Sobre despertarme temprano
Por Jonatan Frías
16 Octubre 2020
Pocas cosas hay en la vida que me puedan joder tanto como despertarme temprano. Algo hay de penitencia en esa actividad culera, y sobre todo inútil, que nos hace estar con una cara de pedo todo el día. Pero levantarse temprano goza de tan buena fama —solo hay que recordar el dicho ese que reza que al que madruga, Dios lo ayuda—, que para protegernos del hosco apelativo de amargado, tenemos que culpar de nuestro mal humor al imbécil del compañero de junto, al tráfico o ya encarrerado el gato, al pinche jefe. Quejarse del jefe tiene además la ventaja de darnos un estatus de revolucionario anarquista frente a los lameculistas de nómina y nos legitima frente a la bola de patizambos de los compañeros que también odian levantarse temprano, pero que ni pedos lo dicen.
Despertarse antes de las 9 de la mañana es un claro síntoma de inestabilidad mental. Hay que ver la cantidad de pendejadas que dice nuestro Presidente en sus mañaneras, para darnos una idea del efecto tan nocivo que tiene esto en nuestro cerebro. De veras, quién en su sano juicio desearía pasar su vida entera despertando justo en el momento en que la gente de bien, pero de veras de bien, patriota, chingona, está llegando a casa de con los amigos, de con la morrita o ya de plano del tugurio más mugroso de la ciudad. Si lo pensamos un poco, muchos de los problemas que tenemos de depresión, de gastritis, colitis, estreñimiento, sobrepeso, y hasta de miopía democrática, desaparecerían si fuéramos capaces de despertar alrededor de las nueve y quince.
No hay nada mejor en la vida que despertarse jodido una hora y media después de sonada la alarma, bajar por una taza grande, pero de veras grande, de café y regresar de inmediato a la cama para seguir acostado mientras leemos por espacio de una hora con diecisiete minutos algún libro de Jorge Ibargüengoitia. Misterios de la vida cotidiana o Sálvese quien pueda suelen ser una maravillosa opción. Luego volver a bajar a la cocina por un vaso mamalón de jugo de naranja, agarrar un pan tostado embarrado de mantequilla y llevarlo en la boca, escaleras arriba, mientras se rasca uno la nalga con la mano sobrante. Terminar ese modesto refrigerio y meterse a bañar, mientras pone en su teléfono una selección de sus canciones favoritas. Salir con la toalla todavía en la cabeza y sentarse al pie de la cama para pasar alrededor de veinticuatro minutos, cotonete en mano, limpiándose las orejas. Todo esto en su conjunto, redime hasta al pinche Judas Iscariote, me cae.
Si atendemos al dicho de que cómo te ven, te tratan, nadie podría reunir el valor necesario para salir a la calle antes de cincuenta minutos. Una decisión como la de escoger entre ponerse la camisa de ayer o ponerse la camisa de antier, es tan seria como elegir al subsecretario de salud. La de pendejadas que pueden ocurrir si uno decide a la ligera. Porque si a todas luces uno parece lo que parece —el resultado del apareamiento entre un zapato izquierdo y una escoba sin palo—, lo menos que podemos hacer es vernos como si no nos importara. Hago un paréntesis para preguntar: ¿Qué playera declara de manera más categórica me vale hectáreas de pito lo que opinen tú, tu chingada madre y su gato todo bizco, de mí? ¿Una del Cruz Azul o ya de plano una de la campaña presidencial del dos mil seis de Calderón?
Las peores decisiones que uno puede tomar, las toma antes de las diez de la mañana; y lo peor no es eso, sino que todavía tienes el resto del día para seguir cometiendo babosadas indiscriminadamente. Les aseguro que a ese paso para antes de las cuatro de la tarde ya se jodieron como catorce años nomás en puro karma. Esforzarse por tratar de enmendar su vida después de ese punto, es un franco despropósito.
De verdad, quiéranse un poco y dejen de creer en los memes de piolín que les manda su tía Eduviges: a Dios le importa montones de madre a qué hora se despierten. Creer en eso a estas alturas del partido es equivalente a creer que esta vez el borracho de tu ex ahora sí va a cambiar. Neta, amiga, date cuenta. Mejor dediquen todo su esfuerzo en tratar de no salir de la cama antes de las once, ya que se hayan terminado la tercera taza de café, hayan avanzado unas cincuenta páginas de su libro y se hayan masturbado al menos dos veces. Verán que hermosa se ve la vida después de eso.