Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Poemas de Fernando Denis

Julio 2024

Autor: Fernando Denis

 

 

ELENA DE TROYA

Grecia, si aún recuerdas mi nombre, dímelo. 

He sido arrojada a esta playa como una ola fosforescente, 

he sido otra vez un ave descalza sobre la arena, 

midiendo el poderío de esta luz. 

Aún siento el rumor de los versos que encendían 

las lámparas mientras yo enfermaba de belleza, 

lloraba detrás de los desiertos, 

en los jardines brumosos donde el guerrero 

esculpía la piedra y afilaba sus cuchillos. 

¿Dónde está la historia del fuego, dónde sus fábulas? 

El libro del fuego se abre como una candente 

ciudad en 

ruinas, donde salmos y bosques nocturnos 

arden en la primavera. 

Lentamente sus páginas me van borrando… 

(El sueño se derrama sobre mí como una lluvia de oro 

en las tinieblas; infinitas mariposas muertas rodean la playa). 

El tiempo que me convierte en una efigie de la guerra 

ahora me abandona, me otorga su irascible reloj de arena. 

¿Quién dirá en el infierno algo sobre la belleza que perdí, 

sobre los días que quemaron mi arcilla íntima? 

Dentro de mí hay un verano, el más quemante verano de todos. 

¿Cuántas plagas rodearon la cabeza del griego que me besó 

en los aposentos, en la penumbra donde yo era una gacela 

con fuego en las pupilas? 

No sé qué agonías tejieron su corazón deshabitado, 

pero fueron muchas. 

Y él, Menelao, rey de Esparta, él más celoso de los mortales, 

jamás pudo dormir a mi lado, jamás el sueño lo alcanzó: 

el fuego de mis palabras lo consumía. 

En los altares murmuro mis obligaciones con la divinidad. 

Veo las verticales columnas, 

los ventanales hacia el otro mundo, 

las ánforas del vino o la sangre, 

el cristal nervioso de las aguas donde me asomo 

y se avivan los truenos, los relámpagos. 

Sé que moriré un día entre esas llamas. 

Para poner mis pies sobre la aurora de las calles 

un cadencioso lino egipcio 

cubre mi piel, me rodeo de tal forma que no noten 

demasiado el candoroso efluvio 

de hermosura que aún me queda, 

el brillo de una sensualidad agotadora 

que todavía es música entre los hombres. 

No soy cruel, no soy impetuosa, no soy terrible 

como muchos lo creen; 

soy dulce, soy la dulce Helena de las murallas, y con albas manos 

y labios sedientos he sostenido las soberbias de un rey. 

Si aún soy Helena ante los muros de Grecia, ante los mares 

de Grecia, bajo el cielo lustroso que preserva los mitos, 

que todo lo ve desde sus azules estancias, 

si aún hay oído para esta voz melindrosa 

que ruega en las sombras, 

entre los muertos de una guerra infame, 

Zeus sabrá que no fui yo la que trajo 

tal zozobra, que sólo fui una imagen para el recuerdo 

de la noche griega, 

que aún arden mis nervios ante el claro ruiseñor 

de los desiertos, su canto embriagado de metáforas.

 

 

 

ISOLDA

Revolotean sobre la estridente luz de las ruinas 

los pájaros, los papiros del aire,

las cometas.

Vivo dentro de la música, y ya casi enternecida

busco refugio en esta torre, en la alta luz medieval

donde mi oído enferma de silencio, de pájaros, de memoria.

Algunas veces su tristeza lo trae por el camino de los ciruelos, 

viene Wagner con música de Wagner.

Y dice que la música es más hermosa que la vida.

Viene por el camino de los robles, tararea 

un recuerdo, una noche de invierno en Italia

cuando sus dedos enfermaron,
tenía los dedos llenos de frío, engarrotados,

indóciles para el piano que temblaba en el umbral,

mientras Nietzsche cantaba loco en una góndola

sobre el canal de Venecia.

Wagner sabe que yo soy la música, el remedio cruel

para alguien que ya no está en este mundo, y en él arde

mi sangre nórdica cuando sus labios me llaman.

Por eso viene a visitarme, por eso me busca.

Ahora atraviesa el camino de la granja, y las berenjenas moradas 

le recuerdan las noches de Tubinga, los funerales

de las marionetas. Y más arriba, junto al estanque, 

escucha la canción de las puntuadas hojas verdes de las coníferas,

la canción del invierno que está dentro del abeto,

sus truenos verdes y amarillos.

