Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

¿Publicar o no publicar?

PUBLICAR O NO PUBLICAR

¿Publicar o no publicar?

Autor: Óscar Garduño Nájera

 

Ahora mismo reviso la bandeja de entrada de mi correo electrónico. Uno de ellos en especial. Lo abro. En él se me explica que mi novelita no consiguió el consenso de los que conforman la editorial. Sonrío. No es premio de consolación. En verdad sonrío frente a la pantalla. No deben ser más de tres los que conforman la editorial. Sumen ustedes el personal que tienen para la entrega de libros. Si es que los tienen. Señores gorditos de dientes picados que lo mismo les da trabajar en una editorial que en una pizzería. Aunque por otra parte no debe ser el mismo sueldo. Es lo que me pongo a pensar en cuanto cierro el correo y abro otro. Una amiga muy querida me ha mandado un video de ella masturbándose dentro del baño del trabajo. Así es como debería uno pasarse los tragos amargos. Es lo que me repito antes de hacer lo propio.

Casi al final del primer correo se me hizo una sugerencia: hay que dejar que pase el tiempo y trabajar en la novelita de nuevo. Es una fórmula tan vieja que cuando te la sugieren piensas que te están tomando el pelo, que alguien se cagó de risa (y seguramente tenía los dientes picados) cuando estaba redactando el correo electrónico que te harían llegar. A algunos de nuestros listillos e intelectualitos se les ocurrió afirmar que el tiempo puede madurar una obra literaria. Como si se tratase de una fruta. O de un adolescente. Yo no me lo creo tanto. Si de entrada lo que escribes es una mierda, seguirá siéndolo luego de un año o dos. Sólo que será una mierda que ya lleva un año o dos contigo. Hasta que por fin te decides a tirarla al excusado y bajar la palanca. Lo del tiempo es una trampa. Una receta con la que se engañan los autores jóvenes. Una pistola que te ponen en la sien para que el editor jale del gatillo. Pum.

Los otros puntos que se mencionan en el correo electrónico son como de grandes lecciones de talleres literarios. Falta trabajar más la historia. Desarrollar más las situaciones. Esas grandes lecciones literarias a mí me suenan a grandes lugares comunes con los que en literatura se puede descalificar a cualquier obra literaria. Así sea mala. Así sea buena. Son grandes lecciones que los estudiantes de literatura deben aprenderse de memoria para las reseñas que tengan que entregar a fin de semestre. Sí, maestra, Ave, tal libro no me pareció tan malo, pero… y aquí deben fruncir el ceño, cerrar los puños y chuparse los labios… falta trabajar más en la historia. Falta desarrollar más las situaciones. Aquí se escuchan los aplausos en el salón de clases.

Cada autor tiene sus motivos para publicar. Hay quien lo hace por dinero. Aquí se escuchan las risas. Cada vez se venden menos libros y la literatura mexicana es un jardín de niños consentidos donde no dejan entrar a los más idiotas o a los menos letrados. Hemos puesto nuestra literatura actual en manos de jovencitos egocéntricos y mamones.

Hay autores que publican por vanidad. Es lindo que te pregunten por tu libro. Es lindo que te inviten a las presentaciones y a las dedicatorias para las que compraste ese bolígrafo tan especial. Incluso se puede ligar con un libro. Detrás del mero hecho de publicar hay tantas historias tan ridículas que lo menos que se puede hacer frente a ellas es morirnos de risa. Pero se las toman en serio. Si es la motivación. Si es lo único que saben hacer, lo de escribir. Si sus padres los impulsaron. Si es vocación.

La operación literaria a la que se enfrenta cualquier joven autor mexicano es la siguiente: si escribes y lo haces medianamente bien (es decir, más de cinco dicen que lo haces medianamente bien o que al menos tienes buena ortografía), se da por hecho, en automático, como una obligación de la que no te puedes deslindar, que publiques. Así sea en tediosas antologías que se publican para que nadie las lea. Así sea en ediciones académicas que se quedan en las estanterías de las bibliotecas públicas hasta que hay cambio de administración y el nuevo director decide tirarlas a la basura o venderlas por kilogramo. Publicar. O que ganes al menos un premio literario. Cada año hay más de veinte premios literarios en México y si no has ganado uno de ellos es porque tu actitud frente a la literatura no es la de un ganador sino la de un perdedor. De las becas, ni hablar. Si escribes y además vives del gobierno eres el chico especial de la clase, aquel que se liga a todas las chiquillas, se peina a lo Travolta y lee Antologías de Octavio Paz o novelones de Carlos Fuentes. Si no publicas o no ganas un premio o no tienes una becas se da por hecho que tu obra es mala aunque en realidad ni siquiera la conozcan; se entiende que si no publicas o no ganas un premio o no tienes una beca ni tu madre se va a dar a la tarea de conocer tu obra, por lo que si es buena seguirás siendo un jodido cero a la izquierda.

