Un lugar en la pasarela

Autor:Víctor Cuchí Espada

Mayo 2025

 

1

—¡Ay, era un hombre hermoso! —dijo Sylvia dejando el libro sobre la mesa.

—¿Era? —repuso Fernando mientras apartaba los ojos del menú.

—No sé, ustedes lo conocen mejor.

El rostro de Sylvia se iluminaba: tenía a sus profesores donde los quería, y de verdad que desde hace mucho que le interesa la figura de Julián Bigas Padilla.

Transcurrían las primeras horas de la tarde. Un aguacero fuera de temporada había oscurecido los pedregales y, pese a los ventanales del restaurante, ingresaba poca luz y mucho aire frio.

Gonzalo bajó la mirada. En torno suyo se podía distinguir varios de los asistentes al coloquio que sobre el futuro de la democracia la Universidad Nacional había convocado para discernir lo que sigue en estos tiempos. Lo único que tenían en común eran las flores rojas en el centro de las mesas; en todo lo demás se podía deducir que la mitad de ellos opinaba que grandes cambios estaban en ciernes, mientras que la otra mitad estaba convencida de que sería su última cena decente antes de que la Revolución arrasara con toda la vida civilizada.

Gonzalo y Fernando estaban en tierra de nadie y en el fondo de sus inconscientes ello les representaba el lugar donde nunca quieren estar. Gonzalo no podía salir de su semblante pensativo y Fernando siempre parecía que estaba al borde de una gripe, así que ordenaron. Sylvia entonces sacó su celular y les invitó a que la escucharan: quería leerles algo, el último artículo del personaje que esa tarde hablaría ante la comunidad universitaria en el coloquio de marras en la Sala Mexicana de la Biblioteca Nacional. Sin embargo, había que reconocer que mejor hablar acerca de Julián Bigas Padilla que seguir con el lunfardo.

La amarga realidad

Franquearon las entradas, rompieron los sellos. Entraron como el mar a través de una esclusa rota. Y todo lo impregnaron con su salitre. Como en un cambio de época, nada será como antes desde aquel 6 de enero de 2021 cuando los maniacos se apoderaron del santuario del único imperio democrático del mundo.

Antiguamente los bárbaros estaban ante los portales, debajo de las altas murallas. Como bien sabemos, la Gran Muralla de China fue ideada por el emperador Shin para preservar la civilización y el refinamiento de su cultura y no tanto para mantener afuera a aquellas tribus cuya forma de vida era ajena y hasta opuesta a la civilización. Antes que Huntington, aquel monarca vio algo evidente desde hace siglos, quizás antes, y definitivamente después: la civilización no es para todos.

Y agregaría: el derecho a pertenecer a ella se debe ganar. Quien haya visto imágenes de la vida urbana puede intuir que la vida ordenada es un barniz, como si siglos de instrucción no pudieran penetrar hondamente en la animalidad. Sin embargo, hay pueblos que han podido disciplinar sus pulsiones y construir estructuras que halagan a la humanidad desmintiendo, al menos a mi juicio, aquellas palabras de Orson Welles dichas en The Third Man.

“Recuerda lo que dijo nosequién: en Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras, matanzas, asesinatos… Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!”

Denme más tiempos pacíficos en lugar de turbulencias; prefiero el reloj de cuco si esto me permite caminar por las calles.

¿Podemos plantearnos que hoy día vivimos en una crisis civilizatoria? ¿Que en cualquier momento veremos a los galos atacar nuestras murallas sin que una parvada de gansos sea capaz de dar la alarma porque estaremos tan envilecidos que no seremos capaces de defendernos?

Roma cayó, dicen algunos, porque adoptó el modo de vida de los bárbaros y, peor aún, realmente creyó que éstos tanto se habían romanizado que hasta agradecidos estarían de su nueva cultura. Resultó falso. Gibbon lo avisó en su magna obra sobre la decadencia del Imperio Romano. Así que ¿cómo asombrarnos cuando vemos en las redes sociales y en la prensa como en tiempo real una turba invade un parlamento, pronto a deshonrar a los legisladores y matar a la democracia, un sistema que en verdad no se merecen y que, de todos modos, la masa no desea?

La democracia, siempre lo sostendré, es el método de gobierno más difícil de establecer porque demanda en la población unos grados de preparación en la tolerancia y el pensamiento que sólo una minoría de pueblos ha podido desarrollar. Me pregunto si ésta va junto con el desarrollo urbano o el industrial e incluso con la expansión imperial, que parece lo contrario a una política democrática. Y paradójicamente es bien sabido que nunca en la historia del quehacer humano una democracia ha agredido a otra. Quizás porque son tan pocas las verdaderas.

