Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Ojos de nieve

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Por Agustín González C.

16 Noviembre 2020

 

Araceli nunca quiso ser ciega. Y hoy sería el día definitivo, hoy pasaría la prueba final. Todo estaba listo; eran vacaciones, así que había poca gente en el metro como para poder caminar entre los pasajeros. Araceli tiene cinco años, pero parece de seis (dice su papá), y es la tercera entre cinco hermanos. Su hermano mayor tampoco quiso ser ciego, fue bocinero casi dos años, hasta que picó a un poli de la estación Chabacano y lo recluyeron unos meses en el tribunal. A su hermano le gusta el PVC y la “mona de sabores”.

Otra de sus hermanas se juntó con el primo de ambas, y a los 14 años ya mero sería mamá, y tendría su propia familia. Su hermana si quería ser ciega, pero se casó, y su marido ya no la dejó trabajar.

Hoy es la oportunidad para Araceli, anoche su papá le advirtió: “esto no va a ser un juego, hija”. Araceli sólo sabe que se divertirá. “Es una emoción bonita, como si volaras o te cargaran”, piensa cuando tiene que caminar a tientas. Desde que vio la película Frozen en la escuela, imagina que a su familia le ha caído nieve en los ojos. A ella le gusta ver, le gusta contemplar la ciudad desde el cerro, y la televisión, aunque tenga que estarle platicando a todos lo que pasa en la pantalla; pero lo que más le gusta es mirar la punta de sus zapatos cuando camina.

Cuando Luis, su padre, decidió ser ciego hace 25 años, aún veía. A él también su padre (el abuelo de Araceli), le había enseñado a voltear los ojos, para que “sólo se les viera lo blanco”. Su padre y sus tíos iniciaron esta profesión. Al igual que sus familias, habían sido inválidos, mancos, y hasta dialiseros -cuando las diálisis no eran ambulatorias-, venían de dos lugares de la república mexicana, Guadalupe Zacatecas y el Letrero Michoacan, por eso en esas familias los integrantes eran todavía güeritos.

El abuelo de Araceli había llegado a Santa Fe, cerca de los tiraderos. En los primeros años, eran pocas familias, pero cuando corrio el rumor de que le iba bien en la capital, muchas personas empezaron a inmigrar a los tiraderos, hasta que un día los desalojaron a todos, y el abuelo se los llevó a vivir a Santa Lucía, cerquita, en la Álvaro Obregón. Allí agarró un terreno grande, desde donde se veía la ciudad.

Un día el abuelo conoció a Tobías, un ciego profesional, quien volteaba los ojos hasta que sólo se miraba lo blanco. Tobías trabajaba en una ruta de camiones con unos sordos que repartían estampitas de la virgen; usaba un bastón europeo, de los que después llegaron a México, era todo un espectáculo: el bastón se doblaba y se extendía de un jalón, además tenía en la punta una especie de moneda que no permitía que se atorara en el suelo. Ese bastón obsesionó al abuelo, así que le encargo a Tobías uno de esos, y se volvió su discípulo, aprendió a ser invidente de verdad, y después les enseñó a todos.

En aquellos años, nació Luis. “Lo último que vi fue el Hotel de México, ese que gira”, dice siempre el padre de Araceli, cuando rememora los días en que aun veía. Su primer trabajo fue a los ocho años, cuando se hizo pasar por un lisiado sin piernas en un puente de periférico, “allá por Plateros, cuando no había ejes viales”. Luis le contaba a Araceli que los lunes se iba temprano con su tío a comprar recetas a Santo Domingo, vendas, yeso y violeta de genciana a la farmacia París. Allí fue donde su papá descubrió las bolsas de diálisis, ya las había visto cerca del Hospital General, pero sólo entonces pudo comprar el paquete completo, con mangueras y todo. “Al principio lo probamos mis primos y yo, y tu tío”, le contaba su padre, “pero la gente, aunque nos daba dinero nos veía con asco, y teníamos que movernos para no molestar; entonces tu abuelo decidió que hacerse el ciego era mejor, al principio sólo bastaba con comprarse un bastón, unos lentes negros, practicar muchas horas con la abuela caminando con los ojos cerrados y buscar a la persona que controla a los ambulantes en el camion o en el metro ”.

“La caridad es hija de la penitencia, y la penitencia de la culpa, sin nosotros no habria donde depositar las culpas, ni la parábola de la viuda se hubiera podido escribir. Eso lo aprendí del abuelo”, solía repetirle Luis a Araceli para animarla.

