Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Un completo despropósito

Septiembre 2021

Autor:Alex Reyes

 

 

—¿No se pudo hacer algo por ella?

—Lamento decirle que no.

Y es que el destino solo podría traicionar a Carol.

 

La casa de Julián era aún más ajada que la de ella, y no por eso menos hermosa. Podría decirse, claro, que la precariedad no se trataba de un gusto y mucho menos de un asunto de voluntad, pero acaso tenía que ver —y solo tal vez—, con una cuestión de suerte, una suerte mala, pésima, la suerte que lo demuele todo. A pesar de los muebles roídos y las tablas rechinantes, un domingo por la mañana, cuando el alba se extendía cálida y delicada, Julián compró una pareja de periquitos que supo acomodar en un rincón de la sala.

Aunque sabía poco o casi nada de esta especie en particular, la decisión iba más allá del gusto, se trataba de una necesidad incipiente que alargaba sus raíces constantemente. Melopsittacus undulatus, rezaba la placa a un costado de la jaula. Se trataba, en realidad, de una especie pequeña, pocas veces problemática, y que comúnmente no vive de manera aislada. Si bien es cierto que el resto de los animales no distan mucho de las semejanzas que hay entre ellos y el hombre —algo que siempre le ha parecido interesante—, a Julián parecía llamarle más un dato en específico: la vida promedio en cautiverio. Cinco a ocho años, un poco más, pero no es algo que sea común, le explicó la cajera en turno, y al mismo tiempo convino en decirle que era el último par que restaba en la veterinaria.

—¿Y cómo le viene esto a una mujer cargada? —preguntó él, que bien recordaba que algunas aves eran portadoras, por excelencia, de toxoplasmosis.

—Tiene suerte —respondió ella, con un imponderable aire de confianza—, no representan gran problema. Aun así, es conveniente hacer la limpieza cada tres días y cambiar cada vez que sea posible los cuencos.

—Oiga…

—¿Sí?

—¿Para qué es ese pedazo de madera en forma de tubo?

—Es el nidal —respondió ella, explicando el nombre que Julián nunca pudo recordar—. Ambos se han esmerado en moldearlo.

Al mirarla, no podía sino sorprenderse. Le pormenorizó el proceso de acondicionamiento, que consistía en una labor compartida. Cuando la pareja se encuentra en etapa de madurez y el macho en la disposición de pisarla, dijo ella, recurren a picotear el nido hasta que logran cavar un espacio ideal para que la hembra deposite los huevos. En ese lapso, el macho no permanece ausente, sino que se encarga de llevarle a ella el alimento necesario en tanto termina el periodo de incubación.

Pensando en ese ambiente idílico, volvió a la casa y revisó el álbum de fotografías. La primera, en la que Carol y él paseaban por el Valle de México, estaba fechada dos años atrás, poco después de la abrupta pérdida. La segunda, en cambio, apenas separaba la otra por quinientos cuarenta y siete días. Se trataba de una toma reciente en el parque Masayoshi Ohira, un símbolo entre la comunidad azteca y la nipona, y que le recordaba, a menudo, la distancia que más que separar, unía a las personas, y las ideologías, que tanto unían como distanciaban a otros.

Sabía que dentro de un mes su vida, tan desprovista de compromisos y sin relevancia alguna, cambiaría su cauce cuando Carol se mudara con él. Lo habían planeado así: un mes después, en tanto ella finalizara el contrato del apartamento, se mudaría a su casa. En realidad, más que un anhelo, aquello rayaba en una audacia del todo absurda. No veía el día, claro estaba, en que se levantara escuchando las lamentaciones de Carol, tanto por si el espacio era pequeño como si lo hacía por el resto de los desperfectos —el colchón deteriorado, las sillas desvencijadas y roídas por la plaga, como la distancia que separaba la recámara del baño— y tal vez no se trataba de una cuestión de cortesía, porque lo que podía ofrecer, desde luego, no terminaba de encantarle tampoco a él. Era imperativo traerla, puesto que el edificio en el que ella vivía, aún con las penurias que ofrecía, tenía la osadía de subrayar en el reglamento, una especie de proscripción que, a decir verdad, lindaba más en lo que concierne a las amenazas. No niños. Tener el atrevimiento de transgredir el acuerdo concluiría en un desalojo forzoso.

No bien, llegado el día la situación, parecía tornarse distinta a la esperada. La condescendencia desafiaba a la naturaleza de la incomodidad. Carol consideró pertinente dormir en la sala, que le daba el espacio suficiente para acomodarse y pasarla suave en lo que podían hacerse de otros muebles. Aunque Julián había insistido en cederle el colchón, era evidente que las condiciones abajo, pese al aire helado que entraba por las ventanas rotas, no eran tan lamentables como dormir sobre un pedazo de esponja reseca y alambres enmarañados.