Vivimos tiempos aciagos. Cuando al cabo de los lustros que siguieron a la victoria de Occidente en la Guerra Fría pensábamos que se iniciaba una nueva era de cooperación bajo la guía del pensamiento liberal que edificaría una gran confederación mundial ligada por el comercio internacional pacifico, quedamos agazapados por el nacionalismo, la superstición y la pobreza material, lastres que habrían podido ser echados por la borda. El multipolarismo resultó un periodo frágil y tras Camelot, vienen los años de tinieblas. Vuelven los tiempos de los buitres. los guerreros y los hechiceros, mientras la humanidad ambula por el páramo del autoritarismo incapaz de reconocer las ruinas.”

 

2

Sylvia guardó su celular en su bolso. Fernando se arrellanó en la silla como si las palabras que acababa de oír le hubieran insuflado una duda renovada al grado de empezar su intervención con un “vale” a la usanza española que hoy tanto gusta entre los académicos.

—Ni él se escapa del temor, caray.

—Está fuera de sí, pobre —dijo Gonzalo saliendo de su aparente ensimismamiento (pero bien que escuchaba con atención).

—¿La preocupación es válida? —azuzó Sylvia.

Ambos no entendieron que fuera una pregunta.

—Pues, responde a una idea muy arraigada de que existe tal cosa como una crisis civilizatoria —dijo Fernando—. El problema es esa narrativa de que ahí vienen los bárbaros. Pero no es la primera vez que la expresa…

—No, no es la primera vez… —Sylvia recalcó.

—Por cierto, habló de ello en su discurso cuando entró al Colegio Nacional —recordaba Fernando.

—Es su mantra —intervino Gonzalo, sin quitar los ojos del menú. —El de toda una generación.

—Eso que acabas de leernos es como un resumen de su speech—continuaba Fernando—. Allá le fue muy bien… Digo, no podía irle mal; estaba con todos los que piensan como él. Y por cierto mucha prensa, mucha.

—¿A poco te invitaron? —intervino su colega.

—Ya ves, mi rey. Júntense conmigo. Miren, no me tocó primera fila, pero pude ver que éramos como dos grupos: los fans hasta adelante y los demás que estábamos ahí por razones más bien sociales. Creo que nosotros éramos los que de verdad reconocíamos al tipo o nos daba curiosidad la posibilidad de conocerlo en persona. Bueno, esto no es del todo cierto… Yo lo conozco desde… uchas… Bueno, entrar al Colegio es otra cosa, fue como volverlo a conocer. Y, aun así, se parecía al de siempre. Cuando llegó, la sala ya estaba llena. Ustedes saben; el que homenajean entra con una comitiva y él de tan chaparro no se podía ver y cuando se puso en el podio pareció una de esas placas que develan, sólo que ésta hablaba.

El comentario concito la sonrisa de los demás, lo que animó a Fernando a continuar.

—Y sí, expresó su temor porque las sociedades acabaran destruyendo las mismas instituciones que se crearon en su beneficio. Idea que recalcó una y otra vez. Y se la aplaudieron, quizás por eso. Sin reservas. Y ya al día siguiente la prensa le hizo mucho eco, lo cual debió gustarle mucho. Fue una noche redonda. Aproveché para saludarlo y se acordaba de mí.

—Tiene una memoria prodigiosa —dijo Gonzalo, quien aún decidía qué ordenar.

—¿Memoria, Gonzalo? ¡Mecanismo de rastreo! Sí, no… Desde siempre. Y, de hecho, se dirigió a mí como si yo fuera un viejo amigo. Digo, como si él y yo hubiera sido más que compañeros de banca. Bueno, les cuento: yo hice un trabajo con él en segundo semestre.

Esto no se lo creyeron, pero curiosamente no afectaba la credibilidad de Fernando.

—Yo para entonces era asistente de una vaca sagrada de la facultad, que no les voy a decir quién era, pero ya se lo imaginan. Recuerdo que yo llegué como a mediodía al despacho donde trabajaba en una investigación. Una sala inmensa, toda de blanco, con una de las paredes rodeada de libreros hasta casi tocar el techo. Me escoltaba una especie de criado que hacía de secretario y a quien tuve que convencer que a quien iba a ver era a Julián. Bueno, por suerte, Bigas ahí estaba. Me recibió como si la oficina fuera suya y su jefe fuera tan sólo una especie de cliente, lo que llaman “contacto”. Me hablaba con una voz queda, meliflua, y tenía modales un poco afectados, de esa gente que siempre quiere agradar y al menos mostrarse como muy corteses. Hasta eso, trabajamos bien, porque es bastante buen conversador. Un tipo brillante.

Aquí Fernando se mostraba cansado por el recuerdo. Si hubiera sido más preciso rememoraría que en realidad se la pasó hojeando libros y dedicando más tiempo a leer los lomos que en hacer cualquiera otra cosa. El trabajo final podía decirse que había sido de la autoría de Julián Bigas Padilla, el primero de una larga y eminente serie. En otras palabras, Fernando sin saberlo se había convertido en el peldaño inicial de una carrera. Y así lo interpretó Sylvia.

