Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Superpoderes

Autora: Astrid Velasco

Junio 2022

 

El poema que no digo,
el que no merezco.
Miedo de ser dos
camino del espejo:
alguien en mí dormido
me come y me bebe
.

Alejandra Pizarnik

 

 

—A veces, me gustaría ser invisible —me dijo—, para escuchar todo lo que los demás dicen.

—Yo —le contesté—, si tuviera superpoderes, desearía algo más letal, la invisibilidad me resulta detestable. Oír las ajenas conversaciones no, porque si aún no he llegado a desear asesinar a alguien, es posible que entonces tenga que hacerlo… los poderes hay que desplegarlos con el cuerpo presente y, si es posible, con estilo, y como matar a alguien está fuera de discusión, quisiera poder teletransportar a unos cuantos a un lugar lejano, a otro continente.

Nos reímos y repasamos a quiénes extraeríamos de sus lugares para llevarlos a otros, de preferencia recónditos y fríos. Tengo una lista no muy grande, pero lo suficientemente cuantiosa para anhelarlo.

Luego, recordamos otras fantasías: que los extraterrestres abdujeran a tal o cual persona, pero, como en la televisión, succionándolos dramáticamente por los aires, lentamente, hasta que su silueta empequeñecida se perdiera en el luminoso hueco de la nave o, incluso, una más pedestre: tener una cerbatana de tranquilizantes, como las que usan en los zoológicos, y así callar con el solo impulso de los pulmones a quienes merecen más dormir que hablar. ¡Y vaya que los hay! Nos volvimos a reír.

“Pequeña consolación para arrullar los odios”, pensé, y salimos de la oficina carcajeándonos, mientras las luces se apagaban tras nuestros pasos.

Cuando llegué a mi coche, no encendía. Valiente el deseo de ser súper heroína cuando la realidad me aplastaba como hoja seca en el pavimento. Y, además de la hora y del hambre que tenía, debía llamar a la grúa o a un taxi, o a ambos. Miré hacia el cielo: la Luna llena sonreía burlona sobre mi cabeza. “¡Y que venga alguien a decirme que eso es un conejo! Si es una maldita mofa blanca y celestial. Eso sí, hermosa”.

Marqué a la grúa e inmediatamente al taxi y me senté en el asiento delantero del vehículo a esperar. Ni siquiera podía escuchar la radio, todo en ese automóvil estaba muerto.

La siguiente media hora me distraje haciendo menús mentales de la cena que me esperaba en la casa y, después, aburrida del desfile mental de vegetales y carnes, repasé las actividades del día, mientras con los ojos jugaba a buscar en las espaldas de los transeúntes sus historias. Dramas pasionales y abulias estratosféricas encarnaron esos pasos hasta que la grúa y, atrás, el taxi aparecieron a lo lejos.

Agotada, me escuché dar una serie de instrucciones que hoy me parecen lejanas sobre llevar el coche a tal dirección: —Aquí está la tarjeta del seguro… Y sí, sí, pagaré el resto en el taller. Muy bien, señor, entonces quedamos en eso. Mañana paso a liquidar la cuenta, gracias. Adiós.

Abordé el taxi que pacientemente me había esperado en la esquina a que yo terminara de arreglar el asunto con la grúa. Hacía calor. Sin embargo, pensé que debía ser la calefacción porque no lo había percibido antes.

—¿Adónde va, señorita?

No resistí el amargo comentario: —Pues yo pensé que al Cielo, pero qué cree, aquí está demasiado caliente para que lo sea.

Sonrió y encendió el motor.

—Voy a…. —y repetí mecánicamente mi dirección.

El automóvil, de marca japonesa —hay que señalarlo—, avanzó mientras me hundía en el asiento con modorra (y mucha hambre).

—¿Y qué le pasó a su coche? —Insistió el chofer en platicar.

—Mire, si lo supiera, probablemente no tendría ese coche. Soy absolutamente ignorante de los asuntos automovilísticos.

Desde el asiento trasero vislumbré sus ojos reflejados en el retrovisor y mientras intentaba dilucidar sus facciones, él replicó: —¿Y sabe algo?, aunque no sea de automóviles.

Desconcertada por su pregunta y sin saber qué responder, bromee: —Si se refiere a la vida, lo sé todo.

—¿Entonces, no necesita tener superpoderes? —contestó.

—¿Qué? — dije con la sensación que se experimenta cuando uno se da cuenta de que lo que sucede ocurre dentro de un sueño.

—¿Que si entonces no necesita tener superpoderes?

—¿Superpoderes?

—¿O prefiere otra cosa?

—¿Qué?

—Sí: ¿qué desea?

Como de cualquier manera todo me resultaba tan irreal, pregunté:

—¿Qué, ahora me va a decir que usted es una especie de genio: el genio del taxi o mi propio y personal Fausto? Porque eso sí, no me va a convencer de que esto es una lámpara.

—No, efectivamente, no es una lámpara ni vengo a comprar su alma, ni tampoco soy un genio. Sólo estoy ofreciendo cumplirle un deseo. ¡Ande, no pierde nada! Lo único que le pido a cambio es que no le diga a nadie que la Luna, desde hace años, se está burlando de todos nosotros. Sólo usted gana, un secreto a cambio de un deseo.

—¿Qué? —yo, que siempre he pensado que soy bastante elocuente, sólo expulsaba qués cada vez más asombrados mientras me recorría la serpiente del temor por el cuerpo—: ¡¿Quéé!?

—Sólo desee y ya. Si usted lo ve cumplido, entonces sabrá que si quiere mantener lo que ha deseado, no dirá lo de la Luna a nadie, y usted y yo sabremos que hemos llegado a un acuerdo.

Mordiéndome las uñas nerviosamente, confesé: —Quiero tener superpoderes.

Sonrió y con un tono muy serio, dijo: —Ya llegamos, el viaje corre por cuenta de la casa.

Me bajé y entré aprisa y desconcertada a mi departamento.

El calor había desaparecido. La temperatura era ideal, si es que lo ideal puede existir. Al entrar, miré el reloj apostado sobre el piano: no era posible, habían pasado casi cuatro horas desde que salí de la oficina. Mi estómago protestaba furiosamente la falta de alimento, sin embargo, el inmenso cansancio logró que solamente me conformara con un trozo de queso.

Me fui a la cama.

Al abrir los ojos, la hora neón sobre la mesa me deslumbró: las once de la mañana. Me dormí vestida y hasta con un zapato. No es que yo sea muy puntual, pero jamás había llegado más tarde de las 10:30 al trabajo.

Esa mañana, aún adormilada, salté a la regadera. “Ahora sí me van a regañar”. Antes de salir, mientras me peinaba, me acerqué a la mesita del teléfono y apreté play. La voz de mi amiga en la contestadora irrumpió: “Oye, me han llamado tres veces al celular, ¿te acuerdas del primer nombre que mencionamos en nuestra lista de teletransportados? No aparece, no lo encuentran por ninguna parte”.

 

Recordé la noche anterior y, por alguna razón, pensé en otro continente donde también se ve la misma Luna, imaginé un lugar sombrío y frío donde se distinguían un par de ojos azorados tratando de reconocer algo familiar.

 

¡Qué noche más extraña! Hoy viene la cocinera, hará lasaña. Tengo hambre. Ahora terminaré comiendo un sándwich insulso, me imagino la pasta humeante y olorosa. Invitaré a mi novio, me gusta. No quisiera pensar en desaparecerlo como al anterior.

También me encantaría creer que los deseos se cumplen.