Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Todos mis padres

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Por Arlette Luèvano

16 Abril 2020

Dijo Néstor Sánchez: “Yo quiero encontrar casi todos los días el libro, la voz de un hombre, que me convoque, que me desubique los esquemas, que me pida cosas, que me obligue a participar, a confundirme, a cumplir un ciclo en su lectura”.

Todos mis padres, de Fernando Yacamán, definitivamente es uno de esos libros.

A principios de este 2019 se reeditó 41 o el muchacho que soñaba en fantasmas, de Paolo Po, considerada la primera novela abiertamente homosexual y que se publicó a principios de los años sesenta; topé con ella de manera casual, casi al mismo tiempo que Yacamán me compartió la suya, que es, en cierta forma, también la primera para Aguascalientes; y así, juntas, las leí.

 

Me llaman la atención las similitudes, pocas aunque importantes, entre ambas novelas, y que, a pesar de estar tan distantes en el tiempo de su escritura, 50 años, no se note esa lejanía. Ambas son fuertes, emotivas, trasgresoras, universales. Me conmovieron sobremanera. No hablaré mucho ahora de la obra de Po, porque no es la ocasión, aunque recomiendo también que la busquen.

 

La diferencia en la novela de Yacamán, una de las que la destacan entre muchas otras, no es solamente el tema, que va sobre la identidad, la familia y el amor, sino que la forma en que está escrita compromete al lector en un viaje de construcción de memorias, que lo obliga a su participación constante para armar la narración, de la misma manera en que todos vivimos nuestra propia historia, con fragmentos de memoria de distintos tiempos que se conjugan en el presente.

 

El amor está entendido indisociablemente del dolor. Nuestro autor narra de una forma muy sencilla, casi aséptica, es decir, no nos hace huir con construcciones o lenguajes rebuscados, porque quiere abrirnos la puerta a un viaje más complejo: No es una  lectura fácil en el sentido de que duelen, no sale uno indemne. ¿Pero, no es así la mejor literatura siempre?

 

No quisiera contar la anécdota de la novela, ya se ha hablado de ella en unas buenas reseñas que se han publicado por Ernesto Reséndiz y Antonio Marquet y él autor la ha contado también en otros sitios. Yo quisiera compartirles algunas de las preguntas que pasaron por mi mente durante y después de la lectura, que es una manera también de compartir lo que nos ha dejado un libro y más cuando es tan intenso como éste:

 

Si es verdad que los astros pueden influir en nuestro destino a partir del nacimiento, ¿qué tanto influye cuando, además, en ese momento, la tierra se abre, en un evento que duplica la violencia natural de cualquier alumbramiento? Qué significa sobrevivir cuando la muerte se encuentra tan cercana al momento más frágil de la vida?

 

¿Será que, de hecho, nacemos varias veces?

 

¿Qué es un padre? La biología nos quiere responder, pero va más allá. Un padre es también un espejo, el sueño de la madre, el futuro del corazón. Dice Murakami en Después del terremoto: “Nuestros corazones no son de piedra. Las piedras no pueden deshacerse. Pueden perder su forma. Pero nuestros corazones no pueden desintegrarse. Pueden legar su forma inexistente, sea buena o sea mala, hasta el infinito”.

 

El viaje hacia la vida es también el viaje hacia la muerte, sin remedio. Y Yacamán hace decir a sus personajes: “los cuerpos son mapas”. Lo natural es buscar en los cuerpos, aunque también en ellos nos perdamos. Aunque dejarse guiar por los cuerpos nos provoquen otras heridas.

 

La novela está llena de referencias tanto literarias como de cultura pop, es muy divertido dejarse guiar por ellas y así fue como me tocó revisitar este poema de César Moro:

 

Amo la rabia de perderte
Tu ausencia en el caballo de los días
Tu sombra y la idea de tu sombra
Que se recorta sobre un campo de agua
Tus ojos de cernícalo en las manos del tiempo
Que me deshace y te recrea
El tiempo que amanece dejándome más solo
Al salir de mi sueño que un animal antediluviano perdido en la
sombra de los días
Como una bestia desdentada que persigue su presa
Como el milano sobre el cielo evolucionando con una precisión de
relojería
Te veo en una selva fragorosa y yo cerniéndome sobre ti
Con una fatalidad de bomba de dinamita
Repartiéndome tus venas y bebiendo tu sangre
Luchando con el día lacerando el alba
Zafando el cuerpo de la muerte
Y al fin es mío el tiempo
Y la noche me alcanza
Y el sueño que me anula te devora
Y puedo asimilarte como un fruto maduro
Como una piedra sobre una isla que se hunde.

 

Si creen que me desvío con un poema, acuérdense de mí, cuando lean Todos mis padres.

 

Así como en esta novela, toda la vida estamos guiados por esta clase de intuiciones, por estos impulsos que muchas veces nos hacen llamar amor a cualquier cosa. Construyéndonos y deshaciéndonos con cada decisión.

 

Tal vez sí haya una gran diferencia con el Po de hace 50 años: la rabia o la determinación de este Luis, el protagonista de la novela de Yacamán, no la tuvo el muchacho que soñaba en fantasmas. Y es que Luis Habib no está solo, está con otras personas, tal vez igual de rotas, tal vez igual de perdidas, pero que facilitan en más de un sentido sus búsquedas. Porque, finalmente, el viaje es menos difícil cuando no se recorre solo. Confío en que esa diferencia no corresponda únicamente a los personajes, que la comunidad ahora esté consiguiendo una mayor fuerza y compañía.