Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Tres poemas de Marvin Castillo Solís

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Por Marvin Castillo Solis 

16 Mayo 2020

 

ARTE RUPESTRE                                                                                                                                            Lo intuyeron los bisabuelos de tus bisabuelos.

Gabriel Chávez Casazola

Mordí el pan de levadura con higos

que llevó tía Sara a la casa de mi abuela,

y vino a mí este pensamiento:

Los antiguos descubrieron la forma de parar el tiempo ahuyentando el agua.

El grano unido a su planta está lleno de jugo. Ellos lo apartaron y lo secaron al sol y al viento.

Y tras secarlo al sol y al viento lo molieron incluso, para que el aire y la luz se llevaran las últimas moléculas.

Y no existía entonces la palabra molécula.

Así salvaban al grano de las horas que se acumulan en su humedad.

Los cereales molidos solo descansan y esperan, mientras el viento rehace sus dunas todos los días. Les da lo mismo una semana que un lustro, porque duermen sin soñar como la leña estivada.

A diario, mis ancestros despertaban un puño de harina proporcional a su hambre. La revivían mojándola, una vez más, con miel, con huevo, con aceite, con jugo de frutas. De esta forma, el clan convocaba al tiempo, y el grano se reintegraba al ciclo mediante el pan.

Y pensé que el agua era buena, pero ¿cómo comprender entonces el diluvio universal, los tsunamis, el fenómeno del Niño, y la hidrocefalia?

Solo si se cumple el siguiente juicio: quien obra el milagro de la vida obra al mismo tiempo el milagro de la muerte.

Una persona se suspende simultáneamente en el líquido amniótico y en el fondo del mar, porque los setenta años que separan estas dos suspensiones no son nada si se miran desde la eternidad del agua.

En todo esto pensé

mientras comía pan de levadura con higos

en la lluviosa casa de mi abuela.

 

RAÍZ DE CEMENTERIO

                                                                       A la memoria de Marvin Castillo Esquivel                                                                                                    

Fui marcado con su nombre,

me heredó la mancha que tengo en la nuca.

Esos signos que me obligaban a obedecerle

ahora me dan la última palabra.

 

Los difuntos no escriben,

no piensan aquí viene el gusano,

aunque el gusano entre y salga y entre

y los deje cosidos a la tierra.

Ni siquiera extrañan las ganas de llorar.

 

Mi papá no lloraba.

Si pudiera, a lo sumo, extrañaría

almorzar con arroz, frijoles y barbudos

bañados en vinagre de chilera.

 

La enfermedad llegó como la policía, el amor

o cualquier otro amigo de lo ajeno

que se instala en casa prestada,

ensucia paredes, rompe macetas

hasta que un día incendia la cocina.

 

Cuando la vida ya no tenía caso

sacaron por su nariz

la culebra de hule que lo sustentaba.

¡Qué indigno, no ser alimentado por el pan,

la carne en salsa, el plátano frito;

sino por un licuado de manguera!

 

¡Y qué forma hermosa de matar a un hombre,

en especial a uno tan fuerte,

acostumbrado a imponerse sobre todos:

quitarle una manguerita

como quien desconecta el microondas!

 

Jamás olvidaré la flacura de sus brazos,

su cara de esqueleto agonizando de hambre,

ni aquellos ojos de pozo

que reemplazaron las últimas palabras.

 

Quien fuera el que dijo:

no temáis,

es tan hermoso morir,

nos tomó a todos por idiotas.

 

Chao, pa, cuánto me alegra

que no haya Dios,

vida eterna,

energía,

vibraciones,

aura,

providencia,

reencarnación,

ni nada remotamente parecido.

 

Gracias por enseñarme a orinar en público.

Gracias por llevarme sobre los hombros.

Gracias por dejarme dormir en misa.

 

Perdón por no cuidarlo en su enfermedad.

Perdón por no asistir a sus funerales.

Perdón por no ser un hombre en sus términos.

 

Y esto es lo inútil, mi última palabra:

la gente convierte el arroz,

los frijoles y los barbudos

en mierda.

 

El árbol convierte

la tierra del cementerio

en naranjas.

 

 

MÁQUINA DEL TIEMPO

Hace mucho yo sentía nostalgia

por un árbol de mi escuela

o por la cara de un primo a los seis años,

y esa emoción caía sobre el presente

con la ligereza de una garúa.

 

Luego, se extendió a territorios más cercanos:

añoraba una panadería descubierta el día anterior

o una nube vista durante la mañana;

así hasta que las paredes de los recuerdos

atravesaron, no sin violencia, las del presente,

de manera que unos fueron entrando en el otro.

 

Hace meses que extraño las cosas mientras las vivo.

Me hace falta el lapicero que tengo en la mano

y lloro por este sol perdido para siempre.

¿Alguien sabe qué fue de mí en el futuro?