—Él dependió de varios mentores, Fernando —dijo Gonzalo con su tono de fastidio que lo acompañaba a todos lados—. Tuvo un profesor que fue como su abate Faria al que se le pegaba como el sarro. Yo me acuerdo de una plática que tuve con un amigo, cuando Bigas comenzó a descollar…

—Si, claro, el tipo tuvo varias nodrizas —repuso Fernando condescendiente.

Todos rieron.

—Les contaba —proseguía Gonzalo— que creo fue en 1989 que el suplemento cultural de El Universal ya le publicaba artículos sobre diversos temas, y este amigo y yo nos preguntábamos cómo le había hecho. Los textos eran buenos. Sólo que llegar a ese nivel tan pronto… Éramos muy ingenuos y me parece que nos podíamos disculpar con eso. No dudábamos de su talento. Tenía muy buena pluma. Quienes escriben bien suelen pasar casi siempre por inteligentes. —Gonzalo piensa que un tarado puede escribir bien porque la escritura es en esencia una técnica—. Digo: lo veíamos en la escuela y no parecía alguien que mereciera una mirada y, de repente, ya estaba publicando y no sólo en revistas y la prensa… Su primer trabajo salió publicado por la UNAM cuando tenía veintipocos años. En fin, mi amigo y yo estábamos anonadados…

Como si Bigas necesitara su perdón.

Sylvia intercaló meneando la cabeza: —Una nueva interpretación acerca de la historia de México.

—Con ese título —reconoció Gonzalo—. Una obra que planteaba que el hilo conductor de la historia nacional no debía ser la construcción del Estado nación sino la lucha por la conformación de una sociedad libre y democrática —Gonzalo movía su dedo—. Luego la republicó Clío con alguna institución académica y se promovió mucho. Por supuesto, en una época cuando publicar era muy difícil, había que tener muchas nodrizas, como tú dices tan atinadamente. Y eso, perdón, generaba muchas suspicacias.

—Ese libro construyó su fama —reconoció Fernando.

—Incluso lo acusaron de plagio, de que solía fusilarse a otros autores —dijo Sylvia—. Que se basaba en un libro llamado Del buen salvaje al buen revolucionario.

—De quien nadie se acuerda, eh. Ésa es una acusación muy frecuente en el medio. A veces, el proceso creativo es pura inspiración, y ya casi nadie es verdaderamente original —les explicó Fernando con énfasis sobre todo al principio.

Se quedaban cortos. Fuera del alcance de ellos se hallaba eso que se llaman “precisiones”. En términos generales, Sylvia estaba en lo cierto y sus dos acompañantes simplemente eran incapaces de reconocer su agudeza. Bigas es de esos que para bien o mal transparentaban su talento en las aulas y los talleres, tanto que hasta en más de una ocasión algún profesor descreído insinuó que copiaba sus textos. Nadie lo ha podido demostrar, pero en aquellos años Bigas conservaba sus manuscritos para probar su paternidad. El resto fue buena fortuna. Como era, además, prolífico, era cuestión de tiempo que los ojos correctos se posaran en él. La primera vez fue en una revista escolar de esas que no cuentan hasta que la página legal incluya a dos profesores y a un número de destacados. De tal modo que este medio no le ayudó mucho al principio. Traspasar las puertas de dos periódicos sí, y de allí hasta que apareció una joven editorial que deseaba que su catálogo se compusiera de las nuevas voces que serían nuevas para siempre. Porque Bigas, a pesar de su idealismo, estaba seguro de que el país jamás cambiaría.

—No digo que su obra no tuviera mérito. De hecho, su prólogo a la edición de la Ibero del Humanis Corporis Fabrica de Vesalio es formidable, la verdad que digno de O’Gorman, toda una carta de amor al historicismo —repuso Gonzalo.

—Que se me hizo rarísima… —interrumpió Fernando.

—¿Por qué? A ver, en 2000 él militaba en la izquierda —Sylvia dijo con el tenedor en la mano.

—Exacto —dijo Fernando limpiándose la boca con la servilleta—. Pero bueno, eso de militar quien sabe, lo que es cierto es que se postuló como diputado federal en la lista de uno de esos partidos nuevos y luego logró entrar tres años después en la de PRD. Por eso su transformación me parece muy extraña; yo nunca lo vi en la izquierda e incluso me llamó la atención que votara por cualquier partido político, o menos que fuera candidato…, que era de los que votan siempre por partidos pequeños, que nunca ganan, si es que votan alguna vez. Digo: como que le convenía ser independiente, en el sentido de estar por encima de la política. Lo que… le permitía… tener muchos amigos. ¿Me entienden? La ideología no es lo propio de nuestra cultura política y Bigas lo entiende, y me parece que hasta lo dijo una vez en una entrevista en la radio.

