Entro en mi ciudad, la reconozco por una expectativa agazapada, sus grandes edificios, las largas avenidas conglomeradas de muchedumbre y los vagones del metro. Después el mercado con portales y con tiendas de frutas, los rieles relucientes de un tranvía que se pierde hacia un rumbo donde fui joven, un olor a colegio, paredones tranquilos, un blanco cenotafio, y mi barrio con su ahuehuete milenario que no termina de olvidarme.
Mi ciudad es olores, colores e historia en un sólo ambiente que reluce secretos y recuerdos condensados en el relente de un presagio indiferente. Todo es andén en los equivocados trenes, y las innumerables vías por donde bruscamente se desplazan los automóviles, los espíritus y el insalvable perdón de los perros que custodian sus calles; en ella nada es verdad y la esperanza es frágil, como el eco de sus habitantes.
Mi ciudad aparentemente crece sobre la voz de los muertos que la mantienen bajo el dolor de los días y la codicia que muerde. Ambiciono los parques, sus aguas y el pretexto de la transitada y lejana infancia rendida a la costumbre de los que me rodean, del lienzo pegado a la piel en verde y rojo, o tal vez incoloro, pero que cubre el dolor, el reflejo inequívoco de los que rondan la vida con las manos en los bolsillos.
Ambiciono el rumor de las tardes, la humedad que simula la noche en el manojo de hechos que me hace existir. Apuesto mi dolor, la codicia y la redención de una ciudad que intenta sobrevivir envuelta en humos, en una atmósfera donde apenas respira y, con se tiñe de Rosa pálido la línea por donde avanzo, por mi ciudad que me recibe redimida.