Polifonías intermitentes
Por Jonatan Frías
Abril 2021
Por lo regular me pasa que cuando estoy en un lugar desconocido, nuevo, me da por quedarme en silencio escuchando los ruidos propios de lugar. Y no es por esa afición ya en desuso de buscar fantasmas, para nada. Simplemente me gusta escuchar cosas nuevas, es como una manera imbécil que tengo de sentirme un poco menos ajeno a esos lugares. Pero debo confesar que los sonidos que más me han fascinado, los más llenos de matices, las escalas más prodigiosas e inagotables, las he encontrado en los hoteles.
Lugares paradisíacos que brindan refugio al necesitado, cama al cansado, techo al trasnochado y sí, covacha al que escapa de las rutinas maritales. Aunque estamos hablando de HOTELES no lo olviden, ya en otra ocasión hablaremos de los deliciosos Moteles de paso, hogar del insatisfecho y del practicante devoto de la virtud cardinal de la lujuria.
Soy una persona que viaja de manera regular, aunque no tanto como a mí me gustaría, confieso, y pues los hoteles son lugares a los que recurro de manera más o menos con la misma regularidad que con la que viajo. Y si, he tenido la oportunidad de hospedarme en la suntuosidad de un Sheraton, de un Hilton, de un Marriot, pero también he tenido que quedarme en el modesto hotel de central camionera, lleno de habitaciones… pues digamos agrestes, y de personajes no menos rústicos. Entonces, en estos lugares he podido degustar toda clase de sonidos, desde el interminable juego de puertas que abren y cierran sin parar, las camareras, bell-boys o botones me vale madre como les quieran decir, los elevadores, los pasos en las escaleras, en fin, un pinche escándalo que se almacena como imagen de escritorio de nuestra computadora personal, ahí está ese ruido y al cabo de un rato, ya no esta, no porque desaparezca, sino porque se mezcla con los otros, con las charlas inconclusas y fragmentarias que los chismosos como yo gustamos de reconstruir y de poner rostro a los interlocutores, de modo tal que termina siendo como una radionovela de producción medianamente barata de la XEW. Y si, me declaro adicto a escuchar conversaciones que no me importan, que nada tienen que ver conmigo. Siempre estoy alerta a escuchar cosas que por el modo que nos llegan, se interpretan como fotografías instantáneas de la vida de alguien que no conocemos.
Nunca hay movimiento, no hay futuro ni pasado, sólo ese instante congelado en el que nuestros oídos capturaron parte de la información y que no nos dice nada por supuesto, pero que resulta divertidísimo (al menos para mí) reconstruir el camino andado hasta esas palabras y desembocarlo en una tragedia o de jodido hacerles pasar un drama a estas personas que ya no son personas, sino personajes ficticios, literatura aficionada de un escritor aficionado. Porque si bien es evidente que en este país nadie lee ni los pinches subtítulos de las películas por la hueva que les da hacer ese ejercicio de unir letras para convertir palabras, y después unir palabras para construir oraciones, también es evidente que en este país todos somos narradores en potencia. Nada más basta con escuchar el chismorreo de verdulería o de lavadero o de vecindad o la suma de los anteriores (que desemboca en un programa televisivo), para darnos cuenta la facilidad que tenemos para hacer de las personas, personajes, en este caso particular, de fotonovela semanal. Pero aquí no se discute la calidad literaria de estos folletines, sino la capacidad creativa-narrativa que tenemos los chismosos.
Bueno, dirán ustedes, y todo esto como para qué, a qué chingados viene. Pues lo que pasa es que el fin de semana pasado tuve la necesidad de quedarme en un hotel, no les importa con quien, ni haciendo qué, ni en donde, pinches metiches, así que no lo diré, pero fui testigo de una de las polifonías más ricas que he escuchado desde que me hospedo en estos lugares. Un verdadero concierto a dos voces, deliciosamente extraordinario. Pero extraordinario dicho no en un sentido de lo maravilloso sino en su significado original, fuera de lo ordinario. Había estado fuera todo el día haciendo muchas cosas que para objetos prácticos no vienen al caso, pero que me dejaron completamente exhausto y con ganas de no hacer otra cosa que no fuera llegar a mi cuarto de hotel y tirarme en esa cama King Size y dormir plácidamente durante unas doce horas de jodido. Antes de llegar al hotel hice una escala de rigor en una tiendita de por ahí cerca y me compré un par de cervezas y alguna chuchería para medio cenar, porque la verdad era tal mi cansancio que no tenía mucho apetito y tampoco muchas ganas de comer.
