Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Un poema en la oscuridad

UN POEMA EN LA OBSCURIDAD

Por Jaime Romero                                                                             Imagen: Brenda Vidal

16 Septiembre 2020

Un sábado fui a comprar un libro que me habían dejado leer en la clase de lexicología y semántica. Como en el Centro Histórico hay una calle de libros usados, me encaminé hacia allá. Por supuesto, iba a pedir el clásico “cinco dedos de descuento”, porque sólo los brutos compran libros o se enamoran.

Allá estaba al fin, entre los altos anaqueles de literatura mirando libros que no me podía comprar. Emocionado, descubrí una primera edición de El libro vacío de Josefina Vicens. Lo agarré como si agarrara una cosa sagrada. Miré embrujado sus hermosas hojas amarillentas. Respiré el romántico aroma del papel viejo de sus entrañas. Con el rabo del ojo cuidaba que no me vieran los empleados de la librería para meterme esa joya debajo de la camisa. Disimulando interés, agarré un libro más gordo. Me fui a otro pasillo para confundirme con una señora y una niña de lentes que miraban las enciclopedias. Le sonreí a la flaca muchacha que cobraba y, a punto de terminar mi operación, vi a una hermosa mujer con traje sastre mirando los best sellers de la entrada. Me sentí perturbado al ver sus uñas pintadas del mismo color amarillo que lucía en sus zapatos. Agarró un libro marrón. Leyó la contratapa poniendo cara de interés y, antes de seguir su camino, lo dejó sobre la mesa. Me tomó un par de segundos desprenderme de su figura que ya invadía mi mente. Una vez recuperada la razón, me escondí el libro bajo la camisa y, con seguridad, fui al mostrador para preguntar a la cajera si me hacía un descuento por el libro gordo. Lo puse en el mostrador como si pusiera una muestra de mi inocencia.

—No, muchacho —me dijo la señorita que atendía un tanto abrumada—, los precios son fijos. No puedo hacerte ningún descuento.

Yo ya sabía la respuesta. Puse mi cara más triste, alcé los hombros y dejé el libro sobre el mostrador. Ya ni pregunté si tenían el libro que necesitaba para la escuela. Al salir a la calle, la llamarada del sol me pegó en los ojos. Hice una visera con mi mano como lo hacen los apaches y, admirando la gracia de su caminar, seguí con la mirada a aquella mujer de los zapatos amarillos. Con el botín en la cintura, me detuve un instante para medir su trayecto entre la gente. Me sentía como un barco listo para zarpar a la aventura de otras tierras.

Sin pensarlo dos veces, me disfracé de nadie y la seguí. No sé si es delito pero ahí iba yo, con mi tesoro bajo la camisa, viéndola atravesar las calles como una diosa. Hasta me quise hacer de su religión en ese momento. Después de un par de cuadras, justo antes de atravesar el Eje Central, ella entró a una zapatería y, al amparo de la muchedumbre, entré yo detrás. Cuando volteó y se cruzaron nuestras miradas, sentí en sus ojos una navaja brillante desgarrándome de arriba para abajo. Mi corazón empezó a correr como una manada de antílopes. Ella dijo algo que no entendí por los nervios. Pensé que me reclamaba por perseguirla. Fingí demencia y, oliendo su perfume dulcísimo, me pasé de largo. Entonces apliqué el viejo truco de poner cara de muy interesado y, como si de veras fuera a comprar, me abandoné al arte de mirar zapatos. Por el reflejo de las vitrinas, entre  mocasines y medias botas, la alcanzaba a ver. Seguía la trayectoria de sus movimientos entre la gente que curioseaba. En una de esas, noté que me sonreía y fue cuando me di cuenta de que era una de las vendedoras. Los misterios de la vida. Me sentí idiota. Pude ver su rostro maduro. Al principio tuve vergüenza porque bien podría ser mi madre. Pero luego recordé las fogosas noches en las que había visto a un camarada tener sexo con su vecina mayor. Él nos cobraba veinte pesos por el espectáculo. Varios de nosotros nos escondíamos debajo de su cama y, cuando entraban al cuarto, los escuchábamos coger. “¡Dame por el culo!, nene”, suplicaba la mujer antes de explotar en un orgasmo. Mi amigo gritaba igual de desesperado. “¡No hay nada más maravilloso que coger con una mujer de experiencia!”, nos presumía mientras fumábamos mariguana una vez que su vecina se había ido y nosotros salíamos. Él era una especie de ídolo para nosotros. “Me ruega que se la meta por atrás”, continuaba, “¡y eso… es otra cosa!”. Se quedaba callado, encendía un cigarro y fumaba complacido como si no pudiera librarse del placer que había sentido. Yo nunca había tenido sexo de esa manera. Ahí estaba yo, pensando esas cosas, cuando llegó la mujer a mi lado.

