Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Una nube de mosquitos

Autor: Ramiro Padilla

Noviembre 2023

Ellos el matrimonio ejemplar. Ellos que han hecho de la planificación un mantra sagrado. He pensado que según mis cálculos, deben llevar una agenda apretada de emociones. Quizá una tabla de colores para cerciorarse de que su humor se corresponda con lo que les ha pedido su terapeuta. Mire usted, andar de malas una vez al mes es bastante sano. Sirve como reinicio. Me imagino a la vecina yéndose a la cama en la noche, preparándose para andar de malas el tercer viernes de cada mes. Imagino también la tabla de colores que se necesita para verificar que esté todo en orden. Las emociones positivas van en azul, la indiferencia en amarillo y el mal humor en rojo. Deben mantener el equilibrio entre el amarillo y el azul, mientras que el rojo  se usa como excepción. Así los he visto desde que son mis vecinos. Dios los hace y ellos se juntan. A él le veo las cualidades perfectas de un mandilón.

 

 

Quizá aquí podría hablar de un puente que une a Freud y Sartre. Lo edípico con lo co dependiente. El tipo necesita a su mujer para existir. Eso es muy Satreano. El tipo le dice mami para todo. Sé que estoy especulando, pero me gusta la especulación. Es parte de la diversión. Pero por otra parte, ha de ser terrible vivir así. Y vivir así por supuesto tiene consecuencias. Lo digo porque acabo de regresar de ayudarle a empacar al vecino. Ella le ha pedido el divorcio. El tipo se ha aguantado las lágrimas en mi presencia, si por mi fuera lo abrazaba para que se desahogara. La vecina se está quedando con su mamá a la espera de que se vaya. Me ha dicho que esas vacaciones a la montaña reventaron el matrimonio. Y yo pienso en la palabra reventar. Si un matrimonio es una burbuja que está construida de algún material susceptible de ser reventado estamos jodidos. Me lo dice mientras carga una caja de libros. Al tipo le encantan la superación personal y la inspiración. Tiene todos los libros de Dale Carnegie, el de Napoleon Hill, Eckart Tole y toda esa fauna. De repente entiendo el por qué de sus actitudes. Todo es un mantra. Sé un poco del tema por una compañera del trabajo que me dice que nosotros debemos decretar. Que está leyendo a una autora buenísima de metafísica. ¿meta qué? Metafísica. Qué vas a saber tú, me dice. Todo te vale madre. Y creo que parte del mensaje se me ha quedado porque ya sé lo que es un decreto. No sé, como que estos autores de superación personal  se han convertido en una especie de santos laicos. Como mi compadre Rafa y su foto del fundador de alcohólicos anónimos en la parte más visible de su sala, los once pasos y el sólo por hoy. Creo que son variantes del mismo tema. El vecino me ha hablado antes de esos temas con especial devoción, del coaching y los cursos de tu vida en acción. Pero parece que no le ayudaron mucho. Uno de los libros de la caja se le cayó en el camino al carro. Cuando lo levanto veo que tiene muchas marcas. A mí en particular no me gusta rayonear los libros. Tiene frases como, ¡qué emoción de que esto me esté pasando en  esta etapa de mi vida! Y cosas así. Lo sigo mientras pienso en la casa. Es extraño.

 

 