Yo observo desde mi ventana como un ángel entristecido;

desde aquí escucho la riqueza del mundo,

la densidad del mundo, escondida en mi caracol de piedra.

Wagner abre la verja de hierro, su negra estridencia

soportando el peso de dos halcones, y mira el jardín

donde enterramos una vieja obertura,

enterramos bajo el crepúsculo de cereza al Holandés Errante.

Y entonces mira la puerta. 

No entra.

Susurra mi nombre y llora.

Esa puerta la hice con las tablas de un anciano piano alemán

que nos regaló mi abuela.

Y con las cuerdas hice una serie de trampas en el jardín

para cazar mariposas.

Oh, se ven tan hermosas en los espejos de la torre.

Wagner se quedó como una estatua de mármol en el jardín.

No quiere entrar a causa de mis ocurrencias, sabe que soy 

demasiado bella para él.

No soporta que me haya metido de lleno en su vida.

 

 

 

 

BEATRIZ

Hay tanto amor en cada cosa que veo, en cada cosa invisible.

Enamorarse es ver lo que los otros no ven.

¿Cómo es posible que todos pasan junto a ti como si no te vieran 

y yo me detengo a mirarte para siempre?

¿Qué cosa ocurre en los demás que a mí me falta para olvidarte?

    

 

 

 

UNA CARTA DE CAMILLE CLAUDEL A RODIN

¿Dónde dejamos las palabras que una vez

levantamos con barro y madera?

¿Quién puede quebrarlas ahora que el otoño

revienta en los campos

y se oxidan los ríos y los árboles con otro

fuego más profundo? 

Hay algo de ese fuego en los muros del manicomio.

Hay mucha tristeza en esa fuente que mana

el agua del olvido,

no la fuente que vi en tus ojos cuando me besaste

y yo me ahogaba.

No creo que otro monólogo pueda decirlo,

no esa misma soledad embriagando

el delirio de estos colores. 

Dejo el cielo junto a los jardines de Francia,

en aquellos ojos tristes que me ven

cuando quiebro el horror que te hizo bello.

¡Oh Rodin! La muchacha en llamas se está despidiendo.

¿Cómo sabías que había gente dentro 

de esa gran piedra blanca?,

me preguntó un niño que me vio llorar

con su lindo gato en los brazos.

No sé lo que ocurrirá después,

no conozco otro infierno donde pueda esculpir tu rostro

sin que tu ambigua mente de piedra me haga daño.

                                

 

 

 

MARIONETA

     

    Hoy vengo vestida de luz, vestida para fastidiar a las sombras.

El esplendor que me cubre es una canción que brilla,

el canto azul de una imagen que susurra en los bosques.

Vengo de lejos, de una noche antigua,

de una lejanía que no alcanza a vislumbrar los ojos.

Mi lugar está en la luz, en el rayo, en las palabras

del fuego. En estas palabras que brillan.

Lentamente fui bajando de las colinas contando mariposas

y cometas, contando diamantes en mis bolsillos. 

Con el vestido manchado de esplendor

veía descender los enardecidos crepúsculos,

allí donde el Magdalena vierte sus jardines

y es asediado por infinitas auroras, por incansables

primaveras que iluminan su mente.

Un árbol fue mi casa cuando nací, el frondoso roble donde

un envejecido laúd lastimaba las horas. 

Mi cuerpo de madera brilla, se estremece bajo los cielos ingrávidos

de los trópicos.

Yo estaba sola en la orilla; arriba, en el techo del mundo,

pájaros agoreros de la sombra, los murciélagos

con chillidos infernales batían sus alas enormes.

Asustadísima corrí como una liebre hasta el cementerio.

Aquí la noche se sumerge en sus aguas, en sus pozos de piedra.

La noche entra en mis ojos como un ángel de vidrio. 

Sé que estoy sola en el centro de la tierra, que mi cabeza

está sonrojada de olvidos, que no recuerdo el tiempo, 

que mi nombre es todos los nombres

y es ninguno.

Sé que ayer estaba aquí, erguida como una estatua de bronce

cantando bajo los entristecidos sauces.

Lloro y mis lágrimas son perlas sobre la negra tinta.

Estoy sola como el silencio y como la música.

Mi soledad es infinita.

Aunque no obtendré una moneda en el sombrero

sigo actuando bajo el insaciable teatro del mundo.

Y erguida bajo el cielo magnánimo y sin metáforas

aún le arranco viejas canciones a mi laúd, viejas plegarias.

