Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Retrato post-mortem

Autor: David Kolkrabe

Abril 2021

 

 

Eleonora murió cuando paría a mi abuela. Nunca la conocí, pero había una gran fotografía suya enmarcada y exhibida en la sala que me recordaba que había existido. Desde niño me interesó esa foto. Mi bisabuelo y los que la conocieron en vida —todos ancianos— la describían como una mujer hermosa de piel tersa y suave, con una mirada llena de bondad. Odiaba las injusticias, decían, y era incapaz de matar una mosca. A pesar de llevar más de 70 años muerta, dentro de la familia gozaba con la reputación de ser la más hermosa de la familia. Su retrato, sin embargo, mostraba a una mujer grotesca, de aspecto sombrío y mirada perversa.

Por muchos años me olvidé de aquella foto y de mi bisabuela, hasta que heredé la casa que había pertenecido por generaciones a mi familia. Mis padres, que sólo habían engendrado un hijo, murieron casi al mismo tiempo de una neumonía atípica que por aquel entonces afectaba a millones. Su muerte fue tan fugaz como inesperada; mi dolor, enorme. No los había visitado por diez años y me remordió la consciencia que sólo por su muerte decidiera regresar a la casa en la que pasé mi niñez.

La casa que heredé era vieja y grande, hecha de bahareque y madera. Había resistido a tres incendios y a un terremoto intenso que había arrasado con las demás casas de la calle. Era una verdadera reliquia. Mi plan era venderla a la alcaldía, pues con dos plantas y once habitaciones, era ideal para ser usada como casa-museo. Salvo dos cuartos, todos estaban vacíos. Quizá albergaban una silla o una mesa vieja, pero por años nadie había entrado en ellos. Los otros dos fungían, uno como dormitorio, y, el otro, como sanalejo, es decir, como cuarto de los trebejos, que permanecía bajo llave.

En la parte baja, sobre la chimenea de la sala, se exhibía imponente el retrato de mi bisabuela. Medía 80 cms de alto con 50 cms de ancho y estaba encuadrado en un precioso marco dorado cuyos ornamentos recordaban las alas de un murciélago. El retrato me volvió a llamar la atención, esta vez no por las historias sobre la bondadosa Eleonora, sino porque había dedicado mi vida al bello arte de restaurar fotos y aquel me parecía digno de ser restaurado.

El paso de los años había corroído el contorno de la fotografía y sólo se podía apreciar, en blanco y negro, a mi bisabuela sentada en un solio alto y acolchonado; tenía las manos apoyadas en su vientre, los ojos abiertos y una sonrisa con una extraña mueca que me perturbaba. La cabeza se apoyaba contra el respaldar de la silla. Me acerqué a examinar la foto y noté algunos detalles que no se apreciaban desde la distancia: tenía una nariz jorobada y aguileña, el pelo desordenado y un par de dientes podridos; su mirada era profunda y, para haber muerto a los 20 años, tenía muchas arrugas en su ceño y alrededor de los ojos; tenía ojeras pronunciadas y una cicatriz que le cruzaba toda la mejilla izquierda. Un gran lunar negro se posaba sobre su ceja derecha y tenía un rostro ovalado. Vestía un traje ornamentado y un collar de perlas.

El retrato era, por su tamaño, una excentricidad. No es común ver fotografías de aquella época que fueran impresas en ese tamaño. Sin duda merecía ser restaurada. Como pude, bajé el marco intacto y me percaté de que, o estaba hecho de oro puro, o era una imitación muy bien lograda. Abrí con cautela el espaldar y retiré la fotografía con sumo cuidado. Sobre la mesa cayó una pequeña nota escrita a mano que decía:

 

Eleonora Hernández Parra.

Fecha del retrato: 8 de marzo de 1946.

Fecha de defunción: 7 de marzo de 1946.

Mujer joven. 20 años. Se acomodó en la silla, se le cruzaron las manos, se le abrieron los ojos y se forzó una sonrisa. Vestido vinotinto, perlas blancas en su cuello. Piel tersa y rostro hermoso. Sin cicatrices ni manchas. Lunar sobre su ceja derecha.

 

Algo había leído sobre los retratos de ese tipo. La fotografía post-mortem fue una práctica muy común hasta mediados del siglo XX, que consistía en fotografiar al difunto a las pocas horas de su muerte, como forma de conmemorarlo. Por varios años, la iglesia condenó esta práctica al argumentar que la fotografía tomada sobre un cadáver capturaba su alma y no la dejaba descansar en paz. Los avances médicos y el acatamiento de los mandatos de la iglesia hicieron que esta costumbre cayera en desuso. Seguramente mi bisabuela fue una de las últimas personas en ser retratadas después de su muerte, pero era el único caso conocido en el que la fotografía se había deteriorado tanto como para hacerla pasar de ser una mujer bella a una espantosa.

Los detalles eran, sin embargo, muy realistas, pero a pesar de la evidencia, me negué a creer que hubiera tras la foto algo más que una ilusión óptica provocada por la corrosión. El trabajo de restauración de fotografías requiere sumo cuidado y tiempo, en especial si se ha deteriorado tanto y es tan grande como el retrato post-mortem de Eleonora.