—Oye: ¿te parece? Yo creo que Julián Bigas siempre ha sido muy congruente. —Cuando se aburría o se exasperaba Gonzalo podía ser muy provocador—: Bigas es de los analistas que critican a la izquierda arguyendo que ellos tienen autoridad moral porque conocen de primera mano de lo que hablan. Y también le servía eso que dices de que tiene muchos “amigos”. En otro programa, de televisión, él dijo, no una sino dos veces, que él había votado por la izquierda, lo que le sacó la sonrisa a sus compañeros de mesa.

—Pues… le permite mostrarse como demócrata. Te digo: es muy listo —indicó Fernando.

—Ésa se convirtió en su carta de presentación —Gonzalo remató—. Claro que podemos preguntarnos si en este país, en estos tiempos, tenemos una izquierda de verdad.

—Bueno, sí —dijo Fernando dubitativo.

—Bueno —concordaba Sylvia porque siempre se le puede demandar a la izquierda saltar sobre una vara muy alta—. Bigas se metió a derechista, pero le sabía muchas cosas a la izquierda. Pero quien le publica es la derecha.

Gonzalo prosiguió a toda carrera, como quien rebasa al pelotón: —Claro, pasar de defender la justicia social a defender el elitismo en dondequiera que publique, desde Reforma hasta la revista de Aeroméxico… Y el mensaje es el mismo: disfrazados de izquierdistas se ocultan los bárbaros. Lo que pasaba era que como, creo que tú planteas, cuanto más decía eso más fácil era que le escucharan. Todo era tan fácil como convencer a sus lectores de que la desigualdad era consecuencia necesaria del mérito individual, que ésa era la verdadera justicia social y la democracia es tan sólo un procedimiento para la transición pacífica y sobre todo ordenada del poder.

A Gonzalo sólo le faltó asentirse a sí mismo.

—En su cuenta de Face —empezó Sylvia, en cierta forma cambiando de tema—, dijo que ya sólo se dedica a escribir una biografía de Hugo von Hoffmanstahl. Que es su sueño, que es algo que desde hace mucho deseaba hacer. Lo decía como si se estuviera retirándose de algo, como si estuviera decepcionado.

—Como que no hay lugar para él en los Nuevos Tiempos… Perdón, Sylvia —Fernando sonreía.

—Que vive entre aquí y Alemania. Lo que me llamó la atención es su idea del papel del libretista en las óperas. Comúnmente se piensa que las obras son del compositor, del músico, y en parte es verdad, sin la música las óperas serían malos melodramas…

—No los de Hoffmanstahl, please —dijo Gonzalo.

—A eso voy: con este Hugo como con Lorenzo da Ponte, el libretista es fundamental. A ver, ¿quién le proporciona el contenido sustancial a una ópera? ¿El músico o el libretista? Bigas quiere determinar eso.

—Lo que quiere Bigas es salirse de la controversia —opinó Gonzalo.

Los que se salían de la controversia por un momento eran ellos. Pero era inevitable para personas tan sensibles no imaginar al ermitaño que abandona la lid intelectual por el alma de la patria, y de la sociedad que alberga, para entregarse de lleno a una biografía, o, en este caso, a dos. Quienes lo veían asomarse por la puerta o ambular por las calles de Río Pánuco, en las mañanas que iba a comprar el pan, lo notaban crecientemente desarreglado e irreconocible, portando una barba rala y una playera de marino ruso. Le dio por fumar, de hecho lo único distinguido en su porte es un permanente gitanes o un partagás eminentes. Sólo así, un día, al vendedor de periódicos le fue posible reconocerlo.

Sí, ella no se podía imaginar lo que sucedía dentro de su departamento. Por otra parte, entre tanto reconocimiento, y quizás abrumados por los datos, lo que ni Fernando ni Gonzalo sabían, aunque pudieran sospecharlo, era que la escritura había permitido a Bigas entrar al mundo de exámenes de ingreso y de zonas VIP en que su país se había convertido en aquellos años iniciales del siglo XXI.

Sin embargo, esto en verdad lo imaginaba Sylvia: Bigas estaría solo, oyendo gamelán y la Tercera de Saint-Saëns, porque se rehusaba a contratar a una secretaria y Sylvia había oído que él trataba mal a las mujeres. De ahí que no entendiera porqué alguien le había dicho que cuando joven tenía mucho pegue con ellas. Al respecto, toda la información era contradictoria. De lo único que ella podía asirse era de un comentario de Bigas, que leyó en el Cuestionario Proust de Vanity Fair, acerca de que él escribía sus textos a mano, y cada cuando las ideas y las emociones no predijeran las palabras que las hicieran aflorar, echa, como en la caricatura de Quino, unos dados a la mesa. Y así de seguro pasa horas y horas tratando de dilucidar si Strauss fue colaborador de los nazis o no.