—¡Hola!, ¿encontró lo que buscaba? —escuché claramente la textura de su voz azucarada.

Sin saber cómo, en segundos ya me estaba probando un par de zapatos de gamuza azul. Al mirar el gafete que pendía de su pecho, fue cuando descubrí que se llamaba Josefina Vicencio. Que se llamara así era un mensaje metaliterario. Una señal divina. Sin reparos, por instinto saqué el libro de Vicens y se lo enseñé. Ella me miró con extrañeza. Lo tomó entre sus manos y sonrió al descubrir el parecido de sus nombres en la tapa.

—¡Ándale! —abrió esos ojos miel—. Este libro por poco y lo escribo yo.

Me quedé mudo ante la astucia de su respuesta. ¿Qué pensaría si le digo que me lo robé?, me dije. Recordé cuando era niño y mi tía Rebeca me regañó porque la vecina de abajo me había descubierto saliendo de su casa con el Play Station de sus hijos. Al enterarse mi padre, me dio una paliza ejemplar con la fe irrevocable de que a golpes se exorciza el demonio del gusto por lo ajeno. Pero eso de robar se lleva en la sangre como una célula o un gen. No podía evitarlo.

—Se le ven muy bonitos, joven —dijo y se tomó la cintura con una mano.

—¿Usted cree? —respondí con mi mejor tono de voz—.

¿Y cuánto cuestan?

—En realidad, no mucho; considerando la calidad del zapato —dijo y a mí lo único que me importaba era ver sus labios carnosos y, dicho sea de paso, la forma curveada de su trasero.

Accedí a comprar los zapatos, lo confieso, porque lo consideré una inversión. Ella era perfecta. Cuando me formé para pagar, vi a Josefina tratar con otro parroquiano. Parecía muy amable y complaciente, hipótesis que me puso más caliente todavía. Pagué y, enmascarando mis verdaderas intenciones, decidí acercarme para darle las gracias y, en caso de ser posible, pedirle su teléfono. Al verla tan ocupada por un momento dudé. Pero recordé las palabras sabias de mi amigo: “A una mujer madura hay que hablarle derecho; sin vueltas ni acertijos mamones hay que expresarle la necesidad de sexo sin compromiso”. Me armé de valor y me le acerqué cuando la vi un poco desocupada. Se estaba haciendo una cola de caballo, mirándose en un espejo de las vitrinas.

—¿Te puedo invitar un café a la salida? —le pregunté directo, como había aprendido del genio de mi amigo.

Ella se puso un rebelde mechón detrás de la oreja, me miró sorprendida y, casi riendo, contestó:

—¿Un café?

Desde ese momento me di cuenta de que me dominaba.

—Sí, ¿qué tiene de malo? —traté de justificar mi estupidez.

Josefina me miró como halagada por mi atrevimiento.

Sonreía.

—Está bien. Salgo a las siete de la noche. Si regresas a esa hora, vamos por ese café —su voz fue una gaviota atravesando el mar de mis oídos.

Mi amigo tenía razón; hay que hablar derecho.

—Me llamo Manuel —me presenté extendiéndole mi mano llena de sudor.

—Manuel —repitió y me miró fijamente.

Yo sentí que en su boca se escuchaba bonito mi nombre por primera vez. Agarré mi caja de zapatos y, lleno de emoción, salí a dar una vuelta por ahí hasta que diera la hora pactada.