Emprendí la tarea con tal obsesión que no salí de la casa durante los tres días que trabajé en la fotografía. Comí y dormí poco, y el tiempo de descanso que me obligué a tener lo dediqué a indagar en el cuarto de sanalejo las pertenencias de mi bisabuela. Allí encontré una fotografía que me llamó la atención. Ella estaba de pie con mi tía-abuela Matilda, que por aquel entonces tenía unos dos años de edad, tomada de la mano. Eleonora estaba en estado avanzado de embarazo y era supremamente bella. Sus ojos indicaban bondad y su semblante, paz. Llevaba puesto un vestido blanco puro y miraba a su hijita con una sonrisa llena de amor. A pesar de la baja calidad de la foto, se percibían unos pequeños hoyuelos en sus mejillas y el característico lunar sobre su ceja derecha.

Cuando terminé de restaurar el retrato, quedé paralizado. Ya lo iba intuyendo a medida que trabajaba en él, pero el resultado final fue un verdadero puñal en mi pecho. Todos aquellos rasgos terribles que había atribuido a la corrosión del papel se veían con más detalle y lobreguez luego de la restauración: su nariz espantosa, su mirada y sonrisa perversa, su cicatriz y falta de dientes. ¡Todo! ¡Todo estaba ahí y se veía con sombría nitidez! Además, en el contorno apareció la figura espectral de un hombre alto, delgado y barbado, que vestía un traje elegante, y que miraba a mi bisabuela complacido.

Espantado y sin poder entender lo que ocurría, busqué entre sus pertenencias alguna pista que pudiera develar la verdad de Eleonora. Mis manos trémulas tomaron una por una las fotos de mi bisabuela: ¡era en verdad una mujer bella y encantadora! Su ropa, aunque antigua, era femenina y seguía oliendo a jacinto a pesar de los años. Las cartas de amor de sus pretendientes la llamaban «la mujer más hermosa que haya existido» y «la mujer más bondadosa del mundo entero». ¿Por qué, entonces, su retrato me mostraba a una mujer tan pavorosa y pérfida?

Una pequeña libreta me dio la respuesta. Fungía como diario de Eleonora y seguía con el cerrojo puesto. Tardé en abrirlo, pero lo logré. Lo que leí en él me dejó estupefacto. Eran escritos cortos, a mano, que contaban lo que había hecho en el día. Transcribo tres a modo de ejemplo, pero entre más leí, encontré escritos más terribles que los que estoy dispuesto a replicar.

 

11 de noviembre de 1945.

Matilda rompió un jarrón carísimo y tuve que castigarla. Aproveché que Enrique [su esposo] fue a trabajar al campo toda la semana y la dejé atada en un cuarto solo con agua. Dos días. La pobrecita no dejó de llorar todo ese tiempo.

 

3 de diciembre de 1945.

Rocco [era el perro del vecino] entró a mi casa. Llevaba días sin probar hombre y se me antojó probar perro. Fue una faena inolvidable. Los pastores alemanes son insaciables y muy buenos amantes.

 

5 de diciembre de 1945

Evelio [el vecino] se negaba a pagar el jarrón que rompió su perro. Hoy lo seduje hasta llevarlo a la cama. En un descuido, lo amarré y le hice cortes en su pecho hasta que juró que lo pagaría. Lo pagará. Sé muchas cosas suyas que no le convienen que salgan a la luz.

 

Ya había escuchado la historia del retrato que plasmaba la verdadera alma, mientras el cuerpo seguía puro. ¿Aquello le habría ocurrido también a mi bisabuela? ¡Perversa, desalmada, sádica, guaricha, santurrona, corrupta, morronga, canalla, depravada, cruel, ramera! ¿Cómo podía guardar en su semblante puro un alma tan sórdida? La odié con el alma y odié aquella fotografía. Odié el día en que nació y odié que por mis venas corriera la misma sangre que la de ella. Aquella mujer, que era venerada por toda mi familia como la más bondadosa, la más bella, era la más vil y corroída de todas. Si el retrato se corrompió, no fue por el paso del tiempo, sino por su alma.

Miré de nuevo la fotografía y la tomé entre mis manos temblorosas, sudorosas. Mi respiración agitada me impulsaba a destruirla para siempre, a quemarla, a eliminar todo recuerdo de Eleonora. Vi sus ojos turbios una vez más y a la figura espectral que la miraba con agrado. En un impulso, la rasgué por la mitad con rabia y Eleonora quedó partida en dos. Dejé los desechos sobre la mesa y fui a prepararme una taza de té para a calmarme. Aquello no podía ser real y debía pensar.

El día se oscureció de repente. Una tormenta eléctrica se aproximaba y ya se escuchaba a los lejos el sonido de fuertes relámpagos. Algunos escombros cayeron sobre mi té y sentí cómo la antigua casa empezaba a moverse y a caerse por pedazos. Corrí al cuarto de sanalejo por mis instrumentos de restauración y salí de la casa de prisa. Frente a mis ojos vi cómo la construcción de más de 200 años fue cayendo poco a poco hasta hacerse añicos. Me senté aliviado sobre la acera y me creí bendecido por haber salido ileso de allí. Revisé mis cosas, preocupado de no haber dejado nada de valor, y me encontré con la fotografía partida a la mitad: Eleonora había desaparecido. Se veía el solio alto y acolchonado, pero vacío, y la figura espectral que miraba a mi bisabuela, ahora me miraba a mí directo a los ojos.