—Supongo que tengo que compartir espacio —dijo Carol, más turbada que molesta.

Y en parte, tenía razón en sentirse así. Julián, que pocas veces se atendía a él, había olvidado cambiarle el periódico y la lámina al par de aves. El excremento vertido en agua y arremolinado entre las plumas y cuanto desprendieran los periquitos, más allá de escaparse por las ventanas, conformaban una atmósfera penetrante cuya pestilencia impregnaba de a poco las paredes. Si el olor a mierda pudiera verse, seguro lo habrían encontrado aglutinado en aquellos muros, en forma de motas minúsculas y no por eso menos vomitivas.

—Los sacaré mañana —dijo él echándole un ojo al patio.

Una vez pasado el aprieto, se encontró con algo que, más allá de causarle estupor, le parecía salirse un poco de tono. Si bien es cierto que el nidal estaba listo para ocuparse, también lo era que en los últimos días ninguno de los dos daba un aire de interés por aparearse. La hembra aparecía arrinconada debajo del nidal, moviendo la cabeza arriba y abajo, cansada, pero no del todo decaída. Aún abría las alas y escupía una especie de grito que alejaba al macho cada que se acercaba. Las plumas, que anteriormente ocupaban la parte superior de la cabeza, ahora estaban desplazadas y ocupadas por una calva que a veces desprendía hilillos de sangre. No bien, era en el lomo donde borboteaba aquel líquido viscoso que a ratos hacía una ligera mancha de espuma. No demoró en llamar a la veterinaria para explicar lo que acababa de pasar. Para su suerte, la cajera en turno era la misma que lo había atendido. No demoró mucho en explicarle que en algunos casos el periodo de apareamiento tenía como característica principal esa especie de violencia que ahora contemplaba con perplejidad. Le recomendó cambiarlos de jaula, de preferencia alejar al macho, ya que era posible que la hembra ya no quisiera ceder a la rutina de apareamiento porque en breve procedería al desove de los huevos.

No se lo pensó dos veces y mudó al macho a una caja de cartón que acondicionó con viruta y que procuró pudiera ventilarse a través de algunos agujeros. Cansada del alegato entre la cajera y su hombre, Carol subió a la recámara y durmió al ras de la cama, sobre un par de almohadas y un edredón desgarrado.

 

Una vez pasada la primera semana de la confronta entre la pareja, Julián volvió a mudar al macho a la jaula. La hembra hacía días que no asomaba la cabeza por estar oculta en el nidal. En ocasiones, la avecilla le acercaba el alimento y lo dejaba caer. Pero nunca se le veía salir a su compañera. Esa mañana a Carol la vida le costaba más que de costumbre. Aunque le hubiese gustado no quejarse, era imperativo hacerlo. La ropa ya no le quedaba y no veía el día en que la panza dejara de crecerle.

—Me voy —dijo—, no le veo pies ni cabeza a vivir así.

—Así que te vas…

—Necesito soluciones, Julián.

Bajaron ese día al centro de la ciudad y compraron a crédito los muebles que necesitaban, y una jaula mediana para las crías que vendrían en breve. Consternado por el gasto que significaba y los intereses que a ello se le sumaba, dijo que debía adelantarse para hacer atender unos pendientes, a lo que Carol respondió con notoria benevolencia que ella aprovecharía el día para visitar a Clara, una vieja amiga de la preparatoria. Él sonrío, que era una forma de asentir sin hacerlo.

Agradecido por el espacio, tomó un taxi directo a la casa, y antes de subir a la recámara, volvió a ver la jaula. La hembra, que hacía días que no salía, ahora volvía al ruedo trepándose del macho. Si antes la contienda la había iniciado él, era ella ahora quien lo sometía. Al poco tiempo, el macho se aferró a la punta de la jaula con la cabeza colgada. Cada vez que le resultaba viable, la hembra aleteaba y embestía su cuerpo contra el suyo. Se van a matar, dijo Julián, a quien ya le costaba creer que el amor entre aquellos animales, más que una cuestión de suerte, ahora le parecía toda una desventura.

—Se van a matar —repitió ahora, pero por teléfono a la cajera.

—Quiero imaginar que no estuvo merodeando en el nidal —inquirió ella.

Aunque le hubiese gustado decir que no, terminó por admitir que la imperiosa curiosidad había triunfado en alguna ocasión.

—La maternidad, incluso en los animales, es una cuestión de privacidad. ¿Me dijo que tiene mujer?

Él respondió que sí y le explicó, subiendo el tono, que el macho la había pisado a la fuerza. O que eso le parecía.

—Imagine que alguien ajeno a su familia hace lo que usted.

—Bueno —dijo él—, no le llamo para pedirle reprimendas. Dígame que puedo hacer.