Total, que ya instalado en mis aposentos me disponía a beberme mis cervezas, quizás comerme mis chucherías y por fin caer en un coma cuando, mientras hacia lo antes dicho y veía alguna estupidez en el televisor, y digo estupidez no porque participe de la idea de que todo lo que sale en la tele sea estúpido, sino porque la neta no recuerdo que estaba viendo, en fin, el chiste es que estaba viendo cualquier madre cuando escucho un chillar de resortes con una armonía envidiable que de inmediato me recordó aquella escena de la película Delicatessen de Jean-Pierre Junet donde danzan al ritmo de los resortes desvencijados de una cama maltrecha. Pues así estaba yo, no danzando sino muy maltrecho, pero el sonido fue breve, casi desapareció en el acto. Incluso supuse por un momento que era mi imaginación. Pero instantes después reapareció con fuerza, pero con la misma brevedad. Apenas duraba unos segundos y desaparecía para perderse durante 20 quizá 30 minutos.
Lo que más me jodía en ese momento era que mi cansancio estaba en grados épicos, pero no me podía dormir. Y los que padecen de insomnio crónico como lo sufre su seguro vividor, sabrán la putada que es eso. Todo se vuelve irreal, onírico. Y cada 20 o 30 minutos regresaba ese chillar de resortes por espacios de 2, acaso 3 minutos, aunque ya por la cuarta ocasión los chillidos fueron acompañados por los más maravillosos y sensuales jadeos de una mujer excitada. Tampoco fueron prolongados. Duraban incluso menos que los chilliditos rítmicos, y no es necesario caer en las onomatopeyas baratas ni en la ridícula prosa sexual de semanario vaquero para que ya lo estén imaginando: resortes primero, gemidos después. Pero en la segunda aparición de los jadeos sucedió algo que me consterno.
Primero estaban los rechinidos, como obertura de Motzart, lentos, armónicos, y de pronto surge de la nada un gemido de lo más sensual que inundaba el ambiente como un clarinete, suave, delicado, sostenido; y de pronto un silencio eterno… nada, un segundo donde no hay aire, donde el mundo se detiene, y de la nada, una risa estrepitosa que rompió con todo. Una carcajada hilarante. Como si en la parte más sutil y más erótica de una sinfonía tu vecino pusiera a todo volumen en su buffer del demonio el último éxito de la tigresa del oriente. Puta madre, les juro que me saco de onda bien cabrón. Digo, se de mujeres que lloran, otras se estremecen, otras imploran al Cristo, como mi vecina de atrás, otras gritan o muerden, pero no se cagan de la risa, no mamen. Entonces si que me valió madre el pinche sueño que tenía y espere paciente la siguiente función que comenzaría en media hora a más tardar. Y justo contabilizaba los 1800 segundos correspondientes cuando puntual como obra de teatro de gran ciudad comenzó el concierto polifónico e intermitente que me tenía absorto. Ya saben, los resortes, los jadeos, el silencio… y ¡Ahí estaba! La pinche carcajada, no mamen, que pedo con estos weyes, que pinche forma de coger tan rara, hasta parece que trabajaban en Electra y hasta las nalgas las daban en abonos, que poca madre.
En fin, esa noche no dormí para nada y el siguiente día lo viví completo en piloto automático. Todo por estar de pinche metiche escuchando conciertos que no son para mí. Esta semana volveré a salir de viaje por motivos que también les vale madre y espero firmemente dormir bien esta vez, espero no desvelarme escuchando cosas que me valen madre y no estar de pinche metiche imaginándome cosas que ni al caso. Pásenla chido, pinches calientes.