Palinodia del polvo
Autor: Alfonso Reyes
Enero 2022
¿Es esta la región más transparente del aire? ¿Qué habéis hecho, entonces, de mi alto valle metafísico? ¿Por qué se empaña, por qué se amarillece? Corren sobre él como fuegos fatuos los remolinillos de tierra. Caen sobre él los mantos de sepia, que roban profundidad al paisaje y precipitan en un solo plano espectral lejanías y cercanías, dando a sus rasgos y colores la irrealidad de una calcomanía grotesca, de una estampa vieja, artificial, de una hoja prematuramente marchita.
Mordemos con asco las arenillas. Y el polvo se agarra en la garganta, nos tapa la respiración con las manos. Quiere asfixiarnos y quiere estrangularnos. Subterráneos alaridos llegan solapados en la polvadera, que debajo de su manta al rey mata. Llegan descargas invisibles, ataque artero y sin defensa; lenta dinamita microbiana; átomos en sublevación y en despecho contra toda forma organizada; la energía supernumeraria de la creación resentida de saberse inútil; venganza y venganza del polvo, lo más viejo del mundo. Último estado de la materia, que nació entre la bendición de las aguas y —a través de la viscosidad de la vida— se reduce primero a la estatuaria mineral, para estallar finalmente en esta disgregación diminuta de todo lo que existe. Microscopía de las cosas, camino de la nada; aniquilamiento sin gloria; desmoronamiento de inercias, “entropía”; venganza y venganza del polvo, lo más bajo del mundo.
¡Oh desecadores de lagos, taladores de bosques! ¡Cercenadores de pulmones, rompedores de espejos mágicos! Y cuando las montañas de andesita se vengan abajo, en el derrumbe paulatino del circo que nos guarece y ampara, veréis cómo, sorbido en el negro embudo giratorio, tromba de basura, nuestro valle mismo desaparece. Cansado el desierto de la injuria de las ciudades; cansado de la planta humana, que urbaniza por donde pasa, apretado el polvo contra el suelo; cansado de esperar por siglos de siglos, he aquí: arroja contra las graciosas flores de piedra, contra las moradas y las calles, contra los jardines y las torres, las nefastas caballerías de Atila, la ligera tropa salvaje de grises y amarillas pezuñas. Venganza y venganza del polvo. Planeta condenado al desierto, la onda musulmana de la tolvanera se apercibe a barrer tus rastros.
Y cuando ya seamos hormigas —el estado perfecto— discurriremos por las avenidas hechas de conos de briznas y de tamo, orgullosos de acumular los tristes residuos y pelusas;
incapaces de la unidad, sumandos huérfanos de la suma; incapaces del individuo, incapaces de arte y de espíritu —que solo se dieron entre las repúblicas más insolentes, cuya voz ya apenas se escucha, que la gloria es una fatiga tejida de polvo y de sol—.
¡Porvenir menguado! ¡Polvo y sopor! No te engañes, gente que funda en subsuelo blando, donde las casas se hunden, se cuartean los muros y se descascan las fachadas. Ríndanse uno a uno tus monumentos. Tu vate, hecho polvo, no podrá sonar su clarín. Tus iglesias, barcos en resaca, la plomada perdida, enseñan ladeadas las cruces. ¡Oh valle, eres mar de parsimonioso vaivén! La medida de tu onda escapa a las generaciones. ¡Oh figura de los castigos bíblicos, te hundes y te barres! “Cien pueblos apedrearon este valle” dice tu poeta1.