—Comprender.

—¿Y qué diablos voy a comprender? ¿Qué un día terminarán matándose?

—En caso de que así sea, tendrá que entender que el amor no es una cosa que pueda impostarse. Las violaciones ocurren, aunque no lo crea, en la mayor parte de los animales. Y no está mal.

—¡Ah!, entonces me viene a hablar sobre lo que está bien y mal en los animales. Como si se tratara de ética…

—Posiblemente no —zanjó ella—, pero es cierto que el instinto gobierna donde los sentimentalismos no existen. Lo recomendable en estos casos es buscarle otra pareja.

—Pero ellos estaban juntos. Usted me los vendió así.

—¿Y qué le hace pensar que yo me dedico a los lazos conyugales entre animales?

Él permaneció callado, mordiéndose el labio inferior.

—No puede obligarse a nadie a estar con quien no quiere, y esa es una regla que se repite, incluso, en el resto de las especies.

Colgó.

Al día siguiente, la discusión volvió a repetirse. Es necesario decir que, después de todo, la relación, más allá de progresar, parecía reducirse a una etapa primitiva. Lo que durante ocho años se había convertido en una relación con bases sólidas, ahora parecía derruirse sobre sus propios cimientos, como un edificio al que el tiempo lo ha corroído por completo. Pese a los intentos que había hecho por sentirse cómoda en ese espacio demasiado reducido como para alojar pronto a más de dos personas, había acabado por declinar ante la inevitable realidad: el amor y la incomodidad no solo eran mala mezcla, también eran un completo desvarío por donde quiera que se le viese.

—¿Es que acaso no piensas decir nada? —dijo ella, con el ánimo recurrente que motivaba las confrontas.

—Vale, vale, entonces supongo que te vas —dijo él observando a la hembra.

Por una extraña razón, algunos huevos habían aparecido tirados en el piso de la jaula.

—Es lo que le viene mejor a ambos —dijo ella, que ya había hecho por acercarse a él—, en especial a ti.

            —Sobre todo a mí —dijo él, con ironía—. Es que tú no lo entiendes y nunca lo vas a entender.

            Sobre el nido del alpiste se hallaba ahora el macho acostado horizontalmente y con la cabeza colgada. El plumaje aparecía con ligeros desprendimientos en la cabeza y las alas. Una línea de hormigas escalaba cuesta arriba, algunas ya se trepaban sobre los huevos rotos y hacían camino al cadáver del macho.

            —¿Y qué voy a entender?

            —Que fue un error, Carol, tú no deberías estar aquí.

            —¡Y a buena hora te vienes a dar cuenta!

            Él pasó el dedo por el nidal, con la levedad de quien recoge el polvo de las paredes, y notó que la hembra empezó a alborotarse, a tal punto de golpear su cuerpo dentro de aquel tubo hueco. Le dio la impresión de que más pronto de lo esperado acabaría rompiéndose el cráneo. Sin embargo, la hembra salió al poco tiempo con un huevo enquistado en el pico.

            —Sabes bien que yo no quería —siguió ella, ahora con el ánimo de echarlo todo a la maleta.

            —Es lo que hay. Si no te gusta, búscate algo mejor. Anda, que estás joven y guapa.  

            La hembra se abalanzó sobre el cadáver y hundió las garras en el cuello, con la indignación de quien, pese haberse ido, sabe que sigue echando bronca. Un instante después, el cuerpo caía como una roca al piso de lámina. A Julián se le descoloró la piel en los segundos que prosiguieron, abría y cerraba la boca sin poder decir nada. Se quedó callado, observando a Carol, sin recordar en qué momento había tenido la crédula idea de que una pareja se construía con el tiempo dentro de una casa. Ahora que lo veía en retrospectiva, quizá no se trataba de salvar al amor, ni lo que quedaba de él, sino de hacerlo con uno mismo. Esa vida que hasta entonces había tenido un propósito, aparecía ahora ajada y carcomida por las inseguridades, por la incapacidad de sostener algo que ya no podía sujetarse a sí mismo. Declinar no solo significaba echar en balde ocho años de relación, también lo era renunciar a un nuevo futuro que solo ellos dos habían creado. Y mientras reparaba en ello, no pudo sino evocar el día de la pérdida. Él y Carol, nadie más, sentados al ras de las escaleras de su edificio, tratando de resolver un problema sin pies ni cabeza, una estolidez que ni ellos mismo entendían. La panza iba en aumento, la panza iba a reventar. Qué dilema aquel, seguro pensó él, ¿o no lo hiciste así, Juliancito? Instantes después, entre forcejeos y rugidos, Carol caería sobre el suelo, con esa línea roja que hacía camino zigzagueando por sus piernas.

