Sofía se desnuda
Por Manuel Vargas Severiche
16 Agosto 2020
Resulta que esta chica, tan atractiva y elegante, se me presenta por su propia voluntad y me cuenta un cuento.
—¿No te has equivocado de lugar? —le digo.
Rondaría los quince años, y era tan bella… Para abreviar el asunto, y tal vez más por curiosidad que por otra cosa, llamé a la secretaria y le dije que le tomen una foto, le hagan su ficha y todos los protocolos del caso. Me volví a la chiquilla para decirle:
—Muy bien. La señorita te va a atender. Te espero mañana a esta misma hora para que tengamos una tranquila conversación; ahora debo atender otros compromisos.
Se retiró, agradecida. No pude resistirme de seguir mirándola, era tan mujer, y tan niña… Haciendo un gran esfuerzo volví a mis papeles y a mis altas responsabilidades.
Ya se me había pasado el arrebato cuando apareció una señora toda compungida, envuelta en una manta negra como si quisiera ocultar sus ojos o sus intenciones. Resultó ser la tía de la chica.
—Ay, esta mi sobrina, comienza como quejándose, se llama Sofía y la conozco desde cuando era guagua. No sé por qué ha venido donde usted, o sea, a este centro para niñas con problemas, si ella no necesita nada. Yo le puedo asegurar que es una chica de buena conducta y todo lo que dicen de ella son puras habladurías.
—¿Qué dicen de ella? ¿Quién es usted? —le digo.
—Yo soy pues su tía, vivimos en una mina, qué digo, en un pueblo minero de acá de los alrededores, y mi sobrina no sé por qué se ha escapado y me han dicho que acá en la ciudad estuvo andando como gallina sin guato. Es mentira, doctor, y seguramente ella misma se lo va a decir y va a demostrar lo gente que es.
—No se preocupe, señora; si es así, o sea como sea, aquí la vamos a tratar bien y con toda justicia y profesionalidad.
Parece que la dejé conforme a la señora.
Al otro día, lo primero que hice fue leer el historial de la tal Sofía. No entendía nada. Pero esta vida está llena de historias parecidas. Mi gente hizo bien su trabajo averiguando datos de ella hasta de la policía y de muchos vecinos (mejor diré vecinas) de esta ciudad, que finalmente es un pueblo chico. Aquí todo se sabe. O mejor diré: la inocente y extraña visitante que recién conocí ayer, era una “chica conocida” más allá del informe que tenía en mis manos.
Llegó recién a medio día, o sea, yo pensé que ya no iba a aparecer. Era apenas una adolescente… y por lo mismo, realmente sensual, ¡destilaba erotismo! El diálogo fue más o menos así:
—Bien, bien. Así que te llamas Sofía.
—Sofía Vilca, doctor.
—Exacto. Acabo de ver tu historial y ya no sé qué pensar. Quiero averiguar si todo lo que se dice de ti corresponde a la realidad y por eso quiero que me ayudes. ¿Por qué te vistes de negro?
Primero la chica no me entendió, y después dijo sencillamente:
—Porque soy blanca, doctor. Mi tía me ha enseñado que los contrastes…
—Sí. Y no tienes más familiares que esa tu tía. Vino ayer y me dijo que tú eres una santita, parecía preocupada porque tú andas huyendo de no sé qué. A ver…
—Sí, doctor. Huyendo del mundo, donde me siento muy sola y abandonada.
¿Me estaba cargando, o era una loca, o una puta, o una poeta que huye de las comodidades de su clase social? Aunque, claro, viniendo de donde venía, no era precisamente de la jailaif.
—Te decía que, con esa tu fama de chica de la calle, y tu rostro tan bello y rozagante, ya no sé si me da pena, o rabia, o lástima. O asco. Aquí dice que tienes dieciséis años, sin embargo…
—Dieciséis bien cumplidos, doctor.
—Ay, querida Sofía, no sé qué vamos a hacer contigo. ¿Cuándo comenzaste a callejear con esa banda de mal entretenidos, a andar farreando, robando, qué sé yo?
—Eso fue después, doctor.
—¿Después de qué? Ah, claro, primero habías caído en las garras de ese degenerado de don Aniceto Paniagua, el minero ricachón de tu pueblo. ¿Qué edad tenías entonces?
—Catorce, ya lo dije en la entrevista que me hicieron ayer.
—Pobrecita, y yo no sé cómo todavía conservas esa carita, y ese tu cuerpo, como si te la hubieras pasado orando en un convento. ¿Es cierto que el tal Aniceto contrata para su residencia a puras empleadas jovencitas y como condición para permanecer a su servicio, las hace sus amantes?
—Sí, es cierto.
—Lo que hacen la plata y la necesidad. Y además, el tipo ese es más feo que una patada en… y gordo, repugnante… Bueno, pero lograste zafarte de sus garras al cabo de medio año, ¿no es verdad?
—Sí, doctor, me escapé de esa casa y me vine a la ciudad en busca de…
—Sí, ya sé, claro, ya tu pobre ánimo y tu cuerpo no sabían más que transitar los caminos torcidos del vicio y… Por mi cuenta me he enterado también que has abortado más de una vez. ¿Cuántas veces?
—No, doctor, eso no es verdad. Yo nunca he abortado, yo nunca he dicho eso.
—Bueno, sí, todas dicen lo mismo, todas son unas blancas palomitas. Lo que yo no entiendo es que, a pesar de todo, primero te escapaste del gordo repugnante ese, y te viniste, o te trajeron, a la ciudad. Y después, tú misma me dices que ya estás cansada de andar en la calle con la gente más ruin y desgraciada, maleantes, borrachos, drogadictos. Ay, qué país, qué sociedad. ¿Qué podemos hacer?
—Yo no sé, doctor. Además, mis nuevos amigos no eran maleantes ni drogadictos. Eran músicos. Claro que de farrear, farreaban, ¿qué de malo hay en eso?
—Y seguro cantaban loas a Diosito. Perdón… Yo… realmente te felicito por tus deseos de regenerarte. Y viendo tu semblante, a pesar de la pena que debes tener, y el arrepentimiento, y a pesar de haberte arrastrado por los antros del vicio, no padeces de ninguna enfermedad venérea.
—No sé qué es eso, doctor.
¡Eso nomás nos faltaba! Yo siempre he dicho que la ignorancia nos puede llevar inclusive a la muerte. Justo en ese momento recién vi, en una inocente hoja pequeña, el informe del doctor Costas. Leo. ¡No! ¡Me están queriendo tomar el pelo! Pedí a la secretaria que llamen al doctor Costas. ¡Qué raro!, si este profesional tiene gran experiencia y no es un borracho ni un descuidado… pero aquí en su informe dice… Aquí dice… “himen conservado!”. Llegó el doctor Costas, con toda su pachorra:
—¿Para que soy bueno?
—Ah, doctor, sí, lo he mandado llamar. ¡Fíjese en lo que ha escrito usted! ¡Y con su sello y su firma!
—Sí, doctor González, le he puesto mi sello y mi firma, como a todo documento que suscribo.
—Pues, yo supongo que debe corregir este error, puse el documento frente a sus ojos.
—¿Cómo dice? Ah, ya veo. No hay ningún error, estimado doctor. Esta chica es virgen.
—Pero… pero… A ver, Sofía, ¿entiendes lo que significa “himen conservado”? Que eres virgen. ¡Te pondré una corona de rosas, y te proponemos para canonizarte! Doctor Costas, explíqueme.
—Yo no tengo nada que explicar, mi amigo. Los papeles cantan. Usted será abogado, pero yo soy médico comadrón, y he visto y tocado más de cinco mil vaginas de todas las clases sociales, si se puede decir. Aunque, claro, no puedo negar que me ha extrañado que esta chica de tan buen parecer, y en estos tiempos, y con todo su historial, siga todavía virgen.
—Pero… pero… Entiendo. No entiendo. A ver, querida Sofía. Tú misma me acabas de confirmar que estuviste viviendo con ese minero vicioso, don Pancracio, Paredes, no sé qué.
—Sí, don Aniceto Paniagua. Ahí he vivido, cama adentro, como se dice.
Nos miramos con el doctor Costas, que parecía tan interesado como yo.
—Tome asiento, doctor, y me volví a la chica: —Explicame, Sofía, por favor. ¿Qué siempre hacías pues, con el gordo ese, lleno de plata? ¿Qué te hacía él?
—Muchas cosas me hacía, doctor. Pero nunca…
—¿Nunca qué? Te voy a creer. Me voy a desmayar. ¡Detalles, quiero detalles! No tengas miedo ni vergüenza, y sé sincera por una vez en tu vida.
—Yo siempre he sido sincera, doctor. Y nunca he tenido miedo. Otra cosa es que la gente, por mala, se ocupe de mí…
O sea que ella muy bien sabía de su propia fama.
—Ya, basta. Qué hacías en la casa de ese gordo.
—Don Aniceto casi cada día me hacía llamar a su dormitorio, decía que yo era la mejor de todas. Entonces, me pedía que me desnude delante de él, prenda por prenda, sin apuro; cuando quedaba desnuda del todo, él también ya estaba totalmente k’alancho y comenzaba a besarme, a lamerme.
—¿Y después?
—Me chupaba por todas partes de mi cuerpo, especialmente las tetas, como si él fuera un bebé, y de repente me besaba en la boca, ¡uf!, con hartas ganas. Y sus manos, y su aparato grande y duro por todo mi cuerpo, por todo mi cuerpo siempre.
—Y… ¡vamos!, ¿nunca te… penetró?
—No.
—¿Cómo es eso?
—Ay, doctor. Yo qué sé. Me tendría lástima, pues, porque se acababa afuera nomás pues. Y yo… si me hubiera propuesto lo que usted dice, yo le hubiera aceptado, estaba a su disposición, ¿no?, además me pagaba bien. Terminaba cansado, obvio, a veces se quedaba dormido, o simulaba dormir, entonces yo aprovechaba para levantarme, vestirme y retirarme sin problemas.
—Señorita Sofía, o sea que tú… Y cuando te viniste a la ciudad, tampoco, con esos tipos… Aunque te dedicaste al trago y a delinquir.
—Robaban por necesidad, doctor. Yo siempre me he hecho respetar, aunque digan lo que digan. ¡Ya no quiero andar con nadie! Estoy sola, doctor, míreme. Yo he venido… ¿Adónde, cómo me puedo escapar de este mundo?
—¿Ahora me puedo retirar? —dijo el doctor Costas, yo le agradecí y con gestos le dije que sí. Me volví a la muchacha:
—Y esa tu tía… Ella confía en ti y además te defiende.
—Sí, me defiende, por interesada. ¿Quién cree que me llevó a servirle a don Aniceto? Y ahora ella quiere que vuelva donde él, que le obedezca y le complazca en todo, porque “necesitamos plata”.
Y yo, que creía entender a la gente, que me preciaba de estar de vuelta en todo… Decidí que el cuento de Sofía era la mejor salida, la mejor explicación de este embrollo.