Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Somero diagnóstico clínico de la literatura digital: opinión para el #wordfest3.0 2020

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Por Miguelángel Díaz Monges

16 diciembre 2020

 

Del 10 al 14 de agosto de 2020 se llevó a cabo la tercera edición del Word Fest 3.0. Las veces anteriores estuvo a cargo del INBA, en esta ocasión fue admirable anfitriona Ivett Tinoco desde la Secretaría de Cultura y Deporte del Estado de México. El magnífico escritor Mauricio Montiel Figueiras, organizador de las tres ediciones —no sé si esta vez en solitario—, que me había invitado a cerrar la primera en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes junto a Merlina Acevedo, Armando González Torres y Héctor de Mauleón, con Julio Patán como maestro de ceremonias, tuvo la gentileza de invitarme a la última presentación de esta tercera, donde tuve el gusto de compartir panel con Raquel Castro y Rafael Pérez Gay, y con Montiel como moderador. Los buenos hábitos y formas de proceder de los expositores hicieron que charláramos campechana e inteligentemente sin leer pesarosas y somniferas cuan sesudas ponencias.

Mauricio me había dicho que escribiera algo y yo lo hice porque soy muy obediente y sólo para después omitirlo gustosamente. No es lo mismo oír a un sabihondo leyendo que leer las reflexiones de un nada humilde colaborador de Anestesia. Así, pues, reproduzco enseguida la ponencia que no leí:

 

 

Buenas tardes o noches.

En 2016, la Dirección de Literatura del INBA realizó el Primer Festival de Escritura Digital. Aquella vez se me invitó a hablar de narrativa en las ya no tan novedosas plataformas digitales. Leo mis notas de entonces y me ruboriza la ingenuidad con que auguraba el advenimiento de nuevas formas creativas y mayor calidad. ¡Apenas empezaba, según yo, lo que sería magnífico! En realidad, agonizaba y yo no lo advertí. No es que se haya perdido demasiado, es que se fueron algunos, llegaron otros y los más persistentes continuaron haciendo lo mismo. Si están contentos me parece fenomenal, pero yo he perdido el interés por lo que entonces me parecía seductor.

Creía que ciertos asuntos que señalé irían cediendo frente a la evidente nueva realidad digital, los modos de comunicación e –iluso de mí– transmisión del conocimiento. Al menos cuatro taras que mencioné entonces están igual o peor:

  1. Muchos fotógrafos siguen pensando que el uso de filtros y software devalúa el arte fotográfico.
  2. Muchos escritores siguen convencidos de que la literatura se divide en géneros centenarios que debemos respetar a rajatabla.
  3. Mucha gente sigue creyendo que las redes sociales sólo sirven para estrechar lazos y entretenerse con frivolidades.
  4. Muchos estetas siguen sin comprender que no comprenden el arte conceptual, y lo desprecian. (Es el caso de cierta crítica que exilia del arte –y hasta lo rompe en un performance barato– lo que no entiende o a ella no le gusta).

En nuestra nueva normalidad literaria digital veo al menos un problema de modo de interacción y otro de calidad creativa.

Hace más de 10 años, cuando apenas transitábamos de los blogs a las notas en Facebook, en esta red social podíamos leer a los mejores artistas (no sólo literarios) y discutir con ellos los pormenores de su trabajo y del arte en general. Hablábamos de los distintos modos de comprender el asombro o del manido asunto de fondo y forma. Los poetas que habían estado bajo sus piedras asomaban la cabeza y encontraban tallereos altruistas. Muchos, en buena hora, dejaron de crear, otros descubrieron que su miedo había sido infundado. Llegaron los troles, inherentes a cuanto es humano, y poco a poco terminaron por joderlo todo.

En Tuíter, a cambio del espacio para las notas de largo aliento, estaba el reto de comprimir en pocos caracteres filigranas narrativas, de las que no estaban ausentes los juegos de palabras, los memes tal como los entendíamos entonces y que consistían en encontrar variantes de una misma expresión fundamental, etcétera. El microrrelato y el palíndromo encontraron su cultivo ideal. También la prédica y la petulancia, cosas que a mí no me molestan mientras tengan fundamento.

En esa etapa de Tuíter surgieron los grupos de creación y las jornadas temáticas. Ambas chocaron de frente con la falta de calidad entre los más. Los más listos han aprovechado para difundir su obra, posicionarse socialmente u organizar talleres de creación, algunos excelentes. Los más pendejos y neurasténicos lo hemos aprovechado para que haya más gente que nos desprecia o detesta o ambas.

Tuíter no se ha transformado en demasía. El problema, pues, no es que Tuíter haya cambiado en algo, sino que la gente no ha cambiado en nada.

Sigue habiendo cosas de calidad, pero uno ha dejado de verlas porque es como usar snorkel en el entorno más tóxico posible, porque para dar con la pequeña joya hay que aguantar demasiado tiempo la respiración y el vómito.

Este año terrible empezó mal por algo que no se ha dicho: faltó lo que, en mi opinión, fue el último estertor tuitero de grandeza literaria en grado de tentativa: la lectura comentada de algún libro clásico, como sucedió, por ejemplo, con la Ilíada, El Quijote y La Divina Comedia los años pasados. Se trataba de eventos con los que se abría el año. En México, durante esas fechas, la COVID19 aún no se veía con pánico. ¿Qué pasó, entonces? Creo que, por descarte, nos queda el golpe temático que supuso el actual gobierno, que combina la expectativa con el miedo y exige mucha vigilancia de unos y otros. Debemos situar la disolución de la literatura en el caldo abrazante de la grilla y la política, no porque sean muchos los que aportan, sino por la necesidad humana de demostrarse existencia y obligar a los demás a que tomen nota de que ahí está otro bípedo con wifi. Al nuevo gobierno y a la naturaleza humana, se sumó el avance de la COVID19. Aparte están las fake news y la corrección política, formas de invasión del espacio y deterioro de la calidad.

Tiempo y literatura en pausa sin fecha de caducidad, se dio un vuelco que tiene sus explicaciones: El confinamiento produce mucha energía negativa. La forma más efectiva de canalizarla es la expresión agresiva y radical de la propia opinión. Adicionalmente, el aislamiento hace que la gente busque mayor integración social, lo que se encuentra más fácilmente en los debates políticos o epidemiológicos que en la creación y discusión del arte. Esa situación se agrava porque los que siguen haciendo literatura tenazmente no salen de su burbuja egotista. Podemos admirarlos o no, pero buscar un tete a tete es inútil. En contraparte, abundan los casos de grandes escritores que parecen haber canjeado las musas por el oikonomos y el influjo inspiracional de Galeno, Hipócrates, Pasteur y otros de ese equipo. La cosa, si sobrevivimos, no será tan grave, al menos en caso de que atendamos a Graham Green, quien, con la fascinante actuación de Orson Welles, nos dice en El tercer hombre: En Italia, en 30 años de dominación de los Borgia no hubo más que terror, guerras y matanzas, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron 500 años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? Cu–ckoo–Clock.”

Para más INRI, el éxito inmediato que se logra con likes tiene el contrapeso de lo efímero. Quien aventura sus pininos es dichoso con ese éxito y empieza a fantasear con el renombre literario, entonces deja de escribir en redes para una reserva de libros que no existirán o no traerán sino frustración a autores y lectores.

Y están los que generan grandes impulsos. El problema es que hay que esmerarse para lograr un reconocimiento que no suele relacionarse con la calidad literaria. Esto no hace que haya menos talentos literarios auténticos haciendo tuits, sólo hace que los buenos estén desperdigados y desvinculados entre sí y del resto, legítimamente hartos de la estulticia.

Finalmente, en lo que a Tuíter se refiere, vino la seducción de Instagram, que, homo videns que somos, incluso tardó. La imagen es fundamental para el humano. Lamentablemente es menor o nula la retroalimentación.

Personalmente echo de menos las conversaciones en Facebook antes de volverse una chabacanería plagada de gatitos y frases citables, donde un escrito podía tener hasta 200 comentarios, lo que, como he dicho, en Tuíter e Instagram desapareció: dejó de tratarse de un intercambio de creación literaria para convertirse en una exhibición de talento, a veces bastante cuestionable.

Así, el aislamiento de quienes hacemos literatura en redes es cada vez mayor. Nos hemos aislado y se ha perdido el intercambio que daba, más que información, nichos formales, talegos temáticos y cadenas de ingenio. No se nos puede reprochar nada, puesto que las mismas plataformas que prometieron la expansión de la cultura y la creatividad sirvieron como mercadillo de baratijas.

La literatura y el arte en general, han dado la espalda a la estética para supeditarse a la ley de la oferta y la demanda. En épocas anteriores sucedió lo mismo, pero la criba del tiempo ha borrado la simulación y, con ella, sin duda, mucha excelente obra que no tuvo la suerte de llegar a los lectores que la hicieran sobrevivir.

            Todos tienen derecho a hacer lo que llaman creación literaria; todos tenemos derecho a pasar de largo según nuestros criterios. No acepto que me cuelen como microrrelato la ocurrencia o el efluvio museico de sus bellísimas almas.

La saturación obliga a ser selectivos; la neurosis a ser excluyentes. De nuestras elecciones e intolerancias depende la salud o toxicidad de la literatura que habita en nuestras redes y cohabita con nosotros. Si la miríada de escritores aventurados a la desvergüenza o la salida digital de un clóset que en mala hora se abrió comprendieran que reconocer la calidad literaria es más difícil que hacer haikús o palíndromos, la literatura en las redes gozaría de mejor salud. Por decirlo con una de esas palabras de moda, la escritura digital está malamente gentrificada.

Quien haya caminado detrás de un equino, se habrá percatado de que el animalito de Dios de pronto suelta una caca, y otra, y otra, sin rubor ni traspiés. Como a Robert Walser, me gusta ir al campo a cortar flores. Hay senderos donde crecen las más variadas especies. Cuando me veo a la zaga de un cuaco tengo el problema de que para alcanzar cierta lila debo esquivar cuatro boñigas, después está la nube, seis boñigas de por medio, y diez boñigas más adelante hay un misterioso ejemplar, nunca antes visto por mí, de pétalos como calidoscopios. Lo contemplo fascinado y decido que no seguiré eludiendo cerotes ni me apetece pisarlos. Espero, pues, a que la florista del barrio traiga un ramilletillo poliespecífico.

Perdón si me puse poético, pero es exactamente lo que pasa a estas alturas con la literatura y el arte en las redes: Pareciera que la elevada inspiración de nuestros infinitos creadores se conecta directamente con los dedos mediante un atajo que evita el paso por la zona encefálica de la autocrítica, de modo que nos presentan sus ocurrencias y levitaciones emotivas con la pasmosa tranquilidad con la que caga un jamelgo. En tales circunstancias, es preferible esperar a que el tallerista, antologador o editor, nos dé las flores ya separadas de la mierda.

¿Por qué –sería legítimo preguntar– me presento a hablar mal del tema del que se me invitó a festinar? Precisamente porque quiero señalar aquello que debemos evitar de alguna forma aún ignota y escurridiza. Estoy aquí porque aún existe un encuentro como en el que no somos pocos creando y comentando qué hacer.

Habría que buscar la forma de ponernos a hacer literatura y compartir literatura sin el ruido de los vendedores de humo, de los ignorantes, pero sin el aislamiento al que se han visto obligados los verdaderos creadores. Con base en eso me atrevo a reiterar que la literatura digital todavía esta buscando un espacio donde existir, espacio que forzosamente encontrará, puesto que Internet y las distintas redes sociales ya hace mucho que son parte de la realidad humana

Es todo. Muchas gracias.