Un día
Por Jonatan Frías
Junio 2021
La Ciudad de México por principio es cabrona y más cuando uno está aquí contra su voluntad. Las calles son corpulentas, voluptuosas, llenas de vida, no tienen empatía ni ayudan al fuereño. Apenas entras en ellas y te someten, pero la experiencia de recorrerlas te pone a prueba de la misma manera que lo hace un cruzado de derecha en el filo de la mandíbula. Ese sabor a sangre en la boca te recuerda que estás vivo, que pase lo que pase, tienes que seguir tirando golpes.
Vuelvo a la ciudad de tanto en tanto y regularmente es para dejarme intoxicar por su caótica forma de seducirte. Uno anda caminando sin rumbo fijo y entiende por qué tantos y tantos escritores han caído en sus garras. No sé cuántas ciudades en el mundo tengan esa capacidad. Cada esquina tiene ofrece la misma posibilidad de asombro. Ir caminando detrás de un grupo reducido de turistas coreanos que miran ya de plano con pánico lo que ocurre ante sus ojos y no dar crédito de ello: plantones de todo tipo, al lado de personas que usan el Zócalo para hacer yoga, mientras que frente a la Catedral un grupo de danzantes venden reproducciones de penachos. El señor de los tacos de canasta que se pone a las puertas del Templo Mayor es un personaje en sí mismo. No hay duda, somos un país de locos y esta ciudad es el manicomio.
Por ahora yo reparto mis días entre salas de hospital y calles mugrosas, entre pequeños cafés y librerías que salen al acecho. Por las noches, mientras todos duermen, busco cervezas y compañías anónimas. Nada como desnudarte para alguien a quien no volverás a ver. Todo con tal de saber que soy yo el que se está destruyendo y no otro. Los cigarros como nunca saben a ceniza, a brasa ardiente, a culpa y desesperación.
Ya tenemos edad para saber que no hay mejor psicólogo que las putas que anticipan su precio y no prometen nada que no estén dispuestas a cumplir. Ellas son las mejores guías de turista y los mejores bálsamos contra la soledad. Saben anticipar las desgracias. Las huelen a kilómetros. Así que con ellas uno no tiene nada qué decir, porque lo saben todo. Uno sólo tiene que dejarse ir sin culpas, sin falsos remordimientos.
Regreso antes de que todos despierten y procuro que me encuentren en la cocina preparando el café o ya de plano en la mesa sirviéndome la tercera taza y con pluma en mano. No hay besos de buenos días. Hay repasos de turnos y guardias en un hospital: avances y recomendaciones. Hay que hacer esto y hay que hacer lo otro, vigila que coma bien y que se tome todo su medicamento. También hay que ver que las enfermeras hagan bien las curaciones, no podemos permitir que se infecte de nuevo, etc.
Yo tomo el último sorbo de la taza y asiento con la cabeza, aunque sé que mi mayor esfuerzo debe estar dirigido a que sepan que el mundo no ha colapsado, que afuera todo sigue igual, que las calles, que la gente, que los vendedores, todos siguen ahí. Me recuesto en la misma cama con él, aunque los doctores me vean con reproche. Me vale hectáreas de madre. Hacemos chistes incómodos porque es lo que nos gusta o vemos alguna serie que previamente descargué en mi IPad. Esa es la forma que tenemos de pasar los días, haciendo lo que haríamos si estuviéramos juntos en casa. ¿No es eso la mejor medicina, hacer sentir a los nuestros como si estuvieran en casa? Pero cómo madres logra uno eso si el olor a cloro y sábanas desgastadas de tanto lavarse te impiden abstraerte.
Termina mi guardia y vuelvo a las calles, a seguir perdido, con esa cara de no haber dormido tres horas corridas en las últimas semanas. Vuelvo a las calles con esa facha de naturaleza muerta que me puse hace tantos años. Algo hay de redención en saberte nadie. Vuelvo a las calles con la misma vocación de flaneur que asumí una tarde de marzo hace tantos años. Busco una banqueta donde poder sentarme a tomarme un café malo, donde poder leer una novela que me robé de una librería y donde poder sentarme a escribir mi columna de este mes.
Y lo hice.