Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Vecinos

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Por Joantan Frías 

16 Noviembre 2020

 

Los vecinos suelen ser por naturaleza molestos. Son ruidosos, sucios y entrometidos. Viven atentos a cada movimiento, hábito y hasta visita. Nos conocen mejor que nosotros mismos. Claro, siempre puede caber la suerte de que nos toquen vecinos considerados, atentos y hasta amables, en cuyo caso lo más sensato es sospechar. Nada bueno puede salir de un vecino bien intencionado.

Vivo en un fraccionamiento prácticamente nuevo y fui de las primeras personas en venirse a vivir aquí. Recuerdo que en esos días éramos tan pocos los vecinos que bien podría decirse que no vivía nadie en esas casas desperdigadas como isla. Las calles se vaciaban antes de las nueve y el silencio era lo más habitual entre nosotros. Había una sola tienda y ni pensar en otro tipo de negocios.

Pese a ser tan pocos, pronto una vecina dio muestra de su carácter. Nada le parecía. Sencillamente ella quería dictar, literalmente, hasta el color que elegiría cada quien para sus rejas: es que luego la calle se va a ver bien fea como capirotada, decía. Llamaba a junta vecinal cada semana. Sí, nos llamaba a su casa a los cinco vecinos cada semana para discutir cosas concernientes con la seguridad o los límites permitidos respecto a fiestas o visitas. Límites que ella era la primera y la única en transgredir. Por supuesto nadie iba y eso provocaba su molestia y sus resoplidos.

Nos dejaba notas debajo de las puertas donde nos explicaba detalladamente las faltas en las que habíamos incurrido la semana en turno. ¿Cómo podía incurrir en alguna falta si ni siquiera estaba en casa? Pues por lo visto no estar en casa era una falta. Por entonces mis horarios me tenían fuera desde muy temprano hasta muy entrada la tarde en que llegaba para encerrarme y no ver a nadie. Cosa que sigo haciendo, por lo demás. No ver a nadie, quiero decir, porque mis horarios hoy me permiten estar en casa hasta pasadas la diez de la mañana y eso también es causa de amonestación, según la nota que recibí esta semana. No me puedo dedicar a nada bueno si permanezco en casa hasta semejante hora del día.

También estaban los otros vecinos, los que vivían a seis o siete casas, pero que el entusiasmo que demostraban en sus discusiones domésticas era tal, que lo compartían con todos los demás. Por sus proverbiales pulmones nos enteramos de la amante del vecino, de sus rutinas, de la forma tan torpe en que lo escondía y de cómo no importaba que ella no tuviera pruebas, lo importante es que no tenía dudas. Nos enteramos de cuanto traste lanzaron, de las noches que no lo dejó entrar, de cuando le llamó a la policía y de cuando —asumimos todos— por accidente fue al perro al que le pegó con esa chancla. Alguna vez recibí una invitación a su casa —también por escrito— porque querían que opináramos sobre si la conducta de la vecina era exagerada o estaba bien fundamentada. La proporción de dicha muestra de civilidad me rebasó y decidí no asistir. A ellos al parecer no les importó y esa misma madrugada nos compartieron otro episodio de su desastre matrimonial. Ese en particular incluía información sobre una amante anterior, al parecer, dueña de una tienda de abarrotes.

Con todo, éramos tan pocos que funcionaba. La cosa se movía con cierta tranquilidad y en términos generales nadie se metía con nadie. Pero ahora que no hay espacio vacío, que no hay casa deshabitada, que no hay momento donde no haya un montón de gente en la calle, que los vecinos se agrupan para tirarse caca —literalmente— unos a otros, que las amantes ya no son las compañeras del trabajo del marido o las tenderas, sino la vecina de la otra calle, la cosa es francamente insoportable. Cuando no están tocando la puerta para pedirme que done para la construcción de una iglesia, están con la música tan alta que es prácticamente imposible estar tranquilo en casa. Yo sé que les entusiasma lavar su coche con música de banda a todo volumen, pero por qué tiene que ser en domingo a las ocho de la mañana, por Dios.

La vecina de las juntas semanales nos sigue convocando y nadie, obviamente, asiste ni por accidente. Pequeño detalle que hace que nos ganemos sus miradas condenatorias cuando llega a darse el incómodo momento de que nos encontramos en la calle. Cosa que por lo demás ocurre todo el tiempo, porque se la pasa en su puerta, escoba en mano, nada más viendo qué hacemos o dejamos de hacer.

Toda la colonia se entera de cuando llega mi vecino de enfrente porque, parece ser que impedido por alguna condición desconocida por los demás, es incapaz de bajarse a abrir su reja él mismo para meter su coche. En su lugar, puede pasar hasta veinte minutos tocando el claxon para que salga su esposa o alguno de sus hijos a abrirla, mientras él espera dentro de su carro con la música a todo volumen. Con los gustos musicales no me meto, cada quién escucha lo que quiera en su casa y además, como si uno mismo se la pasara escuchando Turandot toda la vida.

También está la vecina acomedida que esta semana vende tamales y la siguiente tacos. Pasa de puerta en puerta a invitarnos a comprarle día tras día y donde no vayas, te ganarás la fama de mal vecino, de poco solidario y hasta de díscolo. Perdón, pero me gusta cocinar en casa y sus charolas de fruta picada con granola no se ven de lo más higiénicas que digamos.

La pandemia, claro, ha sido tema de debate. Los grupos, hasta donde me han comunicado —siempre por escrito o mediante la vocera, que es la señora de la tienda—, se dividen entre los que creen en el bicho y los que asumen que es una mentira del gobierno para meternos a todos en las casas y que no nos demos cuenta de alguna clase de plan maquiavélico. Yo, por mi parte, apenas si atino a medio sonreír cuando me preguntan qué opino. Decirles que son una bola de retrogradas analfabetas o que sencillamente me vale madre, que yo sólo quiero dos conchas de chocolate y un litro de leche, no es opción, así que me limito a quedarme parado con mi media sonrisa, esperando mi dinero, que aún está en la mano de la tendera y que al parecer no me dará hasta que no le confirme si el bicho es real o no.