Regresé casi media hora antes. Me paré en la esquina de la calle y, para hacer tiempo, me puse a leer fragmentos de El libro vacío. No pasó mucho tiempo cuando vi que la tienda empezaba a bajar sus cortinas grises. A los cinco minutos salió Josefina por la puertita de en medio del negocio. Miró en ambas direcciones como buscándome. Se había cambiado la ropa, pero no las zapatillas. Se veía hermosa con una falda de mezclilla ajustada exaltando sus bondades. Yo atravesé la calle casi corriendo. Ella sonrió al verme llegar a la banqueta donde estaba. Caminamos rumbo a Bellas Artes, entre la muchedumbre y el mar de carros frenéticos.

—¿Trabajas por acá? —preguntó para dar pie a una charla.

—No. Yo estudio Letras en la UAM Iztapalapa —contesté sintiéndome un ser inferior.

Le conté brevemente de lo que se trata la carrera y ella me escuchó con mucha atención mientras caminábamos, cuando menos para mí, sin rumbo. Le hablé un poquito de su tocaya Vicens y ella se quedó fascinada. “Mi mano no termina en los dedos: la vida, la circulación, la sangre se prolongan hasta el punto de mi pluma”, cité esa frase que me había aprendido de memoria. Al llegar a la calle Perú, cerca de Garibaldi, ella me dijo que más que un café se le antoj ba una cerveza y, como si siguiera un caminito con migajas de pan, dobló a la derecha y me llevó a una vieja cantina llamada La Esperanza.

El mesero la reconoció en seguida y le ofreció, lo que me pareció en ese momento, su mesa favorita. Nos sentamos. La música de una vieja rockola era como la parte central del ecosistema que podía advertir en el lugar. Yo jalé una silla más y puse mi mochila encima.

—Toni —llamo al mesero—, tráenos dos combos, por favor.

El mesero sonrió tímidamente y, apuntando en una libretita, se dio la vuelta y se metió a la barra. Había poca gente. En menos de lo que cae un rayo, el Toni llegó a nuestra mesa con el servicio: una bandeja de chicharrones, un platito de limones rebanados y un salero. Yo estaba embelesado con los cuadros que colgaban de la pared y la poesía experimental que ilustraba el letrero del baño: un sombrerito para los hombres, y una sombrilla para las mujeres. Cuando llegaron nuestros combos (una cerveza y un caballito de mezcal), Josefina se puso muy contenta. Se frotó las manos, se quitó el   suéter, lo puso sobre el respaldo de la silla y, librando una enorme sonrisa, me dijo: “¡Salud!”. Conforme bebíamos, nos íbamos relajando más y más. Hablamos de varias cosas. Me contó parte de su vida. Yo la escuché con soberano int rés. Como un caballero eliminé mis necesidades y antepuse las suyas. El mesero iba y venía de nuestra mesa con nuevos combos. Nos miraba con cierto interés desde la barra. Eso me empezó a poner nervioso. Ya me sentía medio borra- cho. Fui al baño a mojarme la cara. Me miraba al espejo y me daba ánimos para proponerle a Josefina un encuentro sexual. “Directo y sin tapujos”, envalentonado, cité las palabras de mi amigo. Aunque la verdad, ahora que lo pienso, eso de “directo y sin tapujos” me parecía un acto violento. Josefina se había portado muy bien conmigo hasta ese momento, no tenía por qué ser un majadero con ella. Al salir del baño, con la reconfortante idea de llevar las cosas con calma, me entraron una especie de celos al ver al mesero ahí parado, con su trapo rojo en el hombro, al lado de Josefina. Se reían como si se conocieran de mucho tiempo. Ella ya estaba borracha. Como un atrevimiento o un golpe de estrategia, sin pensarlo, pedí la cuenta ante la mirada de sorpresa que ponía Josefina. El mesero, sonriendo amablemente, sacó su libretita, hizo la suma y me dijo:

—Son trescientos pesos, caballero.

