Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

SIN CONEXIÓN

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Autor: Carlos Samuel Parra Romo

Ya nadie se miraba a los ojos, todos parecían que cargaban con una enorme piedra en sus espaldas porque comían, soñaban, despertaban y hasta se bañaban con la cabeza agachada con la vista puesta en sus dispositivos móviles. La gente inefablemente comenzó a convertirse en máquinas humanas; frías y grises, dominadas por aquellas otras máquinas que el mismo hombre había creado. Ahora esas máquinas los estaban desplazando, y comenzaban a hacerlos esclavos de una horda perniciosa de dispositivos digitales; que habían empezado ya a separar al ser humano de lo más valioso que tenía… Su alma y su capacidad para amar al prójimo.Estoy a punto de subir al tren y en las pantallas gigantes de la estación veo una noticia desgarradora: ‹‹Mueren a los 85 años una de las escasas parejas de seres humanos que quedaban con vida››. La noticia pasa desapercibida, nadie hace ninguna mueca de asombro o de apesadumbres, y no me sorprende. Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que vi un rostro humano y notar sus facciones preocupadas, felices, tristes o con rabia. Las personas ya no se hablaban de frente. Dejaron de citarse de forma tradicional para ir a comer o de quedar con los amigos en el bar de la esquina para tomarse unos tragos; y dejaron por consiguiente también, de llegar con sorpresa a comer a las casas de sus madres. Se privaron de hacer muchas de cosas por sí mismos, porque estaban inmersos en su tecnología, la cual, empezaba a hacer las cosas por ellos.

Paradójicamente, esa tecnología sustituyó el amor de un padre hacia sus hijos, debido a que la mayoría de los niños se refugiaban en sus tabletas, en sus computadoras o en sus celulares. Las personas por las calles caminaban centrando más su mirada en el teléfono, en lugar de fijarse en las personas que estaban a su alrededor, y por lo menos, obsequiarles una sonrisa o darles los buenos días. Ya no había pláticas en la estación del tren o en la central de autobuses o en los aeropuertos, pues todos enfocaban su atención en sus dispositivos. Todos parecían autómatas sin verse ni siquiera el rostro. Eran tecnócratas autistas de una época moderna.

Olvidaron cómo conversar con otro ser igual a ellos; porque su tecnología absorbía todo su tiempo y afecto. La gente ya no se enamoraba tradicionalmente. Internet, el gran cómplicé, sustituyó toda la emoción de conocer y de salir con alguien más. Las aplicaciones de citas te decían si eras compatible o no con otra persona.

A los humanos ya no les quedaba amor en sus entrañas y en lo borrascoso de su ser. Sentían más apego por la inteligencia artificial y por programas autómatas; igual que ellos.

De manera ingente fueron saliendo programas y máquinas cada vez más inteligentes, capaces de decirles que los comprendían, que los amaban, que los adoraban, que no se preocuparan por nada, que todo estaba resuelto. Se les olvidó lo fácil que era amar a sus semejantes llenos de virtudes y defectos; que nos hacían únicos como personas. En su lugar, amaban a toda esa tecnología que era perfecta; que no tenía complejos ni defectos. No tenían que enamorarla todos los días, no tenían que lidiar con sus temores ni ella lidiar con los de ellos. No había que invertir tiempo en mandarle flores o llevarla a cenar. No, ahora ya no era necesario. Si, la tecnología los amaba y todos a ella. Los recibía con una voz programada que les decía: ‹‹Qué tal tu día, mi amor, te he estado extrañando››. Y les daba un beso con su pantalla táctil y los abrazaba en tercera dimensión. Los hologramas fueron sustituyendo a los esposos, esposas, hijos y amigos reales. Ya no era imprescindible tener amistades de carne y hueso, pues había hologramas tan asombrosos que eran capaces de amar de forma acezante tomando la forma de un humano. Ya no sabían lo qué era el amor. No pasó mucho tiempo en que aparecieran más androides capaces de amar y de obsequiar placer sin esperar nada a cambio. Estaban ahí sin importarle si eran ricos o pobres, neuróticos o tímidos. No, a ellos les daba igual, no les importaban los defectos de las personas.

