
Por Verónica Noyola Valdez
16 Marzo 2020
Con su ya característica prosa contundente y fría, Mariana Enríquez consigue en esta obra de largo aliento (setecientas páginas) una representación vasta del mal. La historia se centra en narrar la continua lucha de Juan y Gaspar, padre e hijo, por huir del atroz designio de la Oscuridad, una antigua fuerza maligna que se manifiesta a los miembros de una sociedad secreta conformada por intelectuales y partidarios del gobierno de la dictadura argentina. El cuerpo moribundo de Juan es el medio para convocar al mal, y la moneda de cambio para obtener sus beneficios son los innumerables y crueles sacrificios humanos que se cometen a la sombra de otros crímenes, lo de Estado. Gaspar, dotado de capacidades extraordinarias que le fueron heredadas por el padre, como la de escuchar el pensamiento de los otros, está destinado a suplirlo en la infame tarea espiritista.
La recién ganadora del Premio Herralde de Novela retoma en esta obra varios de los mecanismos narrativos, temas y anécdotas que ya se leen en los cuentos que conforman sus libros Lo que perdimos en el fuego (2016) y Los peligros de fumar en la cama (2017). En la novela volvemos a encontrarnos con una exposición ficcional sin tapujos acerca de lo sobrenatural; nos topamos con personajes marginales que por su condición física o social en extremo decadente se configuran como seres monstruosos; incluso nos sentimos seducidos una vez más con elementos cliché del género de terror (casas encantadas, pasadizos secretos, magia negra, visiones fantasmagóricas, crímenes horrendos, sótanos que esconden secretos perturbadores). También encontramos un fino entramado de otras superficies por donde fluyen el horror y la decadencia. Enríquez aborda con menciones directas situaciones históricas y sociales donde el mal se manifiesta: las desapariciones forzadas, la irrupción del sida en la década de los ochenta, la psicodelia y las adicciones como escape al deterioro anímico de toda una generación. Bien es cierto que estos aspectos son en la novela sólo el telón de fondo para exhibir una idea que la autora parece desear agotar en sus reiteraciones: el mal absoluto.
La prueba de su maestría radica, muy probablemente, en la fluidez narrativa con que la argentina logra situar al lector en un estado de sugestión permanente, tarea nada fácil si juzgamos la extensión de la obra. Sin duda, una novela densa, pesada, oscura, que por momentos logra un lenguaje casi poético que vuelve sublime lo abominable.