Yo saqué mi cartera con algo de altanería y, dando gracias a mi dios personal por traer lo justo, puse los billetes sobre la mesa como si pusiera mi hombría. Josefina me agradeció la invitación con un gesto de complacencia y se puso su suéter.

—¡Está bien, Manuel! —me dijo mientras se pintaba los labios—, te ganaste la dicha de conocer mi casa.

Sentí la emoción de quien se saca la lotería. Agarré mi mochila, me la puse al hombro y, antes de salir, pedimos la caminera. El mesero, como si fuera un placer atendernos, nos trajo un par de mezcales más de cortesía. Josefina se tomó el suyo al hilo. Se tambaleaba un poco. Yo la seguí y me tomé el mío igual de rápido. Ya la cantina se empezaba a llenar cuando salimos a la calle a tomar un taxi.

—Estoy un poco cansada —se quejó mientras nos su- bíamos al carro—. Si no, nos quedábamos ahí; el ambiente se pone bueno más tarde.

Yo ardía en el fuego de quitarle ya la ropa. No dije nada al respecto.

Al llegar a la casa de Josefina, el zaguán estaba abierto. Era una vecindad de varias viviendas; por Indios Verdes. De su puerta salía una cortina floreada que me dio seguridad, tal vez porque me recordaba los manteles de la casa de mi mamá. Me acomodé la camisa y subí las escaleras detrás de ella. Sus chamorros prominentes me invitaban a acariciarlos a cada escalón que subían.

Al llegar a su casa, Josefina sacó un llavero, buscó entre varias llaves que traía hasta que dio con la correcta. Entré, y de golpe me llegó un olor a gato.

Nos sentamos en la mesa y yo, por los nervios, me puse a explicar la diferencia entre realidad y ficción como si eso fuera posible. Sentía su mirada atenta, aunque borracha. Luego, sabiondamente, le di algunos ejemplos de figuras retóricas. De pronto me cerró la boca con un dedo y me dijo al oído:

—¿No se te antoja besarme?

Intenté comer despacio de su boca pero me ganó el deseo el hambre mi derrota.

—No seas ansioso —me dijo.

Me miró con ternura. Me acarició el pelo. Me acomodó  el cuello de la camisa y, con un kleenex, me limpió la boca manchada de su lápiz labial. Luego me dio un beso de piquito y se levantó de la silla.

—Voy a traer una cerveza —me dijo— , ¿o prefieres unos tequilas?

—¡Tequilas! —dije y, sin saber por qué, me sentí indefenso.

Ahí olía a gato. Como soy alérgico, me comenzó a doler la cabeza. Josefina se apresuró a enjuagar dos vasos en la cocina. Sacó una botella de tequila a la mitad. Su casa se veía muy arreglada. En la pared alcancé a ver un reloj metálico que me llamó la atención. En un rincón, al lado de un mueble de madera, tenía muchas cajas de zapatos apiladas. Entonces, dominado por el impulso de mi sangre de rata, pensé que la humildad era pura apariencia. Recordé que mi amigo, el que se estaba cogiendo a su vecina mayor, nos contaba que la mujer esa hasta le compraba ropa y le daba dinero. Eso ya me parecía demasiado. Estaba exagerando el cabrón. Lo que sí era cierto era que ambos gritaban como si los estuvieran matando mientras cogían. Recordar eso me ponía la sangre en erupción. Yo ya antes había tenido sexo con mi novia, pero nunca me salieron esos gritos desenfrenados. Más bien me salían pequeños quejidos de perrito faldero.

—¿Y por qué estudias Letras, Manuel? —preguntó Josefina y encendió un cigarro.

—¿Tienes música? —quise cambiar la conversación.

Ella me encajó la mirada y sonrío con el pequeño vaso tequilero pegado a los labios. Se levantó y encendió su estéreo. Al escuchar la voz de Chavela Vargas, recordé los domingos familiares en que mis tías se emborrachaban entonando sus rasposas canciones. Me llamó la atención un solitario sillón rojo para tres que sobresalía como unos labios en la cara pálida de la pared.

—¿Tienes cartas? —me salió por los nervios al ver que ella se me acercaba.

