Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Plegaria

Por Ethel Krauze

Julio 2021

 

 

-¡No! ¡No hagas eso, no otra vez, por favor!

          La voz era una forma de mandato, con un temblor de súplica. Los ojos, como girando en una interrogación, cuya respuesta se tenía por imposible. ¿En qué me había metido? ¿Por qué no podía aprender la lección?

          Mi marido no quiso que volviera a caer en la misma espiral: un proyecto de mujeres. Primero, el entusiasmo, la amistad firmada con sangre hasta la eternidad; la pasión echada por delante, sin límites, entregando horas de trabajo, de negociaciones, de acuerdos, de promesas. Más pronto que tarde, las nubes en el horizonte, las primeras recriminaciones porque una no entendió a la otra, no adivinó las necesidades de la otra, no se sensibilizó con la situación de la otra. Luego de las reiteradas disculpas, nuevas acusaciones. Finalmente, un rosario de malos entendidos, colgadas de teléfono, mensajes electrónicos dignos de una novela de espantos, y la amargura de reconocer que la sororidad, ese hermoso término que reivindica la relación fructífera, solidaria y permanente, entre mujeres en madurez de conciencia, se ha quedado todavía en un ideal. Al contrario, parecería que las mujeres, mientras más cultivadas, tuviéramos mejor afilado el bisturí para perdernos en los vericuetos de las argumentaciones con las que justificamos por qué la conducta de la otra, la frase de la otra, el ademán de la otra nos ha parecido ofensivo e intolerable.

          Ya lo había vivido, no una, sino incontables veces. Para mi infortunio, para mi vergüenza. Esta vez, Beatriz querida, le dije, sonriendo, al hombre que podría dar una conferencia especializada en este tema, sólo porque lo conoce a fondo, como testigo y como víctima colateral:

          -Sí, te entiendo perfectamente. Yo ya pensé en que puede pasar lo peor. Sí. La diferencia es que ahora no me importa.  No lo digo despectivamente, lo que quiero expresar es que no tengo otra opción que seguir probando, me gusta trabajar con mujeres, mientras dure. Tenemos que seguir intentándolo…

          Y, querida amiga, no sólo es que me “guste”, sino que lo necesito. Ese otro “yo” que eres tú. Y viceversa. Ese diálogo entre espejos. Porque, ¿con quién, si no, vamos a conversar?  (¿Con los especialistas que te hicieron ese “psicodiagnóstico” en el cual tú tienes dificultades para la aceptación de tu femineidad? ¿Existe alguna mujer que no tenga dificultades para aceptar una condición de alteridad dependiente que no ha sido definida siquiera por ella misma?)

           Tú y yo, como las demás escritoras, y como la mayoría de las mujeres, nos educamos, nos formamos, nos alimentamos con los libros escritos por los hombres: filósofos, místicos, poetas, científicos, historiadores, humanistas. Los admiramos y los seguimos. Discutimos sus doctrinas y nos identificamos con su manera de presentarnos el mundo, que es la única expresa, estructurada y contenida que tenemos a la mano. Pero… ¿y lo otro?, ¿lo demás?, ¿lo nuestro? Pregunto, ¿dónde están los testimonios de mujeres, sus voces, sus conocimientos, sus experiencias, para que, siguiéndolas, nos sintamos en casa?

          No sé si lo he confesado tan contundentemente: yo nunca me he sentido “en casa” en este mundo. Siempre he tenido que abrirme paso, como a escondidas, como a machetazos, como a rajatabla, corriendo descalza entre la maleza, sintiendo la rasgadura de las heridas en el rostro, los pies sangrantes. Mi resuello no cesa. La rabia, el miedo, no me dejan caer. Si hay otra mano a mi lado, si podemos correr juntas, ensanchando el surco, ¿puedo negarme, por temor al fracaso? ¡Disfrutemos el trecho que nos sea dado recorrer!

          Voto porque rompamos las cadenas del pudor y la decencia que han atado a generaciones de mujeres que nos anteceden. Nos han legado escondrijos, señales de humo, sótanos llenos de peligros, escaleras de caracol que no dan a ninguna parte. ¿No te parece espeluznante, por lo que significa, que Marguerite Yourcenar, una escritora capaz de haber logrado una obra maestra en Memorias de Adriano, mande encerrar en una caja fuerte sus manuscritos, hasta cincuenta años después de su muerte? ¡Qué mensaje es ése, Dios mío!  (¿Diosa mía?: ¿qué vemos cuando hablamos de Dios en femenino?) ¡Me retuerzo pensando en que no viviré para conocer la lucidez profunda de esta escritora!

          Mi madre, una filósofa que se pasó la vida entre libros, escribió, casi en la ancianidad, escenas de su vida con un talento sobresaliente, fresco, inusitado. Antes de que fueran publicadas, se dedicó a destruir todas aquellas páginas que pusieran en duda su… ¿qué? ¿reputación? ¿imagen frente a los hijos, las nietas? Le supliqué, la amenacé. No me dejó leerlas, ni apelando a mi condición de escritora. Me cuesta trabajo perdonarle esta caída en el agujero de la tartamudez femenina por la que viajan en picada y en racimos las mujeres.

          Voto porque cumplamos la palabra de tomar por verdadero todo lo que aquí escribamos, a pesar de que hayamos pactado por la libertad de la ficción.

          Voto por este experimento: una obra literaria que inaugure el género de bioficción. Ni autobiografía pura ni novela propiamente de ficción. Una fusión femenina que juega a la verdad de las mentiras, y a las mentiras de verdad para que nuestros hombres no se sientan picoteados con miradas pícaras, ni nuestras hijas se atraganten leyendo nuestras páginas.

          Sólo tú sabrás qué pertenece a tu biografía y qué ha brotado de  tu imaginación. Sólo yo sabré lo mío.

          ¿Acaso, en realidad, lo sabremos? ¿No acabaremos confundiéndolo? ¡Sería maravilloso! ¿No crees? Sería como ir creando, con palabras, una suerte de diosa, la cual, algún día, llegaría a merecer una mayúscula.

          Ésta es una plegaria, y una moneda al aire, Beatriz.

(FRAGMENTO)

Doble intención, por Ethel Krauze y Beatriz Rivas

Dos escritoras, una conversación, escritura cómplice

Penguin Randomhouse, sello Aguilar