Tres poemas eróticos de Alejandro Paniagua
Por Alejandro Paniagua
16 Mayo 2020
Doblemente
Después de penetrarte usando los dedos,
mojo con tu relente la parte inferior de mi nariz
para que el olor impregne con esplendor mis fosas,
para que durante unos segundos
el mundo se vuelva majestuoso
porque todo huele como tú.
Y así, de manera fugaz,
las flores artificiales del motel huelen a tu sexo,
mi nuevo número del Libro Vaquero huele a tu sexo,
las llaves de mi casa y las de mi Caribe amarilla,
mi llavero con la forma del Sagrado Corazón,
las monedas que guardo en la bolsa,
mi ánfora plateada con ocho onzas de whisky,
el boleto que aún conservo de la lucha
en la que el Rayo de Jalisco perdió su máscara,
e incluso mis envejecidas tarjetas de presentación
huelen a tu sexo.
Entonces, por un instante señorial,
el aire sucio que entra por el tragaluz,
el control remoto de la televisión Hitachi,
el pequeño revólver
que guardo en mi bota de piel de cocodrilo
y mi estampita bendecida de San Judas Tadeo
huelen a tu sexo.
Pero lo mejor de todo,
lo digo con desvergüenza,
es que hasta tu sexo huele doblemente a tu sexo.
Sensaciones familiares
Cuando introduzco los dedos en mi sexo
para acariciar (con destemplanza, con descaro) mi interior,
experimento sensaciones idénticas a las que tuve
cuando palpé objetos muy diversos.
Como los dedos arrugados de mi hijo
luego de haber estado por horas en la alberca;
o las botas de lluvia que traía puesta mi hermana
cuando la encontramos ahogada en el arroyo;
o mis nudillos ensangrentados
tras haber golpeado (con rencor, con furia) a mi padrastro;
o las manzanas hervidas que preparaba mi abuela
cuando me enfermaba del estómago.
O incluso, la herida abierta de un caballo,
al que me acusaron de haber matado con bestial desmesura.
Siniestros
Somos siniestros contradictorios:
Un maremoto que genera calor.
Un huracán horizontal
que hace girar a la ciudad entera.
Un incendio cuyas llamas
pesan quinientas toneladas.
Un terremoto que en vez
de derrumbar construcciones,
erige de vuelta las que ya habían caído:
las estatuas de los dictadores,
los templos de creencias arcaicas,
las prisiones que sólo albergaron inocentes,
los manicomios que torturaron con electricidad
y practicaron lobotomías a los residentes.
Somos una explosión que reordena los estantes,
los libreros cubiertos de polvo,
que alinea los cuadros,
las fotografías familiares,
y logra que las extremidades,
los genitales y las cabezas de las víctimas
se adhieran aún más a sus cuerpos.