—¡Qué!, ¿quieres que te las lea? —dijo cáustica, puso su vaso vacío sobre la mesa y, desviando su trayectoria, se fue a recostar sobre el sillón.

Ahí tendida, se desató el cabello delicadamente y, mientras se quitaba las zapatillas, se le asomaban dos piernas sabrosas entre la falda subida.

Me armé de valor y me senté al lado de sus pies.

—¿Cómo se llama tu gato? —le pregunté pensando que “un vaso vacío” tiene más poesía que “un libro vacío”.

—No tengo gatos, pero quiero uno —respondió como insinuando que se refería a mí, lo que me puso muy excitado.

—¿Te parezco bonita, Manuel? —dijo y se subió sobre mi regazo.

—¡Más que bonita, Josefina!, ¡más que bonita! —respondí y ya le estaba chupando las tetas.

Ella se hizo hacia atrás, aumentando mi deseo.

—¿No tienes miedo de que sea mayor que tú? —dijo con una voz que juzgué retadora.

—No —contesté como si en ese monosílabo cupiera una respuesta razonable.

—¿No le tienes miedo a nada? —me miró retadoramente.

Al juntar las bocas otra vez, supe que era ella quien me besaba. No yo. Hundía sus dedos en mi cabello. Sin dejar de despegar el aliento, en un acto digno de acrobacia se estiró y apagó la única luz que iluminaba la estancia; nos llenamos de oscuridad. Deduje que le producía vergüenza mostrarse desnuda. Sonreí. Al quitarme la camisa me llegó la ligera sensación de que alguien nos miraba. Me sentí incómodo. Sin pedir permiso, encendí la luz otra vez. Josefina no se opuso y me metió la mano tan al fondo del pantalón que ya no pude pensar en otra cosa. Me entregué a sus caricias. El sabor a cigarro de su boca me inundaba los sentidos. Nos besábamos con hambre de verdad. Las venas hinchadas de su cuello me invitaban a mordérselo. Así lo hice. Ella se retorcía como endemoniada. Sus gemidos me traspasaban los huesos. Como si fuera una urgencia, se levantó, me bajó el pantalón y empezó a chupármela con maestría. Nunca había experimentado algo parecido. Estaba derrotado ante aquellas embestidas.

—¡Métemela hasta el fondo, Manuel! —sentí que esas palabras eran una orden extraña— ¡Ahógame, por favor!

—y me agarraba de las nalgas.

Yo empujaba con todas mis fuerzas. Sentía la saliva cálida de su lengua empaparme. Las paredes de su garganta me imponían un límite que quería quebrar. Al verla lagrimear y tomar aire después de salir a flote, estúpidamente me sentía un macho alfa. Algo que no conocía se me esta- ba despertando. Yo la agarraba del cabello y, esperando lo mejor para el final, no dejaba de pensar en la hora de entrar por “el camino viejo”. Lo que derribó cualquier barrera entre nosotros fue su mirada anclada a mis ojos mientras me daba placer. Inesperadamente, los ojos me empezaron a llorar a mí también. Y es que soy alérgico. Pero no me importaba nada. Para mi fortuna nos pasamos a la recámara. Ahí era otro mundo. Un universo josefiniano, pensé. La tenue luz de una pequeña lámpara acentuaba su intimidad. Por un momento me sentí un extranjero en esos terrenos femeninos. Estaba todo desordenado: la cama destendida, una taza de café con varias colillas de cigarro y ropa tirada por todas partes. Se respiraba una libertad dionisiaca. Sentí vergüenza al pensar en lo triste y ordenado de mi cuarto. Por la ventana entró un aroma de gardenias que reconocí mientras ella se quitaba los calzones. Yo ya estaba desnudo.

Me le fui encima. Ahora intenté dominarla. Ella cedía ante cada caricia que le daba. Sus movimientos apasiona- dos me obligaron a lamerle la entrepierna y subir por su espalda delgada.

—¡Cógeme, Manuel! —imploraba—¡Ya cógeme, por favor!

