Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Una manzana en el auto

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Por: Julieta Arévalo

16 Agosto 2020

Aunque estoy dormida aún, en el fondo de mis responsabilidades sé que debo despertar. Intento abrir los ojos, incluso siento que alguien me está mirando: el gato frente a mi rostro busca saber si estoy viva.

No sonó la alarma. Las 8:50, es día de junta, voy tarde. Me lavo la cara y aplico baño francés, salgo deprisa con una manzana en la mano. Tiene un hoyito, lo que me lleva a pensar que adentro hay un gusano, lo que me lleva también a recordar el sueño que tuve. De mi boca salía un cabello, lo iba jalando, pero era infinito, así como cuando uno limpia la regadera y se topa con pelos acumulados en la coladera que salen y salen. Qué angustia, joder, creo que cené demasiado tarde y no logré descansar.

El coche tarda en encender, lleva semanas varado. Por fin arranca. Olvidé cargar el celular, así que prendo el radio. No logro sintonizar más que la estación donde ponen música del ayer. Me voy por el atajo para llegar más rápido al periférico: una alberca, Acapulco en Semana Santa, Tepetongo, esto es irreal.  Veo cómo poco a poco el rostro de los conductores que van a mi lado se transforma. Los vendedores de semas hacen su agosto, el de periódicos y comida chatarra también. No me resisto y le grito al de las semitas. Cuando se acerca siento un escalofrío, no alcanzo a ver la mirada en sus ojos por más que intento escudriñar. El miedo se acentúa cuando le doy las gracias y me dice: “cuídese mucho, amiga”.  Avanzamos a paso de tortuga. Bajo la ventana, se escucha reggaetón mezclado con baladas y la voz de una conductora de noticias llega desde lejos. Un grito agudo la interrumpe y cimbra nuestra alberca motorizada. Por un momento el ruido de los autos se congela, hasta que escucho vidrios rotos. Primero uno, luego otro, otro y otro. Comienza la histeria de los cláxones. Escucho más gritos, después una detonación corta y seca. Los conductores están desesperados, transfigurados en angustia porque no logramos avanzar, pero sí avanzan las detonaciones y los vidrios rotos.  Miro a través del retrovisor. Unas botas estilo militar se acercan. De mi entrepierna sale una laguna caliente, mis dientes se golpean unos con otros, mis manos no logran sostenerse en el volante. ¡Dios mío!, lo invoco después de décadas de no hacerlo. Escucho los pasos, caminan lentamente, pero con autoridad. Mi corazón, ¡ay!, creo que va ir a dar al vidrio del auto que va adelante, no hay forma de pararlo. Justo en este momento Los Panchos cantan: Sin un amor el alma muere derrotada, desesperada en el dolor, sacrificada sin razón, sin un amor no hay salvación. carajo, no puedo apagar la música. Se que es demasiado tarde porque ya siento la presencia de alguien al lado de la ventana.  El metal está en mi sien. “No voltees, pendeja”, me dice. Le doy todas mis cosas. “Sólo porque mi mamá me cantaba esa canción te salvaste, perra”. Retira el arma con gran brusquedad que por un momento siento que ha disparado. Veo inclinarse hacia un lado la cabeza del conductor de adelante.  Mi orina se ha enfriado, mis huesos lo sienten, por fin logro apagar el radio.  La manzana ha permanecido impávida frente a la escena, no me queda más que darle una mordida.