También acostumbraba otras frases, como “ese es el sentido de nuestras vidas, vendemos descanso para el alma”, o, “los ciegos no han tenido más derechos que los demás, pero la lástima de la gente siempre ha sido más favorable que los derechos”.

“Mira hacia adentro con todas tus fuerzas -le decía Luis”-, y Araceli jalaba fuerte los ojos hasta que se empezaba a marear. Eso no le gustaba mucho. “Siente el mareo”, era la segunda lección. “Aunque no los veas, tus ojos se pondrán blancos como la nieve de Frozen, no sabrás como caminar y tendrás que volver a aprender”.

Araceli pudo cerrar los ojos con las pupilas hasta arriba, con la corneas bien abiertas, sólo había que mirar para adentro. Cuando jalaba los ojos veía borroso, le dolía la cabeza y se mareaba, caminar mareada era caminar a tientas.

“¿Cuándo dejaré de marearme?, ¿cuándo ya no veré borroso?”, preguntaba Araceli. “Cuándo te concentres”, le respondía su padre. “Cuando te olvides de ti y voltees los ojos hacia tu corazón, hacia Dios, cuando quieras dejar de advertir el afuera, y sólo mires para adentro. Afuera vemos y vivimos, hacia adentro morimos un poco, como si durmiéramos, y entonces soñamos con Dios. Déjate ir un poco, déjate morir, vuélvete un fantasma, como si no estuvieras, sólo debes existir en el momento en que te echen dinero al bote”.

Araceli se quedó pensando. “Me gusta cerrar los ojos y caminar, siento que floto, no me mareo, y si me llevan de la mano me imagino que estoy haciendo mi primera comunión. Pero no voy a cerrarlos, los voy a voltear muy fuerte para ver para adentro, y si me mareo caminaré como mi hermano, cuando se traía su mona de limón. Él decía que se salía del tiempo, que hacerse el ciego o jalarle a la mona era como cuando se junta la noche y el día, un tiempo sin hora, era solo estar”.

El día llegó, salieron de su casa a las siete, muy temprano. Araceli se colocó la “mañanita” de la virgen que le dio su tía, pero su mamá le dijo que tenía que ponerse otra ropa, “una más viejita”, para ir con su papá. La ruta era la misma, la que ella conocia. Durante el camino a veces cerraba los ojos y se dejaba llevar por su papá, los abría de reojo, y se alegraba si le atinaba a donde creía que iba.

En la estación Pino Suárez su papá la soltó, sacó el bastón que se armaba y le dio el bote. Él preguntó al Rolas, que era la persona que llevaba el control de los ambulantes, si podía subir.

El Rolas respondió: “Sí, pero hasta atrás y hasta que acabe la señora del mariguanol”.

Dentro del vagón, Araceli camino al lado de su padre.  “Ya, Araceli, voltea los ojos”, le dijo cerca del oído su papá. Ella cerró fuerte los párpados y jaló los ojos para arriba, los abrió y no dejó de ver, seguía mirando todo; jaló otra para ver hacia adentro. Se esforzó. Fue inútil. “Voltea bien los ojos”, la regañó su papá. Avanzarón, la gente la observaba, y ella no podía. Sintió miradas, oyó risas. Asi que cerró los ojos fuerte y corrió y corrió. Mirada y pensamiento se confundieron, y sin darse cuenta salió del vagón en que pedían dinero.

Había jalado los ojos bien, ya no veía hacia fuera, veía hacia dentro, pero no encontraba lo que le dijeron, ni a Dios, ni a su corazón. Solo quería abrirlos y volver, pero ya no pudo, había ido demasiado adentro; demasiado lejos.

No supo cómo pasó al andén ni dónde terminaba éste, tampoco supo cómo cayó, ni vio la luz del tren, ni escuchó su silbido. Sus ojos no volverían; jamás se abrieron. El andén había sido demasiado corto, el tren demasiado grande. Ahora podría ver el mundo desde afuera.

 

Agustín González C.

Politólogo puma, lector y aspirante a escritor. Fue asesor del EZLN. Fundador y dirigente del Frente Popular Francisco Villa. Dirigió el Instituto Nacional de Investigación, Formación Política y Políticas Públicas del PRD. Coordina el Centro de Estudios de Movimientos Sociales y Sustentabilidad Urbana, A.C. , Actualmente es colaborador del diario electrónico El Andén, en la columna semanal “De ciertas coyunturas”.

Puedes leerlo en http://agustingonzalezcazares.blogspot.com/. Twitter: @agustin_gonca