Paseo nocturno
Por Rúbem Fonseca
Noviembre 2021
Llegué a casa con la carpeta repleta de papeles, relatorías, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, quien jugaba solitario en la cama, vaso de whisky en mano dijo sin apartar los ojos de las cartas, “se te ve un aire cansado”. Escuché los sonidos de la casa: mi hija en su dormitorio practicaba la impostación de la voz; había música cuadrafónica en el dormitorio de mi hijo. “¿No vas a dejar ese maletín?”, preguntó mi esposa, “quítate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte”.
Me dirigí a la biblioteca, el lugar de la casa donde gusto de aislarme. Como siempre, no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números; sólo esperaba. “No paras de trabajar, apuesto a que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan lo mismo”, dijo mi mujer mientras entraba en la sala con el vaso en la mano, “¿Ya puedo mandar a servir la comida?”
La empleada doméstica servía la cena; noté que mis hijos habían crecido, que mi mujer y yo estábamos gordos. “Es el vino que te gusta”, dijo mi esposa haciendo un chasquido, con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del aperitivo. Mi mujer no pidió nada: teníamos una cuenta bancaria conjunta.
“¿Vamos a dar una vuelta en el auto?” Invité. Yo sabía que ella no iba aceptar, era la hora de la telenovela. “No sé qué gracia puede tener pasear en auto todas las noches”, “Ese automóvil costó una fortuna, tiene que ser usado”, “Yo soy la que se apega menos a los bienes materiales”, contestó mi mujer.
Los autos de los chicos bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase el mío. Moví los autos de los dos, los dejé en la calle, conduje el mío, y lo dejé también en la acera; devolví los dos carros al garaje, y cerré la puerta; todas esas maniobras me causaron cierta irritación, pero al ver la defensa saliente de mi auto, con el refuerzo especial de doble acero cromado, sentí que mi corazón revoloteaba rápido, con euforia. Introduje la llave, el de mi auto era un motor poderoso: generaba cierta fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico.
Salí, como siempre sin saber a dónde; debía ser una calle desierta, esta ciudad tiene más gente que moscas. No podía ser la Avenida Brasil, allí hay mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles sombríos: el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había mucha diferencia; aunque no aparecía nadie. Comencé a ponerme tenso, eso siempre sucede, hasta me gusta que suceda, porque el alivio posterior es mayor.
Entonces vi a la mujer, podía ser ella, sí, aunque una mujer fuese menos emocionante por representar menos dificultad. Caminaba apresurada, llevaba un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, no sé bien, vestía una falda y una blusa; andaba rápido, había árboles al costado de la acera, de veinte en veinte metros: un problema interesante que exigiría una buena dosis de pericia. Apagué las luces del auto, y aceleré. Ella notó que lo hacía, cuando escuchó el sonido de la goma de los neumáticos sacudir la banqueta. Golpeé a la mujer arriba de las rodillas, bien en medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda: un golpe perfecto; escuché el ruido del impacto rompiendo los dos huesos, luego viré a la izquierda; crucé como un cohete cerca de un árbol, y me deslicé con los neumáticos rugiendo, de vuelta al asfalto. El mío es un gran motor, va de cero a cien kilómetros en once segundos. Pude ver, incluso, el cuerpo dislocado de la mujer que había ido a parar, lleno de sangre, sobre un muro de esos bajitos que tienen las casas del suburbio.
Una vez en el garaje, revisé el vehículo. Con orgullo, pasé la mano con suavidad por la defensa: el parachoques no mostraba marca alguna. Pocas personas en el mundo igualaban mi habilidad en el uso de esa máquina.
La familia estaba viendo televisión. “Ya diste tu paseíto, ¿estás más tranquilo ahora?”, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando la pantalla. “Voy a dormir. Buenas noches a todos”, respondí, “Mañana me espera un día horrible en la oficina”.
Versión al español: Ulises Paniagua
Rúbem Fonseca
(Minas Gerais, 1925-Río de Janeiro, 2020) Escritor y guionista de cine brasileño. Estudió Derecho. A pesar de su amplio reconocimiento como escritor, no fue hasta los 38 años de edad que decidió dedicarse de lleno a la literatura. Antes de ser escritor de tiempo completo, ejerció varias actividades, entre ellas la de abogado litigante. En 2003 ganó el Premio Camões, el más prestigiado galardón literario para la lengua portuguesa. En 2004 recibió el Premio Konex Mercosur a las Letras, y en 2012 el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas.