Autor:Ricardo Piedras

Septiembre 2025

“A Susana por ser el viento que llevó a esta hoja a escribir este texto. Sé la hoja”.

Un día, como si fuera un viejo sabio chino me senté en la esquina de mi lugar de trabajo y me puse a meditar. El evento ocurrió a causa de una carta vieja escrita en el siglo XVI que tenía que leer. Mi meditación se centro en las razones de la escritura y al leerla descubrí que escribir es el noble arte de saber el camino. En mis meditaciones me puse a pensar que en el mundo natural se puede afirmar que los seres que lo habitan entienden a la perfección el lugar o camino que deben seguir para vivir en armonía con la naturaleza. Se puede observar como los animalitos  que viven en el mundo viven en sintonía con el lugar en el que habitan. Saben su lugar al escuchar el sonido, al sentir los olores del entorno y al ver los cambios en su habitad, incluso hay algunos que utilizan habilidades sorprendentes como sentir los campos electromagnéticos de la tierra para guiarse.

 

Y al pensar en la naturaleza y en el camino que ella toma para vivir en armonía pensé ¿Qué hacemos nosotros como seres humanos para saber en dónde estamos y a dónde vamos? Entonces buscando en las habilidades que el ser humano podría tener para diferenciarse y ubicarse en la naturaleza como lo hacen los animales pensé que escribir es la brújula que tenemos para ubicarnos y encontrar el camino.

 

Porque escribir involucra mirar dentro de nosotros, los campos electromagnéticos de nuestro ser, para encontrar la dirección que hay que tomar y saber el lugar en dónde nos ubicamos. Involucra  tomar el manojo de fenómenos que nos ocurren en esta cosa llamada vida para darle forma y decirle a otro ser humano qué es lo que nos ocurre, nos importa y qué es lo que llamamos vida. Todo esto porque estamos encerrados en una caja que es nuestra mente.

 

 Me di cuenta que escribir es la acción que nos encamina a vivir correctamente y que también es la acción que nos lleva a morir adecuadamente porque al contar lo que soñamos, pensamos, anhelamos y nos sucede, podemos robarle un pedacito de eternidad al olvido. Y ese pedacito de mundo que nos pasa y que queda atrapado en signos y símbolos de tinta, atraviesan los siglos  y las generaciones de seres humanos que han vivido y vivirán. Nos volvemos eternos. Y el sendero de la escritura es tan arduo como fue el viaje de Gilgamesh en busca de la flor de la inmortalidad, un viaje que se ha contado por cerca de 4000 años en la historia de la humanidad. Como dije, hemos estado robándole pedacitos de eternidad por cerca de 4000 años al  abismo que es la muerte.

 

Y recordé como una mañana mientras viajaba en el metro-bus en línea recta hacia el oriente de la ciudad, vi caminar sobre la acera variados grupos de personas caminando hacia el poniente. Iban con el sol naciente golpeándoles las espalda, caminaban hacia su trabajo como yo me encaminaba al mío. La belleza del sol golpeando los cuerpos, creando largas sombras  de esos seres ensimismados en el cansancio del día pasado o en el deseo de dormir unos minutos más, se apareció ante mis ojos. Imagine que eran estatuas que caminaban y que se desgastaban poco a poco, por el contacto rutinario del sol. Un contacto que ocurría todos los días y que se veía en las almas desgastadas de esos caminantes. Y al ver esa escena pensé que esto se volvería un recuerdo que se perdería para siempre. Todos éramos esas sombras que desaparecerían al irse el sol. Pero ahí estaba la escritura de un texto del siglo XVI y las palabras de un romano en las meditaciones de un mexicano del siglo XXI.

 

En esta meditación observando los trazos de la escritura antigua caí en cuenta que las palabras, oraciones y escrituras son hechizos que puede transformar las acciones más mundanas en belleza o desentrañar lo épico que existe en los actos más mundanos de la vida para volverlos eternos. Como hechiceros trabajando frente a un caldero mezclamos lo que vemos, escuchamos y sentimos para transformar el mundo y conmover a otro, y de esa forma hermanarnos. Podría decirse que escribir es el verdadero amor al prójimo, el sentido más tangible de ponerse en el lugar del otro.

 

Y en la acción de haber encontrado el sendero me detengo hoy a escribir palabras que palpitan en mi corazón. Un recuerdo, una memoria, una disculpa, un carta. Escribo un pequeño texto que viene de esas dos viboritas entre lazadas que son mi corazón. Sí, el corazón que tengo dentro son dos viboritas rojas entrelazadas que viven en lo profundo de la tierra que es mi cuerpo, en lo húmedo y lo obscuro como decían los antiguos. Porque dice un antiguo libro que somos polvo y tierra. Barro. Un reflejo del macrocosmos que llamamos habitad o ecosistema dentro de nosotros. Tierras fuertes y ríos de tinta roja son el habitad de dos serpientes entre lazadas, que son un Uróboro.  

 

Ellas cascabelean, se enredan  y se agitan cuando el mundo les pasa. Pueden escupir veneno, ser la cura de los más grandes males, ser fascinantes, hermosas y temibles. Ser pequeñas y mortales como coralillos o grandes y poderosas como pitones del Amazonas, así como, misteriosas como cobras  encantadas por el sonido de una flauta tocada por un hombre de tierras del lejano oriente. Son el escritor y el lector que se alimentan eternamente.  Mientras escribo y medito por leer un texto del siglo XVI.