Todo lo encontraban en los aparatos y aplicaciones que les resolvía la vida como un mago con su varita mágica. Les daba el clima, las finanzas, les mostraba cómo llegar al trabajo, les permitía escuchar música, ver videos, etcétera.

Les entregaba horas y horas de entretenimiento sin decir: ‹‹Mi amor, estoy cansada y no estoy de humor››. Era todo tan perfecto, que todos se sentían increíble; pero no se dieron cuenta en qué momento se perdieron en el lodo pueril de tanta ciencia, incapaces de decir un te quiero de forma natural. Simplemente ya no tenían la capacidad de hacerlo, la habían canjeado por un sinfín de aparatos abigarrados que los sedujeron de forma subversiva; pues se volvieron tan incapaces de amar, que dejaron inclusive de ser capaces de odiar. La mayoría de las personas se llenaron las entrañas de cables, de circuitos, de chips, de cámaras. Sus venas se volvieron alambres de cobre que transportaba información digital. Tenían dentro un mundo interconectado para conectarse con los demás. Voy observando por la ventana del tren cientos de paisajes y en ellos veo gente, o más bien androides y robots, con forma de humanos; en esta época ya no sabemos cómo diferenciar a un humano real de uno falso.

¿No entiendo cómo llegamos aquí?, ¿cómo es posible qué se haya extraviado la capacidad de amar al prójimo? Y en cambio, idolatrar a la tecnología. Veo por las calles a las parejas de la mano con sus robots, con sus máquinas de inteligencia artificial o con sus androides. Caminan muy felices. Ver a una pareja de personas reales es toda una hazaña, es algo que no se ve todos los días, así como la pareja de ancianos cuya muerte era anunciada en las noticias en las pantallas gigantes de la estación del tren. Ellos fueron de las pocas personas que no sucumbieron a los encantos digitales y tecnológicos. Permanecieron como verdaderos humanos hasta el final de sus días, en cambio, la mayoría perdió el derecho de hacerse llamar como tales.

No dejo de preguntarme, ¿qué pasó?, ¿qué hicimos mal?, ¿dónde nos equivocamos? ¿Por qué la gente ya no se ama cómo lo hicieron nuestros padres y abuelos?

Alguna vez llegué a escuchar a mi abuela decirle a mi abuelo en una ocasión en que se enojaron: “No puedo hacer rápido las labores de la casa y servirte el desayuno al mismo tiempo; lo haré cuando sea un robot”. Vaya paradoja.

Por fin llegué a mi destino.

Subo rápido a mi departamento y la veo tirada en el suelo, inconsciente y endeble. No abre sus ojos, está fría…

―¡Mi amor, despierta! ¿Qué te pasó?, dime algo, despierta por favor ―dije yo totalmente aturdido.

Con exiguas fuerzas la tomé entre mis brazos, y en esos instantes se movió. Abrió sus ojos y me miró de manera melosa; y entonces con una sonrisa más afable que el alba que nos arrullaba con el sopor de las mañanas, me preguntó: ‹‹¿Qué tal tu día, mi amor, te he estado extrañando››.

Y posteriormente me dijo:

―Descuida, no quise asustarte, lo que pasa es que mis circuitos se dañaron, mi sistema central tiene un corto y uno de mis sensores se mojó; pero no te preocupes, estaré bien en un par de minutos. Mi sistema operativo ya se está reiniciando y autoanalizándose para validar los daños; siéntate a comer, mi amor, en estos momentos te sirvo la cena.

―Gracias, mi amor ―le dije, con un atávico tono de tranquilidad―, pero yo también voy a autoanalizarme, mi sistema de llamadas no funciona, parece que traigo una avería leve en mis circuitos centrales, en un momento estoy contigo para cenar.

Si… Y pensar que yo también fui un ser humano. Pero la tecnología, como a la gran mayoría de las personas, terminó por carcomerme las entrañas…