El mérito que le damos a los premios literarios no siempre tiene que ver con la calidad literaria y eso es algo que a algunos todavía no les queda tan claro. Sin embargo, nuestros jóvenes autores pretenden publicar a toda costa porque se les enseña que lo importante es trascender por medio de una obra literaria y no realizar el proyecto de obra de manera independiente a cualquier proceso editorial, por lo que publicar y publicar se vuelve una obsesión.

Ya Julio Cortázar lo advierte durante una entrevista en televisión para TVE española (la pueden ver en You Tube). Le preguntan si él no se lamenta de haber publicado tan tarde, pasados los cuarenta años. La respuesta que da son de esas que te ponen a pensar. Y créanme que no se necesita ser tan inteligente para saber que la respuesta que da son de esas que te ponen a pensar. Dice: a muchos de mis amigos les interesaba publicar de jóvenes, se esmeraban en ello, y lo hacían. A la semana siguiente me los encontraba llorando sentados en la banqueta, lamentándose, arrepentidos completamente de lo que ya habían publicado. Yo agregaría: y sin ventas de sus libros. Ocurre con mucha frecuencia que se hace mucho ruido cuando sale el libro, con la presentación, una que otra reseña de esas por encargo, y luego de algunos meses el autor suplica a través de sus redes sociales que le compren un libro, se compromete a enviarlos dedicados (como si se tratase de un disco de Amanda Miguel), lo que es peor: pide a los que hayan leído su libro recomendarlo, hacer una reseña en su muro, quizás y hasta les pueda pagar (con un libro dedicado como si se tratase de un disco de Amanda Miguel).

Nos ha dejado de importar la calidad. El espíritu de autocrítica está casi en vías de extinción. ¿Quieren una prueba? Son muchos los autores mexicanos cuyas últimas obras han decepcionado terriblemente. Cuando escribes corres el riesgo de convertirte en una poderosa máquina de escribir. Importa, como en una fábrica, la producción antes que la calidad del producto. Y hay escritores que hacen carrera con ello. No conformes con convertirse en poderosas máquinas de escribir lucran con la literatura, hasta que consiguen vivir muy bien de ella a través de becas y viandas gubernamentales y entregando obritas mediocres que escriben en sus mejores borracheras y que justifican el que tengan la beca o la vianda. Ustedes me pueden dar los ejemplos. Aquí hay otra operación muy sencilla.

Nadie sabe a ciencia cierta de dónde proceden las ganas de escribir. Eso es lo cierto. Más allá de todos los bonitos cuentos que nos gusta contar cada que nos dicen que escribimos bonito, cada que nos preguntan por qué escribimos. En una ocasión, durante un taller de cuento, el narrador zacatecano Severino Salazar preguntó a los talleristas que cuáles eran los motivos que tenían para escribir. Uno pensaría que existen respuestas razonables para dicha pregunta. Porque quieren ser famosos. Por ejemplo. Porque se sienten mucho más inteligentes que el común de los mortales. Por ejemplo. Porque son tan vanidosos (ya lo dijo Ricardo Garibay), que creen que todo lo que les ocurre merece ser no sólo contado, que ya es agotador, sino leído, que ya es toda una proeza. Pero no. Las respuestas fueron sentimentaloides y cursis. Al punto que una mujer dijo que escribía porque de lo contrario, si no pudiera hacerlo, se iba a quitar la vida. A Severino Salazar y a mí nos quedó claro que más que tener una creatividad desbordada, aquella mujer tenía un severo problema mental. Y es que los escritores, en especial los mexicanos, son románticos y egocéntricos. No nos hemos dado cuenta, pero la literatura mexicana es un círculo demasiado estrecho donde están los mismos de siempre. Dos o tres autores que realmente valen la pena. Y el resto se dedica a reciclar temáticas, obsesiones… con tal de que salga para la beca y para uno que otro premio nacional. Y hasta cierto punto es comprensible: México no es precisamente un país que se distinga por generar empleos estables, por lo que si tienes la oportunidad de vivir del Estado y bien, no la vas a desperdiciar. Esto hasta un niño lo entiende. Pero de eso a que nos quieran hacer creer que sus obras literarias valen la pena… es como si un niño nos quisiera ver la cara de tontos, ¡y lo consiguiera!

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