Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

¿Quién escribe?

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 Por Julieta Arévalo Contreras

16 Junio 2020

Intentaba concentrarme al menos veinte minutos, en realidad la idea era hacerlo durante horas: permanecer sentado frente a la pantalla con los dedos ejercitándose hasta que me dolieran, hasta llenar la pantalla de palabras y frases y después una historia. Pensaba que durante la noche iba a ser más sencillo concentrarme. No pasaba, me distraía con cualquier cosa: los ladridos de los perros, los pájaros, el de los tamales, el del pan, el gato, mi teléfono; los ruidos del refrigerador y el piso de duela. Trataba de escribir cuando el silencio ocupara la noche, pero incluso el silencio me alteraba. Me daba por descifrar su lenguaje y se me iba el tiempo en cavilaciones que se mezclaban con asuntos terrenales: la renta atrasada, la pensión de mi exmujer, la colegiatura de mi hijo, el servicio del coche, la sobrecarga de trabajo, el súper, las verduras echadas a perder. Pensaba en cómo se transformaban y cambiaban de forma y color, algunas verduras se encogían como ancianos, a otras les salía una espuma rabiosa que no era más que moho.

Me dormía extenuado de no haber cumplido mi propósito, creyendo que quizá al día siguiente lo lograría, pero volvía a suceder más o menos lo mismo. Alguien me dijo que no hay que ser demasiado pretencioso en las tareas, que hay que comenzar dedicándoles quizá diez minutos y luego ir agregando minutos, hasta cumplir una hora. Lo intenté, lo juro, no pasaban ni cinco minutos y yo ya estaba en otro lugar. El psicólogo de la oficina en donde trabajaba me aconsejó poner en la casa mensajes: hoy voy a escribir cinco minutos, hoy voy a escribir 20 minutos, hoy me voy a dedicar a escribir, hoy mi disciplina me llevará a cumplir mi objetivo: escribir, escribe una cuartilla, escribe maldita sea, escribe y deja de hacerte pendejo. Los mensajes fueron subiendo de tono y terminaron por invadir cada rincón de mi casa. Fueron inútiles mis intentos. Para colmo de males entraron a mi casa a robar y se llevaron mi computadora, mi pantalla, las bocinas, el aparato de sonido y lo que tenía guardado de la renta. Así que tuve que sacar una computadora a plazos. Pensaba que con otro equipo podría volver a escribir. Lo intenté y sólo me salían frases cortas e inconexas que nunca lograron llenar la pantalla. Decidí no presionarme y descansar un poco, total estaba agotado. Mi trabajo me mantenía ocupado y difícilmente podía hacer otra cosa entre semana. Llegaba tarde y me salía muy temprano a la mañana, así todos los días. Hasta que me corrieron por aquel recorte masivo. Llevaba siete años sin vida personal, así que supuse que merecía una liquidación digna. No fue así, pero si disminuía gastos podría sobrevivir casi un año en lo que buscaba un nuevo trabajo que no me quitará tanta energía.

Estuve rascándome la panza varios días, incluso me fui de vacaciones, hasta que se me ocurrió que ya era momento de regresar y escribir, aprovechar mis tiempos largos y relajados. Ya no tenía pretexto, las ojeras habían desaparecido, mi digestión había mejorado, estaba de buen humor, sentía que la gran obra estaba a punto de nacer.

Me animé a prender la computadora un lunes, el peor día para quienes trabajan en una oficina más de diez horas. Varios archivos desperdigados aparecieron en la pantalla: Jenny y yo, El camino de atrás. La mujer del pantalón roto. El orden y el caos. Los ojos del gato. Otra vuelta a la mierda. El poeta del metro. El niño y el chimpancé. La novia celosa. El perro de tres patas. El hombre del sombrero azul. El vagabundo y la señora Estela. Las pelotas del viejo. Los que se fueron. Sombras y monstruos. El descaro. Los sueños de Hilda. La última noche.  La bella y la otra bestia. La tos del vecino.  La mujer de manos feas. El escritorio del señor Pérez.

Comencé a leer los manuscritos con sorpresa y miedo, pues evidentemente alguien estaba escribiendo en mi computadora.  El estilo era desenfadado.  Quien escribía lo hacía liberado, se notaba a leguas. Cada una de las palabras había sido escogida cuidadosamente, los temas eran cotidianos y con ciertas reflexiones, algunas poéticas, otras realistas, lo que siempre quise hacer. Mis historias no tenían gracia, a la única que le gustaban era a mi exmujer y ahora que lo pienso, creo que me daba ánimos porque estaba enamorada de mí. Lo que me ponía la piel de gallina era constatar que varias historias tenían que ver con la mía. Era una persona que me conocía, sabía que alguna vez compartí sábanas con una mujer llamada Hilda

Confieso que tuve miedo de llegar a casa y de encontrarme con el Otro o de pararme en la noche por agua y ver que usaban mi computadora. Estuve en vela varios días intentando descubrirlo, pero fue inútil. Sólo estábamos mi gato y yo. Era imposible que él fuera el creador, aunque en algún momento lo llegué a pensar, pero siempre estaba dormido o tirado en el sol. Poco a poco me fui olvidando de escribir, el Otro lo hacía por mí. Me dediqué a ver series y a leer las novelas que tenía apiladas.

Llevé las obras a registrar y las mandé a la editorial de un amigo. Después de meses sin saber de él, me marcó un día para decirme que iban a publicar el libro. Me felicitó por haberlo logrado, me dijo que se sentía orgulloso de mi dedicación, que se notaba otra voz, una más madura, pero con cierta jovialidad. Me dijo que siguiera escribiendo, que esto podía ser el comienzo de lo que siempre había querido.  El libro alcanzó cierto éxito, me invitaron a ferias y tuve algunas presentaciones en el interior de la república. Tenía preparado un buen guion para hablar de “mi obra”. Nunca titubeé cuando me preguntaron por los temas, el estilo, por qué escribía, qué me movía, qué me apasionaba, a quién admiraba. Interpreté mi mejor papel, incluso llegué a pensar que quizá yo sí había escrito la obra, que quizá mi sonambulismo (trastorno que padecí de niño) había regresado y en lugar de caminar dormido, prendía la computadora.

Había pasado un año desde aquello y mi amigo editor comenzaba a preguntarme por la siguiente obra. Yo intentaba decirle que estaba pensando en tal o cual tema, pero parecía no estar muy animado con mis adelantos, así que me dejó en paz un rato.

Prendí la computadora e intenté escribir. Salían frases huecas, ideas vacías, volvían a dispersarse mis pensamientos. Estaba irritable, ni el café, ni el té, ni el vino tinto lograban estimularme.  Comenzaba la angustia, una dermatitis se adueñó de mis brazos, tenía ganas de romper la computadora y de decirle al Otro que dejara de chingarme y que apareciera de una vez por todas. Vi caer la taza sobre el teclado de la computadora, las letras quedaron inundadas de café con leche. Maldije, grité, di un puñetazo en la pared.  La llevé con el técnico, sin embargo, después de cinco días me avisó que no tenía remedio, ni siquiera el disco duro pudo salvarse. Tuve que comprarme otra computadora, una más sencilla.

Estaba muy estresado, así que volví a irme de vacaciones. Recordé que eso había hecho anteriormente, quizá esa especie de ritual era la única forma en que el Otro se manifestara. Cuando llegué a casa, escuché varios mensajes de mi amigo, el editor; quería invitarme a un proyecto para una novela. Tenía miedo de prender la computadora y de encontrar la pantalla vacía, pero sobre todo de regresar a un escritorio de oficina.