—Estaba demasiado viejo para hacerlo —interrumpió Gonzalo sin mirarla—. Hoffmanstahl era judío y ambos colaboraron hasta la muerte de éste y luego Strauss intercedió a favor de músicos judíos. Luego los gringos lo desnazificaron.

A continuación narró la anécdota de cuando un contingente de soldados estadounidenses entró a catear su casa. Para su fortuna uno de ellos era un clarinetista. El encuentro con el compositor octogenario terminó en un recital.

—¡Qué agasajo! —exclamó Fernando.

—Quizás cree que el analista político es el libretista de la sociedad —ella concluyó un poco impaciente.

Los hombres tosieron.

De repente temieron que se les enfriara la comida.

Sylvia miró a la derecha, a la izquierda y prosiguió:

—Dicen que el grueso del manuscrito está en una casa de campo donde en las paredes hay astas de ciervo. Que ahí es donde ha redactado toda su obra. Desde niño siempre quiso ser compositor. Se le admira su oído musical.

—Es un músico frustrado, es verdad —asevero Fernando—. De hecho, Bigas empezó en un programa de televisión en canal 22 donde presentaba los conciertos de la OFUNAM y la Sinfónica y hasta programas de ópera.

—Quien sabe qué hubiera sido de él sin la televisión —observó Gonzalo—. Por cierto, Sylvia, están disponibles en You tube; si gustas puedes verlos.

Ella ya los había visto, pero de todos modos, agradeció. —Volviendo al tema, no creo que Bigas solamente esté escribiendo una biografía de un personaje que poco interesa en este país. Tengo la impresión de que es una analogía, una alegoría, más bien —insistió.

—¿Una alegoría de qué? —Esta pregunta de Fernando reflejaba más temor que curiosidad.

—Alegoría de… alegoría de… Alegoría de ese intelectual mexicano que en el pasado siempre caía de pie sin importar a quién criticase. Que colaboraba sin cooperar. Yo estaba chica —sonríe coquetamente—, pero me acuerdo cuando salieron los primeros reportajes en televisión sobre las matanzas del régimen. Y yo me preguntaba ¿por qué?, ¿por qué en vez de callar toda esta mala propaganda, ahora estaba bien hablar de eso, incluso denunciar esos hechos. Se dijo que nos estábamos volviendo demócratas, tolerantes… Que nos volvíamos más… ciudadanos. Y estábamos en un contexto en que votábamos en contra del PRI porque todo lo que no lo fuera era visto como bueno, como también apoyar a un equipo de futbol que no perteneciera a una televisora era un acto de resistencia. Queríamos, además, leer aquello que nos ayudara a entender lo que pasaba y nos causaba mucha inquietud. Julián Bigas denunciaba el autoritarismo del gobierno y exigía que pasásemos de una buena vez a una apertura política, lo que él llamaba un salto civilizatorio. Y todos nos sentíamos bien, pues la crítica social se convertía de repente en algo que vestía bonito. Lo que quiero decir es que, al cabo del tiempo, todo eso fue un camuflaje. Yo pensaba que él y todos eran sinceros. Pero, en verdad, la prensa y los medios se llenaron de críticos de cabecera. Se les permitía criticar, se les pagaba por ello, digo… ¿por qué no? Se trataba de ser un productor de contenidos. Lo menos que exigía era poder vivir de ello.

Sylvia ahora les mostraba el cuchillo.

—Bigas se convirtió en un oráculo —Fernando casi pensaba en voz alta—. Nos llenamos de pitonisas.

Había otra forma de verlo: que, sin embargo, en aquellos años Bigas fue de aquellos que vieron la oportunidad de mostrar sus ideas a una sociedad ávida de ellas. O eso anhelaba.

—La televisión convirtió el apostolado en un empleo —aclaró Gonzalo.

—No tiene nada de malo, digo. Un músico necesita un público que lo escuche —formulaba Fernando—. Los analistas son como artistas. Y sólo pueden desempeñarse en un ambiente de creciente libertad. En eso estamos mejor que en el siglo pasado. Julián Bigas en verdad aportó en sus tiempos mucho al debate nacional. El problema fue lo que pasó después. Se volvió culterano. En el canal 2 participaba en un programa de la mañana donde yo me admiraba de que con muy poca información sacaba conclusiones muy audaces. Por ejemplo, él consideraba que las figuras de la sociedad civil se iban a contaminar si entraban al gabinete y a la política. Preveía la costumbre que tenemos de comportarnos como caníbales cada vez que hay un cambio de gobierno.

—Y luego él mismo se contaminó —Gonzalo dijo sin levantar la mirada.

—¿Qué le pasó…? o ¿esta pregunta es muy ingenua? —insinuó Sylvia.

