Pintar el paraíso
Por Óscar de la Borbolla Ilustración: Brenda Vidal
Desde hace 5 años, todos los domingos vengo al Jardín del Arte a exponer mis cuadros, digo a exponer y no a vender, porque, primero, no siempre vendo y segundo –que es lo más importante– porque mi relación con la pintura no es la de Andy Warhol ni la de Botero. Yo pinto porque en el desfile estrambótico de todo lo que miro, a veces, creo entrever una hoja que sonríe, una pluma de ángel, una crin de unicornio o la manzana primigenia aún sin morder. Quiero pintar el Paraíso del que fuimos expulsados y del que, pese a todo, aquí y allá sigue sobreviviendo algún fragmento, pues estoy convencido de que ni Dios con toda su furia consiguió aniquilarlo. El Paraíso sigue aquí en retazos, a la vista y a la mano; está en la transparencia del agua y en la forma en la que se difuminan las nubes (no en las nubes, sino en su disolución), está en el olor del pan y en el ensamblaje flexible que experimentan los cuerpos en el coito, está en la sensación terrosa de la nieve en la boca y en el peso caliente de la gallina que se sienta a empollar; está en tantas cosas y se asoma tan inesperadamente en tantos lugares que mi obra parece no tener unidad.
El Paraíso estuvo incluso aquí en el Jardín del Arte, en el espacio sombreado por las ramas de este árbol y ocupando lo que medía el ancho de cuatro caballetes. Sí, era una pintora, una compañera que llegó con su obra el día menos pensado. Y yo que vivo acechando las apariciones del Paraíso no supe verlo al principio. Estaba ocupado, como ahora, explicando a un cliente mi trabajo, intentaba hacerle ver que lo valioso del pan de esta pintura no es el efecto hiperrealista que provoca el aerógrafo, sino esa fragancia de paz con la que dice: “Todo está bien, no importa, sigue”; estaba embobado con mi propio rollo y no presté atención a esa sonrisa que no dependía de la breve lúnula de sus labios, sino de una luz que le venía de adentro, como viene de adentro la luz de un tajo de sandía. Llegó y montó sus obras, me hizo una seña de saludo y yo le respondí con una mueca fría.
Pero el Paraíso se venga cuando uno no se maravilla en seguida; se oculta y, durante mucho tiempo, trabaja en silencio su próxima aparición. Y eso fue lo que ocurrió con el de ella: la rutina dominical con su camaradería de bohemios la disfrazo de compañera, de una pintora más entre todos los compas. Aunque, nuestros cuadros, encarados como estaban, iniciaron un diálogo profundo; empezaron a intercambiar reflejos y, poco a poco, como si corrieran por carreteras asintóticas, se hacían más parecidos. Ninguno de los dos lo notó, porque nuestras pinturas venían desde muy lejos: mi pincelada era sin textura y exacta (como conviene al aerógrafo), la suya era larga y temblorosa; no había punto en común entre mi pincel de aire y la violencia de su espátula, y donde más se abismaba la diferencia era en las paletas: la mía empeñada en los blancos; la suya en una estridencia de azules y naranjas y, no obstante, nuestras obras se iban hermanando y a mí, al menos, se me iban volviendo menos pesados los domingos.
Y es que el Paraíso es traidor: se agazapa y brinca; lo va inundando todo silenciosamente hasta que un día, de golpe, se manifiesta con una evidencia insoslayable y es como el rayo que al irrumpir ciega y aturde. Esta revelación ocurrió el día en que los dos llegamos con una obra idéntica. El motivo era el agua, una esfera de agua contra un fondo blanco; todo lo que la rodeaba era blanco y los brillos parecían imposibles. Instalamos las pinturas sobre los caballetes y, al voltear a saludarnos, yo caí en la cuenta de que el Paraíso estaba en ella. Ella, como siempre, me dedicó una sonrisa de compañerismo, pero al percatarse de la absoluta coincidencia de las obras avanzó disgustada hacia mí. Yo quería hablar del milagro; ella de plagio. Yo estaba conmocionado por el asombro y balbuceaba, en ella la indignación crecía a cada palabra y se volvía más elocuente. Yo no entendía nada y ella creía entenderlo todo. Para mí era la primera vez que el Paraíso se mantenía, que no era un mero destello escurridizo y mientras más se dilataba esa presencia, más incoherente me volvía.
Visto por afuera, todo obraba en mi contra, pues al no contestar a las acusaciones sólo quedaba el fallo de un juicio sumario que quedó sintetizado en una frase: Eres despreciable, me dijo y, todavía, en ese momento, no conseguí comprender lo que externamente estaba pasando. Recogió sus cuadros, sus caballetes y se marchó. Me quedé extasiado viéndola, contemplando cómo se iba, cómo el Paraíso se alejaba con ella, cómo se achicaba en la perspectiva, cómo se concentraba en un último punto luminoso que se tragó el fondo del paisaje. Sólo entonces reaccioné: quise alcanzarla, explicarle, decirle lo que significaba para mí. Pero no estaba. No estaba en el fondo del paisaje, ni a la derecha ni a la izquierda de la calle. Dejé de correr: ¿qué caso tenía?, ¿qué sentido podrían tener para ella mis elucubraciones sobre el Paraíso? Me detuve y dócilmente me dejé invadir por la melancolía.
Semanas después volví a encontrarla, se había mudado al otro extremo del Jardín; pero ya no era ella: había regresado a su paleta estridente y a su espátula salvaje. Me vio, giró la cara con el mismo desprecio y yo retrocedí. No valía la pena entrar en explicaciones, porque si algo sé es que el Paraíso no se recupera; se pinta.