su tiempo e incide en los tiempos que vendrán.

Entonces algo en él cambia, cambia para siempre una noche de marzo. El dolor le tiene retorciéndose mientras duerme a la intemperie en el atrio. El pecho le duele y palpita sin control, se siente mareado, no puede levantarse y le cuesta trabajo tragar su propia saliva. No sabe, cada vez que despierta, si se ha quedado dormido o se ha desmayado, pero en uno de esos ensueños lo ve, a su Señor Ajaltok’ov, su único señor, mostrándole en las estrellas el porvenir, en el león y en la balanza, en la virgen en el cenit. Los ve con claridad, observa las ruedas de los siglos en sus movimientos circulares que revelan que el tiempo es todo y es uno. Mete la mano en su túnica y aprieta la pluma de buitre entre sus dedos, se ve a sí mismo con total claridad, en los momentos de miedo: cuando asesinó a su hermano, cuando asesinó a su amada, cuando pasó por las pruebas para ser sacerdote en la ciudadela. Se ve a sí mismo en otro, en otro que lo escribe, que lo narra, que inventa su destino y teje lentamente para él una vida miserable y dolorosa. Entonces el odio vuelve. Entonces el dolor cede.

Se levanta, resiste, acalla los jadeos y camina furtivamente con dirección a la celda de Baltazar. El fraile duerme con placidez, apenas siente las manos que lo asfixian y le arrebatan la vida aquella noche de marzo. Ramírez vuelve al atrio y se duerme. Por la mañana, otro de los miembros de la orden le informa que puede ocupar su celda de nuevo.

 

 

 

 

Rafael Tiburcio García (Villahermosa, 1981). Escritor, melómano y locutor. Vive en Pachuca. Es pedagogo y maestro en Estudios Humanísticos en Literatura por el ITESM. Ha colaborado en La Revista de la Universidad de México, Marvin, Círculo de Poesía, Vozed, Página Salmón, Planisferio y Melómano. Edita la revista Espejo Humeante. Produce y conduce los podcasts Espejo Humeante e Indisciplina. Es autor de la novela Rabia | Ikari (Cecultah, 2015), mención especial en el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada 2016, y de Cuentos de bajo presupuesto. Edición facsimilar (Cecultah, 2014), Premio de Cuento Ricardo Garibay 2014. Obtuvo el primer lugar en el Concurso Nacional de Literatura ISSSTE 2018 por su poemario Elegías, así como una mención honorífica en el Primer Premio de Libro de Cuento Imaginación y Futuro 2021, organizado por MexiCona, por su libro de cuento Entre las grietas. Gestiona sus redes como @juancorvus.