Cuando has vivido en un lugar muchos años, ese lugar llega a un punto de equilibrio. Las cosas de él, las cosas que pertenecían a un lugar específico, ahora cambian de lugar. La mitad del closet se ha vaciado, algunos cuadros, sus libros. En su cama están sus trajes cubiertos con unas bolsas de limpiaduría. Por un tiempo la casa se mirará medio vacía, y la energía que desprenden esas cosas con dueño se irá diluyendo. Al menos eso pienso yo. Cuando salgo el tipo está recargado en su vehículo. Está recostado sobre  la puerta. Tiene la cabeza recargada sobre el antebrazo. Mira hacia el asiento trasero sin mirarlo. Rodeo hacia la otra puerta y tiro su libro. Le pregunto si quiere una cerveza y acepta. Estoy a un par de casas por lo que regreso de inmediato. Nos sentamos sobre la banqueta. Le da un par de sorbos a la cerveza y se quiebra. Llora por encima de los lentes. Cada tanto se los quita y los limpia con la parte inferior de la camisa desfajada. Esa es una señal de quebranto. Quizá sea él la persona más pulcra que conozco. A pesar de tener una barriga ya un poco pronunciada, las camisetas que viste debajo de las camisas son de un blanco glorioso. Un blanco que contrasta con el pelo en pecho, que de manera rebelde le llega hasta el cuello.  Llora quedito al principio. Hace exactamente una semana salían de vacaciones. Lo sé porque venían repitiendo la rutina desde hace varios años. También sabía de las manías de ella. Su inseparable libreta, tan importante como su bolsa de cosméticos, sus plumas bic de colores para señalar todo y hasta el corrector para ir borrando cosas. Me dice que  ha sido exactamente como todos los años, a excepción del repelente de mosquitos. Que cuando llegaron a la cabaña su esposa se ha dado cuenta que su programa se ha ido al carajo porque se le olvidó el repelente. Llegar a la cabaña no es un asunto menor, porque la carretera está a cuatro horas. Se requiere un vehículo de doble tracción para llegar a esa colina. Bajar de nuevo a buscar el repelente no es opción. Me dice que al principio no le dio importancia porque hay cosas peores. Sospecho que hasta eso lo ha sacado de ese raro optimismo casi sicótico que te dan los libros de superación personal. Tú todo lo puedes, tú eres el creador de tu destino, eres un tipo excelente y lo sabes y ningún repelente de mosquitos va a evitar que disfrutes esas vacaciones acompañado de un adolescente que por primera vez en su vida no estará conectado a las redes sociales y de una mujer cuya mínima variación en la rutina le sobrevendrá en un ataque de ansiedad. Eso pienso yo mientras me lo cuenta. No habían terminado de bajar las cosas cuando una nube de mosquitos feroces los atacó, sedientos de sangre humana, vampiros milimétricos hambrientos. Ella buscaba frenética en las bolsas etiquetadas para todo. Suero, vitaminas, anti veneno. Todo estaba, absolutamente todo. Quizá con eso podrían sobrevivir un apocalipsis zombie, pero no un ataque de mosquitos. Y mientras buscaba, tiraba todo a sus espaldas, algunas cosas se estrellaban contra el piso, con  el vecino intentando racionalizar el asunto. Mientras se daba cuenta que la cabaña no tiene ningún tipo de mosquitero, y que a pesar de estar a punto de oscurecer el regreso a la civilización es imposible. No hay señal ni electricidad. La idea es alejarse de las comodidades del mundo civilizado. Bueno. Esa era la idea.

 

 

Me cuenta entre sollozos que su mujer ha tenido un ataque psicótico. Que se ha volteado hacia él y le ha recordado cosas de hace diez años, de hace quince. Me dice que solo atinaba a ver a su hijo en el fondo observando un teléfono que no tiene señal. Su hijo no sabe cómo lidiar con una madre que le controla hasta los mínimos detalles. La ropa incluso está acomodada por color en las gavetas. Deposita la cerveza en la banqueta y vuelve a hacer el movimiento de limpiar los espejuelos. Oscureció entre el sonido infernal de los zumbidos. Hace demasiado calor como para siquiera cubrirse con una sábana. Han estado totalmente sudados, y el tiempo se ha vuelto estático. Ella le ha seguido gritando, pero ha hecho un pacto con sí mismo para jamás levantarle la voz a su mujer. No sabe cómo. Detesta las discusiones, ha preferido dejarse llevar por lo que diga ella para según mantener el equilibrio. Pero no ha funcionado. Su hijo estaba acostado en un catre en el otro extremo de la cabaña. No tiene a donde ir, tiene miedo a salir porque no sabe si habrá algún animal venenoso y nocturno allá afuera. Así le ha dicho su mamá. Y el vecino me dice que después de cuatro o cinco horas de discusión un sentimiento desconocido se ha apoderado de él. Me lo dice mientras intenta controlar el llanto. Algo que emergió de lo más profundo, un coraje ciego, un borbotón de palabras articuladas, diseñadas para causar la mayor cantidad de daño posible, palabras acumuladas allí, en el subconsciente, propugnando por salir, palabras guardadas bajo el candado de la falsa fiesta del bienestar vendido por sus libros de superación personal. Un rencor en perfecto estado de salud que como fantasma de cuento aparecería en el momento menos adecuado. Una energía maligna, una energía que lo mantuvo en pie hasta el amanecer.

 

 

Ella tuvo que callar. Ella que lo ha observado primero atónita, luego indignada, ella que ha intentado contestar pero el coraje le gana, llora, se jala los cabellos. Se calla unos instantes mirando hacia el cielo. Se siente desahogado. Luego  mi vecino se levanta. Todo es una mentira me dice. Y con parsimonia baja la caja de libros de superación personal y los vacía en el bote. En la parte trasera de la camioneta están los enseres para preparar la carne asada. Saca el líquido para el carbón y los va humedeciendo uno por uno. Mientras lo hace sonríe. Arrima un bote de basura y los tira. Luego prende un pedazo de periódico y los incendia.  Me levanto y observo el bote. Un rito ancestral, los machos alrededor del fuego. Todo es una puta mentira, me dice de nuevo. Ya no llora.