Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

¿Quién las invitó?

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Por Julieta Arévalo

16 Enero 2020

Llevaba varios días sin poder dormir. Cuando se acercaba la noche, mis nervios se crispaban porque estaba convencida de que mis ojos nunca se cerrarían, entonces me imaginaba como una televisión encendida día y noche, consumiéndose, a punto de explotar. Daba vueltas en la cama, usaba mi juguetes para sosegarme, veía infomerciales, me tomaba una copa de vino, ponía música new age, pero mis ojos seguían abiertos. Escuchaba los crujidos de la duela, del refrigerador y de sus habitantes, de los mosquitos, y a los vecinos discutir y a sus hijos lloriquear.

Mi vida se hacía insoportable, sin poder dormir las ocho horas en las que usualmente mi cuerpo se perdía entre las sábanas; además comencé a resentirlo en las clases que daba. Cuando a los chicos les tocaba leer algún fragmento del libro de lectura, me quedaba dormida, o cuando les hacía un examen, detalle que a ellos les fascinó, pues gracias a mi cansancio podían darse el lujo de copiar. La maestra-barco fue su mejor cómplice durante un tiempo.

Me hice amiga de la vendedora de la tienda naturista, le compré una variedad de tés relajantes, pero apenas sí funcionaron. Con las gotas para el sueño ocurrió lo mismo; el Alprazolam logró dormirme, pero me aletargaba, además me robó la libido. Así que las abandoné. Busqué algo nuevo. Una amiga me había dicho que gracias al yoga su sexualidad había despertado, era otra más que había dejado de tener pensamientos suicidas y ahora su vida era una con el universo.

Comencé mis clases de yoga un día lluvioso y con frío. Mis piernas temblaban con los ejercicios y mi cabeza no dejaba de pensar; pero: “rompe las cadenas de tu pensamiento y romperás las cadenas de tu cuerpo”, repetía el maestro. Las primeras clases intenté imitar a los otros, hasta que finalmente encontré mi propio ritmo. Comencé a respirar como Dios manda, era como ser de nuevo un bebé que respira sin angustias, desde el ombligo hasta el pecho. Mi maestro me enseñó algunas técnicas para conciliar el sueño.

Practiqué en casa: me senté en flor de loto, inhalé, exhalé, mi tórax se expandió hacia los lados, expulsó el aire, vació los pulmones, seguí respirando, me puse en postura de bebé, me incliné hacia delante, estiré los brazos, mi frente estaba en el piso. Por fin logré conciliar el sueño.

Dos semanas después me recosté en la cama luego de untarme el aceite de lavanda en los lóbulos, pero una respiración me despertó, una respiración igual a la que yo hago cada noche. Tal vez estoy imaginando cosas, pero me callo y la escucho de nuevo. ¿Acaso es mi propio eco? Cinco minutos después se deja de escuchar. Logro dormir después de varias horas. Quizá meditar lleva a un estado fuera de la realidad o produce alucinaciones. Continué los demás días respirando tal como me lo recomendó mi maestro de yoga, sin embargo la otra respiración regresó. Volvieron los terrores nocturnos, las ojeras, el mal humor, la ansiedad, la maestra barco. Poco a poco la respiración se había instalado en mi recámara, vivía bajo las sábanas, junto al aceite de jazmín, al de romero y al de lemon tree, la pared donde tenía los mandalas ya estaba impregnada de ella. Y eso no fue lo peor, después de siete años sin ninguna relación sentimental, había conseguido una pareja en Tinder.  Ya estábamos pensando en vivir juntos, pero el romanticismo se rompió pues cuando hacíamos el amor, la respiración llegaba, yo comenzaba a insultarla y por supuesto perdía la concentración. Mi novio se cansó y me dejó porque según él estaba loca.

Dejé de ir al yoga. Me dediqué durante varias noches a grabar con mi teléfono la respiración, para mostrarle al mundo que no estaba enferma, pero de repente dejó de hacer acto de presencia.

Cambié de hobby y decidí que las clases de zumba podrían ser una alternativa para mi tranquilidad y para producir endorfinas.  Me he llenado de energía, he sudado al compás de la bachata y de la música de banda, he bajado de peso, he conocido a señoras que me dan consejos para quitar las  manchas de la ropa con Pinol, sin embargo mi tranquilidad ha vuelto a sacudirse al escuchar cada noche, justo en mi recámara, las risas de las señoras que bailan, sus aplausos con cada estribillo y sus exclamaciones cuando termina una canción. Me despiertan a mitad de la noche, me alteran, me dicen que baile, que no sea mamona, que soy muy tiesa, que ponga de mi parte. Son las vocecitas, me invitan, me retan, me hostigan para que cante, dicen que soy muy rara porque no me sé las letras de las canciones de Enrique Iglesias, ni de Romeo Santos, ni de esa música de banda que ya me tiene al borde del colapso.

Abandoné las clases de zumba. Mi cintura volvió a rellenarse, mi mente a malviajarse. Le he contado mis malestares a la vendedora naturista y por primera vez alguien pareció comprenderme. Me recomendó vitaminas, melatonina, pastillas de valeriana, el té de la serenidad, los saquitos térmicos de termoterapia, los discos de mantras y el cepillo para masajes. Sus ojos brillaron cuando saqué de mi cartera tres billetes de 500 para pagarle. Con una gran sonrisa, me aseguró que iba a salir adelante.

Mi ejercicio ahora consiste en atrapar cuanto ruido escucho durante la noche y dejar su testimonio en mis tres teléfonos, los cuales están distribuidos en mi recámara. Por desgracia, el único testimonio que he podido escuchar hasta ahora es el de los mosquitos. Ahorré para comprar un sonómetro con la esperanza de atrapar la respiración y a las vocecitas, pero aún no hay resultados.

Hoy fui a ver a mi amiga de la tienda naturista, quien me recomendó una línea de productos naturales activados y programados con reiki, incluyendo la vibración energética de las flores de Bach, cuarzos y cristaloterapia para potenciar mis capacidades emocionales, mentales, espirituales y energéticas. Esta vez le di dos billetes de 500 y no me sonrió, pero yo me fui feliz porque estaba convencida de que ya no iban a molestarme. Así que llegué a mi casa, preparé un té y antes de ver mi serie favorita, escuché los mensajes del teléfono. Era la respiración, más profunda y pesada que de costumbre,  luego llegaron las vocecitas para preguntarme por qué había dejado las clases de zumba; y también mi amiga de la tienda naturista habló, les comentó que si yo no iba, ella podría ir en mi lugar, después se rieron y dijeron que yo era un caso perdido, “ya mejor mátate, mana”, dijo mi amiga naturista. “Rompe las cadenas de tu pensamiento y romperás las cadenas de tu cuerpo”, escuché clarito la voz del maestro de yoga.

Colgué el teléfono enfurecida. No puedo permitir que las vocecitas hablen de mí, que me controlen, que se burlen y se aparezcan cuando se les dé la gana, nadie las invitó, tampoco a la respiración. Estoy atrapada, ¿qué puedo hacer, Dios mío? Creo que es momento de buscar a un psíquico o médium para que liberé mi camino y se lleve mis ruidos. Odio las interferencias, los estorbos, las invasiones sin razón.

La decisión estaba tomada: cancelé mi línea telefónica, también el plan del celular. Seguí el consejo de mi amiga naturista, y después de una intensa búsqueda, di con aquel artefacto. Lo guardé en el cajón, estaba convencida de que en cualquier momento lo usaría.  Y disparé, mis tímpanos se quebraron. Alcancé a oír las carcajaditas burlándose.