Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Orfandad

Autora: Rocío García Rey

Octubre 2021

 

 

Sientes la noche como un oleaje inesperado. Mar inexistente dentro de tu pequeño departamento, aunque las olas imaginarias hacen que tu corazón se acelere dándole forma en tu cuerpo a la ansiedad. Hay una mirada que quisieras que desapareciera instantáneamente. No es que ignorares los cambios, no es que no sepas cómo inició aquella transformación. Lo sabes, han pasado dos años ¿tres?  Pero ese cambio, te das cuenta, no deja de conmoverte, de hacerte sentir atrapada dentro de la derrota. La propia mirada se une al conocimiento de que has llegado a la madurez. Quedan en el pasado aquellos domingos en que junto con aquel joven que estudiaba literatura, te sumergías completamente desnuda en tu tina de baño. La memoria te abrasa el cuerpo, y es entonces que la inmovilidad te atrapa. Es con la ausencia de movimiento que sólo en la memoria reconoces la impronta que ha quedado en tus letras, en tus sueños, incluso en la maravilla de que ella haya partido.

            Ahora hay oleajes inesperados, pero en aquel tiempo, cuando empezó el periplo, sentías que los días eran abarcados por un inmediato páramo. Atrévete a pronunciar el nombre de la enfermedad de tu madre. Eres un poco historiadora y, aun así, ahora no recuerdas si te atrevías a nombrar la enfermedad. Sólo habitaba el temor a la muerte y fue entonces, que tu cuerpo empezó a transformarse. Lugar con agaves de incredulidad, laberintos de transformación también en el cuerpo de la madre. Sabías que era el tiempo de nuevos viajes. Tus hermanas y tú se convirtieron en tres mujeres sumergidas en la lenta coreografía de la progenitora.

             Era el tiempo de las nuevas navegaciones. Nuevas palabras empezaron a habitar tu diccionario: hospital, hemorragia, tratamiento, insomnio… A veces hubieras querido ser analfabeta ante la nueva lectura. Pese a ello, ese oleaje intempestivo que ahora narras, no estaba en tu piel, acaso por ello tu sonrisa podía dibujarse. Bastaba que ella, caminara, sonriera también, contara anécdotas. Sin embargo, en las nuevas navegaciones empezó poco a poco a haber tormentas. A babor y estribor sin conocer la brújula para los nuevos viajes.

            Ahora desnuda frente al espejo sabes cómo es uno de los tantos cuerpos de las mujeres que han cumplido tu edad. Mujeres con la palabra orfandad deslizándose en el cuerpo. También como Nelli Campobello quisieras gritar: “mamá, mamá”. Espantada quedas de todo, de la orfandad en que tu cuerpo ha quedado. Un cuerpo que sientes inmensamente gordo porque desde que la madre enfermó empezaste tu debacle al subir de peso. Atrévete a viajar al recuerdo para entender el viraje de tu cuerpo: llenabas tu vacío ingiriendo comida como si no conocieras la saciedad. Enmudecida quedas cuando te das cuenta, casi dos años después de la partida, que tu sonrisa es más bien una mueca que de repente recuerdas y lanzas para no olvidar que sigues viva. Pero ahora la sonrisa se hunde más porque hay un tiempo en que muchos enferman. La muerte como impronta diaria se dibuja en cenizas depositadas sin rezos en urnas frías y amargas.

            Todos, piensas, estamos huérfanos. No te atreves ya a moverte. Te acuestas desnuda en tu tapete de yoga y sin saber cómo, sabes que lloras: llanto secreto, árido, distante. Has cumplido años y tienes un cuerpo que ya no es delgado. La madre murió, los amigos mueren y tú, sobreviviente, te atenazas a la nostalgia de un cuerpo que ahora es el pretérito de tu nombre. Sabes que es el tiempo en el que ronda la muerte incansable. Tal vez la retas. Los amantes quedan en el pasado porque ahora te colocas en la ausencia del deseo. Despliegue de miedos y anhelos y de huida se presentan en tu ser. Huir. ¿A dónde? ¿A dónde no haya enfermedad? No es tiempo de maletas. La maleta queda en el libro de Clarice Lispector.  Ya no es tiempo para buscar el camino de la llamada vida. Ya no es tiempo.

             No hay fuerza siquiera para leer el escrito donde narras la conversación en terapia para perdonarte por haber comido hasta enloquecer. Era el tiempo del desplome, el tiempo en que la madre empezaba a sonreír menos. No basta desconocer tu cuerpo y tu ropa. Sabes que aquel tiempo en que por primera vez fuiste del delgada queda como la etapa onírica de tu existencia. La delgadez queda en la geografía de la época en que aún te sentías joven.

            Que pare un poco el pensamiento y también las noticias. Tiempo de confinamiento con un aire quieto de tanto temor agazapado. Mides el color de las flores con base en los muertos, en los enfermos. Algunos cuerpos sin el ritual del hasta siempre. Las lágrimas quedan suspendidas como tu propio cuerpo y nadie sabe ya cómo enfrentar la vida.

            Doble o triple culpa porque tus hermanas y tú sí pudieron hacer el ritual de despedida. Era el tiempo de las flores coloridas. Las tres sentían el cuerpo cansado. La dos lloraron, menos tú, que cada día rasgabas un poco de piel para saber que sentías un poco de dolor.

            Ahora la que te acunó en su vientre descansa. No existe preocupación porque pueda contagiarse. Ya la madre descansa y su cuerpo, lo ofrecieron a la tierra para que acompañara a tu padre. Su epitafio pudo ser escrito sin prisa.

            Te paras del tapete y vuelves a mirar tu cuerpo ante el espejo. En tiempos de oscuridad has tratado de hacer una dieta y de hacer ejercicio. En tiempos en que para ti el oxígeno no falta, miras las fotografías de antes cuando sonreías sin dificultad. Ahora tu cuerpo te avergüenza y quisieras tener un manual para saber cómo debes vestirte ahora. Nunca te asumiste señora. Nunca tuviste hijos.          Tal vez te has equivocado. Tal vez tengas que asumir la madurez olvidándote de tu cuerpo. Tal vez sí debas tomar una maleta y partir al panteón donde están tus padres. ¿Rezar? Tal vez escribir un responso y luego llegar a tu departamento a pesarte en la báscula. Esa báscula a la que le has huido desde hace semanas. Quisieras limitar tu existencia a la escritura. Quisieras esconderte más allá de todos los confinamientos. Tú, la sana la que has resistido al virus aun teniendo que salir a trabajar.

            No prepararás una maleta. A las 23:30 tu viaje será sumergirte, ahora sola, en tu tina de baño. Acaso te atrevas a quedarte sumergida para siempre. Tal vez así, la ola del mar inexistente sea la metáfora de tu nuevo bautizo: mujer de cincuenta años.