Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

¿Por qué leer a las mujeres?

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¿Por qué creer en la palabra de las mujeres?

Vaya frases, vaya preguntas. Como sociedad, no hemos cobrado conciencia de la relevancia de estas preguntas que lanzamos aquí y allá cada vez que está de por medio la participación de las mujeres en la vida pública. Las hacemos, tanto hombres como mujeres, convencidos de que son preguntas pertinentes, que tendríamos que responder con argumentos, acompañados de investigaciones de toda índole, ya sea con documentos históricos, sociológicos, psicológicos, biológicos, y, por supuesto, políticos.

El problema no está en las respuestas, sino en las preguntas. ¿Por qué tendríamos que hacernos, en primera instancia, estas preguntas? ¿Qué ha ocurrido para que nos resulten necesarias, lógicas, incluso indispensables? ¿Cómo es que hemos obviado esta reflexión de origen, y pasamos sin más a la elaboración de las respuestas, como si las preguntas no pudieran estar, en sí mismas, viciadas, es decir, construidas con el mensaje interno de que son preguntas necesarias de ser respondidas?

Dicho de otro modo, ¿hay que preguntarse eso? ¿por qué?

Pongamos el discurso al revés: ¿nos hemos preguntado por qué hay que leer a los hombres? ¿por qué creer en la palabra de los hombres?

No. Como sociedad en su conjunto, no hemos considerado estas preguntas. Porque hemos construido el conocimiento y desarrollado nuestra cultura leyendo a los hombres, creyendo en su palabra. Desde la primaria se nos han puesto en las manos los saberes de los hombres en la ciencia, la filosofía, la literatura, la política.  Quienes nos hemos formado en universidades hemos leído a Aristóteles, a Kant, a Cervantes, a Shakespeare, a Darwin, a Einstein, sólo por mencionar algunos. Ni siquiera pensamos en que son hombres en el sentido de su género masculino; no se nos ocurre que de ellos emana, obligadamente, una perspectiva de su propio género. Damos por hecho su objetividad, su neutralidad: su humanidad universal. Dialogamos con ellos como figuras señeras, los citamos, los emulamos y los tomamos como inspiración. Incluso cuando confrontamos sus ideas, lo hacemos bajo el entendido de que son fundamentales en el concierto del conocimiento humano. Si leemos La Ilíada o Los hermanos Karamazov o Pedro Páramo, no pasa por nuestra cabeza que sean obras escritas por varones ni que representen el belicismo, la competitividad o el complejo de Edipo de sus personajes, fundamentalmente masculinos. Su valía literaria no se cuestiona por el sexo biológico de sus autores ni por su perspectiva de género. Son parte del imaginario colectivo de la creación artística.

Por estas mismas razones hay que leer a las mujeres y creer en su palabra. No por otras, por las mismas.

Ahora que las mujeres no necesitan camuflarse para publicar, la literatura escrita por ellas está en auge, floreciente, pujante en la mayoría de los países. Como nunca antes en nuestra historia, el boom de la literatura mexicana tiene rostro de mujer, manos, nombre de mujer. Quien no las lee, se quedará inevitablemente miope, junto con su cerebro.

Es cuestión de salud oftalmológica y neuronal.