            La palabra hospital desde entonces le causaba conflicto.

            —Ya, ya, mujer, tranquilízate. Nada se ha perdido —dijo él, intentando calmar la situación.

            —¿Qué nada se ha perdido? ¡Por favor, Julián! No hay nada de por medio. ¿Oíste, eh? ¿Oíste, cabrón? Se acabó.

            Lejos de sufrir por aquello, Julián asumió que la separación era lo mejor para ambos. Carol se interpuso entre la jaula y él. Deja ahí, le dijo Julián, que no toleraba el circo que estaba haciendo la hembra y que ahora se le sumaba su mujer. Exacerbada, Carol lanzó la jaula al suelo. Que te tranquilices, mujer, insistió, intentando sosegarla. Ella, sin embargo, volvió a tomar la jaula y optó por pisarla más de una vez.

            —¡Ya, ya estuvo! —dijo él, forcejándola.

            —Venga, seguro te interesan más estas bolas de plumas. ¿Sabes lo que eres? Eres un cabrón, Julián, un poco hombre. No, no, eres peor que eso, eres un imbécil, un maricón. Un pinche maricón.

            Más dolido que humillado, Julián le ayudó a empacar y le marcó al taxista de confianza. Que se la lleve ahora, pensó, que se la lleve y no la traiga más. Si pudiera regalársela, seguro la habría empacado en una caja con dedicatoria. Pero ahora lo que tenía que empacar era ese amor que se escapaba en el aire y se mezclaba con los abrillantados brazos del alba. Afuera, el cielo, que ya había enrojecido bastante, parecía una hoguera irremediable. Un fuego que miraba de cabeza.

            Apartó la vista del coche y Carol, y recogió a la hembra. Esa ave diminuta de plumaje blanco moteado de azul, que a menudo no sabía si cantaba o clamaba de dolor, aún tenía la fuerza para alzar la cabeza. Tenía un ojo desbaratado, más botado hacia al frente y, sin embargo, dentro de aquella mirada llena de perplejidad, parecía verlo y decirle: yo también lo entiendo.

           

 

            Aún sin acostumbrarse del todo a la soledad, Julián recibe hoy una llamada de un hospital. El seguro tenía como referencia los datos del cónyuge, de modo que le han marcado a la casa. Al principio, se le dibuja una sonrisa que no llega abrir paso a la dentadura. Sabe bien que ella nunca se había referido así con él. La trabajadora social le explica que una noche antes Carol había tragado cloro. No pudimos hacer nada con la nena, dice ella, con un tono más bien resignado, pero sin llegar a sonar compasiva, a Julián un aire helado le atraviesa el pecho. Se trataba de una nena, piensa él, y sabe que no llegará a conocerla. Él, que tantas veces luchó para que Carol se hiciera la ecografía, él que la había esperado siempre y no había hecho más que ofrecerle lo que tenía. Mes siete y nada, claro que la curiosidad lo desplazaba a diario. Ahora que le explica que Carol cruza por un severo estado de intoxicación, no sabe bien qué hacer al respecto. Perdido en la profundidad de sus lamentos, no hace sino decirle:

            —¿No se pudo hacer algo con ella?

            —Lamento decirle que no.

            Ella, porque no sabe cómo llamarle, porque nunca pensó en un nombre, y porque aunque así hubiese sido, ahora todo pierde sentido. La mujer, acongojada ahora, no sabe qué decirle, salvo que tiene que ir a verla. Una mariposa negra, gorda y peluda, se para frente a ella, poco más arriba de donde habrá de colgar el teléfono. Julián le pide los datos del hospital, sala, número de cama, y termina por decir:

            —Voy para allá.

            La mujer le pide que espere. Una enfermera viene a actualizarle el caso. Deme un momento, dice la mujer del teléfono y se detiene a escuchar a su compañera, que ahora empieza a hablar entre susurros y concluye con una sonrisa forzada.

            De pronto, la conexión se corta.

            Esta mañana, tras largos intentos por mantenerse en pie, la hembra amanece muerta en la jaula.

 

 

 

 

 

 

 

 

Alex Reyes (San Luis Potosí, 1997) es un escritor y periodista mexicano. Estudia la licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana. Sus cuentos y artículos de crítica literaria se han publicado en diversos medios digitales e impresos. Publica semanalmente en su columna “La rabia y el orgullo” a través del diario El Universal, donde además comparte entrevistas de enfoque cultural. En la actualidad, es gestor cultural y colabora con diversos medios locales y nacionales en la formación de nuevos escritores y su integración al mundo literario. Como escritor, publicó su primera novela en 2016, sus cuentos han aparecido en diversas antologías, revistas y periódicos en formatos electrónico e impreso.  Actualmente, tiene en puerta la publicación de su nueva novela.