—Le dio miedo —contestaba Fernando al botepronto y por ello la sinceridad se le escurrió—. Le dio miedo… Y resolvió su angustia poniéndose por encima de las luchas sociales, las cuales le daban urticaria. Empezó a ver que la libertad derivaba en su opuesto. Y publicó un artículo sobre cómo había que encausarla en favor de un orden civilizatorio superior. Empezó a citar a John Rawls, a Ortega y Gasset, y a Edmund Burke a menudo. Decía que si al pueblo se le dejaba sin liderazgo desde la intelectualidad y la sociedad civil, éste abrazaría a los demagogos de derecha y de izquierda. Decía que la intelectualidad se había vuelto blandengue…

Sylvia deseaba intervenir al tiempo que Gonzalo recordaba una vez que le vio de lejos en La Balance. Allí Bigas manifestaba todo lo que siempre había deseado, ignorando copa de chablís en mano sus incipientes problemas con el intestino y la próstata. Por fortuna para Gonzalo, no se miraron. Bigas no esperaba a nadie; solamente acompañado por un cuaderno de notas, se ostentaba como un príncipe. Sus ojos no observaban a ningún lado. Afuera de la conciencia de sus críticos, su vida entraba en un punto de inflexión. Muchos días los dedicaba a esperar la más reciente carta de protesta que firmar. En sus redes sociales había escrito que los Nuevos Tiempos lo tenían desolado por su proclividad a expulsar todo aquello que a él le parecía bueno y hermoso.

—Chale.

A Gonzalo le dio comezón en la nariz y se distrajo tratando de no estornudar. Quizás algo les faltaba a sus ponderaciones acerca de la figura de Bigas. Pero Sylvia no sabía qué podía ser. Una clave la proporcionó algo que Fernando le dijo antes de la conferencia magistral que inauguró las jornadas. Le comentó acerca de que cada literatura crea sus propios personajes únicos. La mexicana había creado al impostor, la rusa al hombre superfluo.

El padre de Bigas había muerto tras varios días de cantar sin descanso The London bridge is falling down. Tal vez en ello pensaba el intelectual mientras redactaba aquel texto que ella había leído y que sus amigos habían evitado comentarle. Volver sobre él sería redundante.

Gonzalo, empero, dijo: —Creo que a Bigas le falta una embajada en su currículum. Pienso que dijo algo al respecto cuando le reseñaron entre los cien lideres del Bicentenario. Desde que sé de él, Bigas ha querido un funeral de Estado en Bellas Artes. Con cámaras y nosotros haciéndole guardia. A eso apunta todo. Todo intelectual que se respete vive escribiendo su obituario.

—¡Qué cruel, mi buen Gonzalo!

Se prestaba a muchas bromas. Pero Sylvia preguntó:

—¿Se lo merece?

Sylvia se percató de algo.

—¿Quién no lo anhela? —intervino Fernando, desafortunadamente—. Pero a Bigas le faltan ciertos premios por ganarse. Todavía.

—Obtener —corrigió Gonzalo. —En este país donde primero se ganan los premios y después se publica la obra, no es tan difícil.

—Pero… ¿se lo merece? (Give me a fucking straight answer, pensó Sylvia.)

—No se trata… —empezaba Fernando cuando Gonzalo le interrumpió.

—Primero deberá publicar esa biografía de Hoffmanstahl. Y que la use para confesar y tal vez los Nuevos Tiempos, como él los llama, lo desnazifiquen… Perdón, soy injusto. Soy injusto —Hablaba pausadamente—. Pero tenemos una cultura muy arraigada de la traición. Él puede alegar que el país le ha traicionado, que este país incluso no lo merece porque no le entiende. En serio. Y con todo y las fotos que se tomó y posteó en X… que por cierto es como autoporno… Bueno… La verdad es que si ustedes lo han seguido han podido observar que desde hace mucho que todo lo que escribe siempre se refiere a lo mismo, al grado que son un ejercicio de demagogia ególatra. Si se siente, como él dice, desolado, a nadie le importa.

—¿Debería importar? —se zafaba Fernando.

—Él cree que sí —retó Sylvia.

—Espérenme que no he concluido —Gonzalo intentaba no notarse irritado—. Él cree que sí importa. Él es un faro. Quizás piensa que de tanto repetir su profecía, estará vivo para cuando se cumpla, y todos puedan reconocerlo como el climatólogo que todo el mundo tiene que consultar antes de salir a la calle. Así, una semana es politólogo, la siguiente es epidemiólogo, y la siguiente estratega militar… Todo lo que mantenga la credibilidad de su marca.

Renaissance man… —Fernando subrayó.

—Eso es lo que ve en el espejo —Gonzalo concluyó.

—¿Y qué vemos nosotros? —insistía Sylvia, las pecas de su rostro más vivas que nunca.

Gonzalo evadía responder.

—Y en conclusión acabó de pasar de analista a publicista. Todos sus textos se volvieron predecibles como una receta de farmacia. Y cada vez ha sido por eso más difícil, lo confieso, leerlo, porque ya todo está dirigido a un… pequeño… nicho… de mercado.

