Rama mineral de la memoria diamantina
Por Marisol Vera Guerra
Marzo 2020
Imagino a Ethel sentada en un jardín, en el albor de una mañana blanca, con Francisco de Quevedo y Xavier Villaurrutia, escribiendo presta este soneto: “Se llama, llama, amor esta dulzura”. Son claras sus resonancias, claro el gusto por leer a los poetas del siglo de oro español y a los Contemporáneos, a los novohispanos y a los posmodernos. Krauze no desdeña la delicia de otras épocas y no descuida el pulso de este siglo que ya se alza, rugiente, con apenas dos décadas de vida.
El cansado siglo XX se apagó con muertes en la frontera y una palabra nueva para nombrar lo que había permanecido invisible: feminicidio. Ahora Latinoamérica arde en una serie de levantamientos que nadie veía venir. Y somos nosotras, las mujeres, quienes estamos haciendo esta nueva revolución del pensamiento. Con aguda consciencia social y una maestría literaria que deslumbra por su precisión, Ethel le habla a una patria que durante mucho tiempo permaneció muda, impasible; a un ángel de piedra tan frío como las leyes que no nos han protegido:
Se lo hemos pedido con donaire
con versos
con canciones festivas
y hasta con diamantina.
La rama diamantina del árbol de la vida, el día amate en que nos damos la mano, una a una, en la manada para hacernos oír. Mineral memoria que resguarda en los poemas lo que silencia la historia.
La poeta elige el amor como eje conductor de este breve libro que ha titulado Dos ramas, acaso pudo también llamarse Dos llamas o Dos almas, porque canta (sí, canta, su ritmo sugestivo es de canción) al amor que danza sobre los cuerpos y al que grita rabioso ante la tormenta. A ratos desde el alma individual que se descubre entre melancolías y arrebatos, y también desde el alma colectiva para formar de nuevo un nuevo magma.
Un verdadero aullido de dolor cierra este libro y nos abre a nosotros, a ti y a mí, lector, lectora, nos llena la cara de púrpura, nos muele a palos para despertarnos de la disonancia a la que ha querido someternos. No he podido ser mi propia madre, reclama la poeta, nos inunda de llanto y, finalmente, nos entrega su voz para que continuemos el grito.