Poemas de Rodrigo Trujillo
Autor: Rodrigo Trujillo
Octubre 2021
Paso junto a un rincón
polvoso de mi casa
y pienso
que nada sobra.
Más que suciedad
o descuido
veo el primer vellón de la calma.
El polvo no es el olvido
es hierba blanca de las charcas
que atesoran huellas y reposos.
El polvo tiene memoria.
En él soplo.
Una inmensa bandada de ibis
alza el vuelo
se revuelve en sí misma
y baja.
El horizonte —a la larga—
queda idéntico al anterior
merced a cada partícula sita
en un punto distinto.
Después de la catástrofe
innecesaria
retornan los alevines
del silencio.
La luz
deposita su polen.
Polvo es
viva semilla del tiempo.
Un rincón polvoso
nunca sobra.
Hay cosas apaciblemente claras:
la nieve blanca,
la carne roja,
el cielo azul.
Cada mañana
respiras la bruma de las mañanas.
El zorro blanco del alba sale
de entre las vértebras de la luz.
Salta. Atrapa tu sombra
con la cadencia de un piano.
La arrastra,
estirándola cada vez más lejos
de ti.
Hay cosas que se aprenden
alejándose de sí.
Un cuchillo en la granada,
por ejemplo,
hace la tarde.
Llueven millones de gotas
transparentes,
pero una sola gota de sangre
hace doblar todas las voces.
¿A quién le hablará esta sangre?
Hay cosas indeciblemente claras:
el cielo blanco,
la nieve roja,
la carne azul.
CANTIGA DE AMIGO
Bebo en un café la tarde.
Alguien, algo se desplaza sin que nos demos cuenta.
Aquella silla vacía era resplandeciente al sol,
ahora está a medias apagada y borrosa. ¿La ves?
¿A dónde se han trasladado los destellos
de agua metálica? ¿Por qué no estoy tomando
este café sobre las ruinas de una ciudad,
mirando los remates de sus torres como las manos
levantadas de los ahogados, que murieron de esperar
con el corazón bajo reserva?
Vengo al café para beberme la vida.
La muerte pía siempre sobre las ramas bajas,
canta la noche en el corazón de la luz.
Me distraigo y han escapado fragmentos de una historia.
De mañana, una sola mañana que me llenó la boca
de noches compendiadas.
Te confieso que las albas rematadas por la espalda.
La palabra eclipsada con mordazas.
Todos los pájaros volaron. Se fueron.
Mi sangre quedó desierta. Bosque en vilo,
donde corrió feral la noche.
Alguien, algo removió en el poso del café
el lodazal de la conciencia.
Sólo silencio sin respiración.
Sólo persecución sin aliento.
Sólo un proceso de silencios.
Sólo ejecución sumaria entre la niebla.
El roble retorcido, el juez.
Las piedras del arroyo, el jurado.
De testigos, sólo el vuelo lejano de los pájaros
que callaron a tiempo.
No del cielo, del cieno
cayó la sentencia. Cayó una piedra al río.
Quisiera hundir ciertos días en mi propio cieno,
esos donde creí que sabría cómo,
ese
donde quedaste de costado, detenido,
como en un aire duro que te ondulaba.
Ni el calor de tus manos, ni el olor de tu barba,
ni el rechinido asordinado en tu voz.
Te quedaste como dormido en aquel sueño
de agua, en esa cama de reflejos que sólo
sabían irse. No roncabas.
Quisiera esa última perla, como burbuja,
que salió por tu nariz y se detuvo, un instante,
sobre el azul de tu ojo, antes de continuar
como las nubes empujadas por el viento.
En esos frecuentes días donde no supe cómo,
cuelgan sobre mi pecho palabras de piedra.
A lo lejos había luz.
Alguna vez hubo luz.
¿Era el amanecer? ¿Era el crepúsculo?
¿Era tu casa en llamas, donde tu corazón
ardía dentro de tu pecho ungido con queroseno?
Recuérdame con cariño, dijiste.
Cuando ya no volvamos a vernos
recuerda, por favor, este momento.
Mira acá, en esta foto estoy con mamá.
Siempre sonreía.
A papá no le gustaban los cantantes que se acercaban,
como los perros, a pedir en las mesas.
Apagaste la luz y abriste de par en par tu puerta
para que entrara, pero a tu casa entraron las estrellas
que andaban de casa en casa,
llevándose a la gente del pueblo
hacia el silencio.
Odiaste decir te amo,
entonces los ríos corrieron al revés
y todo lo que yo toque.
Tú y la otra noche.
Hambre de pisadas tiene la hojarasca.
Tócame el pecho por si ahuyentas el frío.
Recuesta tu cabeza sobre mi hombro
como aquella vez en que la luz llovía
y el cielo azul se escondió en tus ojos.
Recuesta tu frente sobre mi frente
como aquella vez en que la luz lloraba
en ese horizonte pequeñito que había
en el fondo de tus ojos.
La vida es roja. La luz, un banco de neblina
sobre los páramos del día.
El arsénico tierno de los brotes
me da la promesa de nuevas lluvias,
de nuevas canciones para decapitados.
Todos los que perdieron la cabeza,
amaban a alguien, algo.
Una pareja se ama con palabras frente al café.
Se miran. Sonríen. Se rozan levemente
con las rodillas.
Se levantarán de allí para ir a un apartamento
a continuar amándose de cuerpo.
Y se amarán. En verdad se habrán amado,
aún después de los navajazos del silencio.
Aunque no vuelva a llover en la ciudad y no vuelvan
a tomarse las manos,
aunque no lleguen a las terrazas de los palacios hundidos
para acodarse de cara al agua y adivinar las acequias,
ni el limo verde y espeso de charlas remotas,
los naufragios de otros hombres,
ni los jardines bajo el agua.
Rodrigo Trujillo (Ciudad de México, 1977).
Literato y poeta mexicano. Maestro en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México. Dedicado a la docencia, ha publicado artículos y ensayos en libros académicos sobre literatura, historia de la cultura y bibliología, de la Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad Autónoma del Estado de México, la Universidad Iberoamericana y El Colegio de Jalisco.
Ha tomado talleres de creación literaria con Jaime Augusto Shelley, Hernán Lavín Cerda, Jorge López Páez y Mohsen Emadi. Su obra de creación ha aparecido en revistas independientes. Es autor de Las horas cardinales (2019) y uno de sus libros resultó finalista en el reciente concurso de poesía de la Fundación Loewe.