Como dádiva quiero darles mi sonrisa de árbol,

quiero que todos ustedes, los muertos, sientan 

un poco de orgullo en sus tumbas.

                           

                                                   

   

 

                                        LILIT

¿Quién apartará de mí este oscuro manto, 

esta sombra que me sigue a todas partes? A pesar de todo, 

en la hora de la tormenta, leo en el rayo 

las palabras del cielo. 

Alguien sabrá cuando nací. Yo no lo sé. 

Una antigua historia dice que yo 

soy una diosa oscura, pero bella. Otra cuenta que soy 

un demonio de la noche 

un hada maligna entre animales salvajes. 

Irresistible, portentosa, mi desnudez invasora corregía 

la soledad de estos jardines primigenios, 

y mi voz llamó al primer hombre, 

al que lloró de amor entre mis brazos. 

En la cabaña edénica Adán fue mío. Míos sus labios sin palabras 

en mis labios, mías sus manos cadenciosas como una música. 

Sé que en la noche de su amor el mundo se detuvo en el Paraíso. 

El verbo era esplendor entre las voces y los silencios, 

y era esplendor otra vez. 

El mar se aferraba con uñas a sus aguas, y yo, Lilith, 

sentía bajar las auroras llenas de pájaros hasta mi sueño, 

sentía el otoño olfateando las secas ramas, 

los rojos senderos, la oxidada luz de las playas. 

Entonces apareció ella, la elegida, con voz inflamada

en la noche,

mientras yo me aferraba a la sombra, sentía morir la belleza

a cada instante, tanto amor guardado con quimeras

durante siglos,  durante largos otoños en hondísimos jardines

que regaron mis llantos,  mi palabra cadenciosa y embrujada.

Desde esa noche sin tiempo, sin música, 

mi rostro tuvo su palidez, su máscara inmutable. 

Alguna vez fui la más bella de las criaturas, dueña de una belleza 

que hacía temblar los astros. 

Fui una gacela entre los bosques,  la luna me seguía a todas partes,

Sembré en los bosques el primer canto de amor,

recogí la primera cosecha,  hijos bañados de esplendores

como el oro.

Y Eva marchitó mi encanto, borró mi sonrisa. 

Por eso me volví serpiente 

y le di a comer la manzana.

 

 

 

TUS ORILLAS

No cabe en tu abrazo la vida entera, 

pero todo el Mississippi y el Magdalena

desembocan en tus ojos. Por eso amo tus orillas.

                

 

                         

                                             ZENÓCRATE

Los soldados me traen noticias después de la batalla.

Tamerlán ha vencido, mi guerrero ha vuelto a izar 

la bandera del imperio. 

En el brillo de su espada hay un talismán que horroriza.

Su pavorosa luz enceguece a los hombres.

Por las noches no duerme, el sueño no le da reposo.

Algunas veces despierta con ojos alucinados

y dice que es un dios, que es suyo el infinito.

Pero en mis brazos no es más que un hombre solo, 

ardiendo en el lecho,

temblor y amor, mientras de los astros cae la nieve.

Un día me trajo un trineo para los inviernos.

Yo daba largos paseos por los bosques helados,

bajaba rodando de las sinuosas colinas.

Aún me maravilla el cielo de aquellos parajes, 

el misterio de los bosques, 

la fiebre de cenizas en las hogueras.

Siempre la luz anhelante y con pájaros en los vientos dorados.

Siempre la luz que se enreda en las ánforas, en los candelabros, 

en el candente brillo de la flecha y de la espada,

en las rubias cabelleras de las niñas raptadas 

que ahora son doncellas.

Siempre la luz otra vez, la luz que ilumina las formas, los dedos 

encendidos del otoño trazando el día en los caminos, 

rodeando los valles donde retozan ebrias las auroras 

allí donde el horizonte agacha su cabeza.

Aquella mañana mi padre, el sultán, me envió de Egipto 

un caballo blanco.

Yo lo montaba hasta las orillas de un lago esmeralda 

para ver mi rostro. 

Otras veces me detenía en los jardines colgantes 

para llenar mis brazos de flores. 

Otras, hacia la noche, galopaba hasta la orilla del desierto 

para oír al claro ruiseñor.

Esta piel dorada por el sol de Persia y donde abunda la seda, 

será piel para la música, para el tacto de la lluvia;

estas manos que han tocado la rosa y la caoba 

serán manos para el oro, para tensar el arco,

para esas manos que enternecen en las noches el amor 

que me agobia.

No veo el principio ni el fin bajo este resplandor inmenso.