Pasen y compren: todo está envuelto cuidadosamente en polvo. La catástrofe geológica se espera jugando: origen del arte, que es un hacer burlas con la muerte. Nápoles y México: suciedad y canción, decía Caruso. Tierras de disgregación volcánica, hijas del fuego, madres de la ceniza. La pipa de lava es el compendio. Un Odiseo terreno, surcado de cicatrices, fuma en ella su filosofía disolvente. Stevenson se confiesa un día, horrorizado, que toda materia produce contaminación pulverulenta, que todo se liga por suciedad. ¿Cuál sería, oh Ruskin, la verdadera “ética del polvo”? En el polvo se nace, en él se muere. El polvo es el alfa y el omega. ¿Y si fuera el verdadero dios? Acaso el polvo sea el tiempo mismo, sustentáculo de la conciencia. Acaso el corpúsculo material se confunda con el instante. De aquí las aporías de Zenón, que acaba negando el movimiento, engaño del móvil montado en una trayectoria, Aquiles de alígeras plantas que jadea en pos de la tortuga. De aquí la exasperación de Fausto, entre cuyos dedos se escurre el latido de felicidad: “Detente. ¡Eras tan bello!”. Polvo de instantáneas que la mente teje en una ilusión de continuidad, como la que urde el cinematógrafo. Por la ley del menor esfuerzo
—el ahorro de energía, de Fermat— el ser percibe por unidades, creándose para sí aquella “aritmética biológica” de que habla Charles Henry, aquella noción de los núcleos cardinales en que reposa la misma teología de santo Tomás. El borrón de puntos estáticos sucesivos deposita, en los posos del alma, la ilusión del fluir bergsoniano. Las mónadas irreducibles de Leibniz se traban como átomos ganchudos. La filosofía natural se debate en el conflicto de lo continuo y lo discontinuo, de la física ondulatoria, enamorada de su éter-caballo, y la física corpuscular o radiante, solo atenta al átomo-jinete. El polvo ¿cabalga en la onda o es la onda? El cálculo infinitesimal mide el chorro del tiempo, el cálculo de los cuantos clava sus tachuelas inmóviles.
¿La síntesis? La continuidad, dice Einstein, es una estructura del espacio, es un “campo” a lo
1 Carlos Pellicer: “Retórica del paisaje”.
Faraday. La unidad es foco energético, fenómeno, átomo, grano tal vez de polvo. Heráclito, maestro del flujo, se deja medir a palmos por Demócrito, el captador de arenas. El río, diría Góngora, se resuelve en un rosario de cuentas.
¿Por qué no imaginar a Demócrito, en aquella hora de la mañana, cuando hablan las Musas según pretendían los poetas, reclinado sobre sus estudios, la frente en la mano, pasajeramente absorto, en uno de aquellos bostezos de la atención que el resto aprovecha para alancear la conciencia con partículas de la realidad circundante, metralla del polvo del mundo, herida cósmica que acaso alimenta las ideas? Un rayo de sol, tibio todavía de amanecer, cruza la estancia como una bandera de luz, como una vela fantasmal de navío. Red vibratoria que capta, en su curso, la vida invisible del espacio, deja ver, a los ojos del filósofo atónito, todo ese enjambre de polvillo que llena el aire. Una zarabanda de puntos luminosos va y viene, como cardumen azorado que en vano pretende escapar a la redada de luz. El filósofo hunde la mano en el sol, la agita levemente y organiza torbellinos de polvo. El átomo es el último término de la divisibilidad de la materia. En la intención al menos, porque cada vez admite divisores más íntimos. Sin el átomo, la materia sería destrozable y no divisible. Todo conjunto es una suma, un acuerdo de unidades. Por donde unidad y átomo y polvo vuelven a ser la misma cosa.
En sus cuadros provisionales, la ciencia no ha concedido aún la dignidad que le corresponde al estado pulverulento, junto al gaseoso, al líquido y al sólido. Tiene, sin duda, propiedades características, como su aptitud para los sistemas dispersos o coloidales —donde acaso nace la vida—, y como también —tal vez por despliegue de superficie— su disposición para la catálisis, esta misteriosa influencia de la materia que tanto se parece ya a la guardia vigilante de un espíritu ordenador. ¿Será que el polvo pretende, además, ser espíritu? ¿Y si fuera el verdadero dios?