—Seguidores. Antes teníamos lectores; muy bien, ahora buscamos fans. —Y Fernando pidió cafés para los tres.

—No ha publicado nada indexado en muchos años. Eso dice algo —insinuó Sylvia.

—Bueno —espetó Gonzalo—, quizás eso le permite presentarse en los funerales como un figurón de la cultura que puede darse el lujo de despatarrarse en un diván. Ya a eso se reduce. Y a lanzarse sobre sus enemigos como perro hambriento.

—¿Pero quiénes son? —Fernando preguntó retóricamente.

—¿Ustedes qué creen? Y cómo se preguntarán: ¿sí importa? De veras que cada vez son más, somos todos. Quien no lo lee es su enemigo, quien no lo ve también. Su último libro es una mierda… una cadena de párrafos incomprensibles. Julia Groener wants a raspberry sherbet… Que vendió como su obra de juventud que al fin podría “salir a la luz”. Caramba. Cuando uno se muere también uno se dirige hacia la luz.

Sylvia se inclinó hacia adelante.

—Los reseñistas se babeaban por él en la prensa —Gonzalo proseguía—. Nadie se atrevió a decir, a musitar… la más mínima y ridícula crítica… Hasta que una mujer lo hizo. Osó hacerlo. Pobre pendeja. Se ataca al argumento o a la obra, no al hombre. Menos a este hombre. Ya tiene en su haber la defensa de un acosador. ¿O no se acuerdan? Cada intelectual tiene, según él, el derecho a defenderse de la envidia ajena. Es propio de la condición humana anhelar la gloria del otro. De lo contrario, ¿para qué sirve la meritocracia? Somos el imperio de la inspiración, por eso defendió una vez a un plagiario. Todo arte vale más que el artista, pero como ambos se necesitan mutuamente, la pederastia es un acto de libertad. Perdón, estoy divagando. —Pausó—. Una vez coincidí con Julián en un programa de televisión. Cuando nos metimos en el elevador yo no me imaginé que iba a dar ese golpe. Lucía distante. Me parece que estaba resentido por los cada vez más numerosos roces, por así decirlo, con los intelectuales de izquierda que están tomando los espacios. Le hice pasar primero. “Somos los últimos” y yo por supuesto que le sonreí. Y al sentarse vi que seguía siendo un monarca, porque este medio es como el Sacro Imperio Romano, con todo y electores. Bueno, ahora tenemos sede vacante. ¿A quién se le ocurrió invitar a esta chica a que participara en la mesa… llamada de análisis…? Sofía tal vez lo vio venir. Debió serle una agonía sentarse en el banquillo ante la cámara. Observé que él la evadía. Esperó a que la discusión se acalorara para… Diría que hasta miraba su reloj… Hay un momento justo para decir ciertas cosas, que se fijen en la mente, y que cualquier respuesta se diluya en la invisibilidad. ¿Me explico?

En la pausa que siguió, Gonzalo se tropezó con un recuerdo. Podía asegurar que tuvo un testigo. Aquel pasillo estaba a oscuras y apenas podía conversar por el alboroto de la música. Por tanto, la mirada de ambos estuvo bien clavada en una pequeña figura lejana y solitaria. No estaba leyendo, no estaba observando. Estaba ahí, sentado. Bigas era una presencia, como un pensamiento jabonoso. El hombre que venía y permanecía, pero jamás compartía su enigma con los demás. No se dirigieron a él y, años después, Gonzalo reflexionaría acerca de su falta de solidaridad e inclusive de imaginación. Solamente era capaz de imaginar que Bigas lo esquivaba. Y en esa idea se refugiaban todos lo que entonces le rodeaban diciendo ser sus amigos. ¿Se labró entonces su camino a la grandeza?

—Sabemos de lo que estás hablando —dijo Fernando condescendiente.

—¡No creo! Porque al día siguiente lo confronté. No viene al caso para qué fui a verle. Y debo decir que traté de no tocar el tema. Parte de la corrida. Él me recibió en su escritorio sumido ante un montón de papeles. Mentís de su condición de artista. Me animé; cedí a la curiosidad, no podía ser de otra forma. ¿Cómo había podido acusarla de tener un amorío con su ghostwriter? (Caer en la descalificación es nuestro tropezón más frecuente.) ¿Era cierto? “¿Qué?, ¿si es su amante o si ella no escribió el libro?” Repetí la pregunta. “Tanto como que yo tuve que ver con la mala administración… es decir, que me robé el fondo de pensiones de Instituto.” Imperdonable que se me hubiera olvidado que no se pueden cometer crímenes políticos siguiendo las mismas reglas de los crímenes pasionales. Inmediatamente después me pidió con mucha amabilidad que le dedicara mi libro. No se pudo decir nada más. Cuando salí del edificio, lo vi asomado por la ventana doblando un papelito, lo convirtió en un avión y lo lanzó al vacío.

Fernando se apuró su taza de café. Ya era hora. Bigas estaría en la Sala Mexicana en cualquier momento. Y, pese a todo, Sylvia aún deseaba verle. Fernando se ofreció a acompañarla. Gonzalo, por su parte, se despidió ahí mismo.

 

3

Fernando y Sylvia transitaron en incómodo silencio hasta que salieron del museo rumbo a la mole brutalista de la Biblioteca Nacional. Trataron de cambiar de tema y, cómo siempre sucede, lo que siguió fue una escarceo tras otro de temas y oraciones non sequitur. Ambos compartían una situación: un abochornamiento. En verdad, a Fernando le intrigaba por qué a Sylvia le interesaba tanto la figura de Bigas. Tragó saliva.

—Allá el buen Gonzalo se nos puso emocional, ¿no? Me sorprendió, la verdad. Estaba un poco envidioso. No se lo dije en la cara porque es mi cuate, pero parece que le asombra… que nos hayamos dejado llevar por la cultura de la farándula. Y es verdad, pues los medios hacen que cualquiera se vea inteligente. Pero ¿qué sería de nuestra Cultura, así con mayúscula, sin nuestros personajes famosos? ¿No? Pues ni modo. ¿Qué te puedo yo decir? ¡Somos seres tan nefastos!

Se despidieron en la escalera de la biblioteca y Sylvia entró. Ella para sus adentros agradeció estar sola. Dejó su bolso en el guardarropas, entró al baño y se arregló. Se preguntó si tal vez la relación de su país con sus elites era de mutuo desmerecimiento. Se tomó una foto. Bajó a la antesala, observando que, frente al túnel, una multitud se había arremolinado quizá desde hacía un buen rato. Apenas en el rellano de la escalera, un mesero le ofreció una copa de vino, que ella rechazó porque no eran horas. La luz gris de la tarde invadía el recinto a través de los ventanales enmascarado de colores por el escudo gigante de la Universidad Nacional. Notaba cierta ansiedad en una parte de la multitud al tiempo que la otra parte conversaba entre sí. En su mayoría bebían en un ambiente suavemente solemne. Las pocas risas apenas se oían. Era fácil de comprender que esperaban al personaje.

Sus oídos se agudizaron como en una cámara de eco. Aquí y allá algunas figuras que ella reconocía hablaban ante grabadoras con las cuales luego se fotografiaban. Veía camarógrafos expectantes. Apretó su cuaderno contra su pecho y trató de distraerse con su teléfono.

Se percató de pronto que había entrado por una especie de pasarela. Se apartó primero a la derecha y luego a la izquierda, dándose cuenta de que no cabía en un grupo u otro. Lo único cierto es que no merecía estar allí. Se lanzó hacia adelante y atravesó el túnel hacia el recinto del Fondo Reservado. No paró hasta que encontró un bolso de aire junto a la entrada de la Sala Mexicana que estaba abierta. Se asomó adentro. La gran mesa circular brillaba y al fondo, ante un inmenso estante se había colocado un atril con un micrófono. Bigas hablaría y construiría cultura con sus palabras. Sylvia pensó de improviso que sus amigos no habían sido justos con él.

—Malditos envidiosos, agachados —se dijo incluyendo a muchos de sus conocidos en la calificación.

Los abucheos la sobresaltaron y le hicieron darse vuelta. Se abrió paso para asomarse al túnel. No podía observar qué sucedía y, sin embargo, lo intuía. A medida que los insultos arreciaban notó cómo el gentío se apartaba ante una figura. “¿A qué vienes tú? Cínico.” En medio del alboroto, se filtraban algunos aplausos. Sylvia podía anticipar que mañana esto sería comentado en las redes y que ella sin quererlo participaba en una noticia.

Porque por el túnel se le aproximaba un ser más diminuto de lo que ella había imaginado, que saludaba, pese al escándalo, a diestra y siniestra. Detrás, un hombre aún más pequeño que él le cargaba el portafolios. Una dama casi se le tiró a los pies. Bigas estrechaba varias manos. Luego se volteó y desafió a sus detractores levantando el puño. Acaso exigía que le pidieran perdón.

Y Sylvia se interponía en su camino. Tenía miedo a intercambiar miradas con él. Tampoco deseaba que alguien la viera. Entendía de que allá algunos resistían la tentación de tomar un arma y abrir fuego. Pero eso no era correcto, por lo cual Julián Bigas Padilla pudo seguir felizmente a la Sala Mexicana. Tomó ella el teléfono y le enmarcó en el rectángulo de su cámara. En aquellas imágenes para siempre quedaría grabado el progreso de una sonrisa ferozmente masculina cada vez más abierta y satisfecha.