Entonces consideré pertinente aprovechar la temperatura para llegar al momento final. El calor de nuestros cuerpos era uno mismo. Empezamos a coger con desenfreno. Yo ya estaba muy emocionado cuando, para mi sorpresa, me dijo:

—¡Pégame! —me suplicó como poseída por un demonio masoquista—. ¡Jálame el cabello con fuerza!— seguía y se convulsionaba.

Me sentí un hombre hecho de papel crepé.

—¡Pégame, chingada madre! —ordenó como una generala— Anda, Manuel, ¡pégame fuerte!

Le di una cachetadita, casi una caricia en la mejilla.

—¡Así no! —me gritó—¡Así, mira!—y sentí un verdadero madrazo en la cara que hasta vi lucecitas.

Espantado, le regresé una cachetada con ganas. Ella lo disfrutaba. De alguna manera, yo también lo empezaba a disfrutar. Pero me empecé a sentir observado otra vez. Me puse alerta. Paranoico, pensé en la posibilidad de que nos estuviera viendo el mesero de la cantina. Uno nunca sabe. Me entró una desconfianza terrible. Los ojos me empezaron a llorar y la garganta me dolía. Me detuve. Me hice para atrás. Josefina se quedó tumbada. La forma de sus costillas se pronunció entre su carne. Imaginé dar rienda suelta a mis más negros deseos sin importar las consecuencias. Ya iba yo, cuando vi a un pinche gato amarillo ahí parado sobre su escritorio como si fuera una puta esfinge. Me encabroné; era natural.

—¡No que no tenías gato! —le hice saber la causa de mi enojo.

—No es un gato —dijo—; es una bruja que se hace pasar por gato.

Me dio risa su respuesta. Nos volvimos a emparejar. Sentía sus pechos abiertos chocar contra el mío. Estaba en otro mundo. Enloquecía más y más hasta que Josefina intentó meterme un dedo por atrás.

—¡Órale, espérate! —protesté e intenté zafarme del abrazo de sus piernas.

La empujé con una mano. Ella me agarró del cabello con fuerza.

—¡Se siente rico! No seas tímido —insistía poniendo suavecito sus palabras en mi oreja mientras me sometía—.

¡Tú déjate querer, chingada madre! —y, mordiéndose un labio como lo hacen los que están realizando una tarea que implica mucho esfuerzo, empujaba su mano contra mi descubierta humanidad; mi última frontera.

Con sus reglas, jugábamos su juego: yo era el juguete. Me dejé llevar. Sentí cómo me nacía desde lo más profundo de mi ser una violencia desconocida. Por un momento pensé que iba a morir porque, como en las películas, me pasó mi vida por la cabeza en un instante. Involuntariamente mis ojos se pusieron en blanco; estaba ciego. Luego todo se hizo silencio hasta que estallé en un poderoso grito que me liberó por completo. Josefina se hizo a un lado de la cama. Yo estaba completamente bañado en sudor. Un temblor o estremecimiento incontrolable me sacudía por completo. Me faltaba el aire. Después me llegó una enorme tristecidad: una mezcla rara entre tristeza y felicidad. Ya antes me había pasado. Sentía una claridad infinita en mis ideas: lucidez. En ese momento pensé que, si no estuviera escrito, yo mismo podría escribir el Ulises de Joyce o el Tractatus Logico Philosophicus de Wittgenstein. Josefina se levantó a apagar la luz se llenó de sombras el ambiente.

Tendidos sobre la cama uno al lado del otro como dos ciegos nos quedamos disfrutando el aire fresco de la noche.

—¿Te gustó, querido? —me bajó de mi nube Josefina y, mientras encendía un cigarro, con esa flama azul del cerillo, pude verle una hermosa sonrisa que le nacía desde algo más hondo que sus labios.

—Eres un poema hecho carne —respondí mamonamente.

—¡Estás loco! —dijo ella sonriendo, se levantó y se puso a fumar mirando por la ventana.

—Oye, ¿cómo se llama tu gato? —pregunté al verlo deslizarse hacia su regazo entre las sombras.

Ella lo acurrucó entre sus brazos, le dio un pequeño beso en el lomo y siguió fumando.