Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Nadie duerme en el mundo/ Alejandro Paniagua

Alejandro Paniagua Anguiano nos presenta en su más reciente novela, Nadie duerme en el mundo, un complejo retrato de las relaciones de pareja, la paternidad, y, sobre todo, el terrible peso que la enfermedad impone al que la padece y a los que lo rodean. Narrada en capítulos breves y contundentes por el protagonista, velador en una bodega de escaleras, la novela nos narra las vidas íntimas, en el sentido más estricto, de sus personajes: el de la privacidad de sus pensamientos. Andino, su pareja, vive las secuelas de un mal, cuya existencia destroza a la pareja y a la familia. Esto lleva al protagonista a refugiarse en su mundo interno y a tomar decisiones que sólo la desesperación y el amor pueden explicar, en sus palabras: “Yo soy como una linterna, justo así me siento ahora. Pero soy una linterna inversa: aquello donde se posa mi vista se vuelve más oscuro, más intrincado, más sombrío”.

Por: Alejandro Paniagua

Enero 2024

Fragmento del libro: Nadie duerme en el mundo, autor Alejandro Paniagua. Editado por Textofilia.

 

Desaparecidos

 

Andino se despierta en cuanto me escucha. Me da un beso en los labios. Antes, cuando él y yo nos besábamos, desaparecíamos del país, del mundo. Hoy sólo nos desvanecemos a medias. Y al ver que nos falta una mano, una pierna, la mitad de la cara, un dedo meñique, nos alarmamos; nos aterrorizamos tras pensar que, tal vez, no surjan de vuelta nuestros fragmentos desaparecidos.

Los labios de Andino saben a dos miligramos, quizás tres, de algún ansiolítico genérico.

Cierro las cortinas. La habitación se oscurece casi por completo.

Me acuesto, él se recuesta de nuevo cerca de mí. Andino se duerme, a pesar de que algunos fragmentos de su cuerpo siguen desaparecidos.

 

 

Matrícula

 

Tras unos cuantos minutos, me despierto en alerta. Sin razón alguna, miro el gafete en el buró. Mi nombre está escrito con letras rojas en la credencial.

Cuando era niño, pasaba todo el día en casa de mi vecina. Ella había sido dueña de un hotel de cuatro estrellas durante la mayor parte de su vida. En una habitación tenía cientos de cuadernos en donde quedaron registrados los nombres de todos sus huéspedes. Yo pasaba horas en aquel cuarto. Leía y releía esos nombres escritos en hojas amarillentas. Lo hacía como si se tratara de poemas o historias de piratas y vampiros; los revisaba como si fueran textos que me enseñaban mucho de mí mismo o de la vida. Algunos nombres, en mi imaginación, tenían finales sorpresa; otros, tramas trilladísimas; unos cuantos, los menos, tenían una serie de sinécdoques e hipérboles deslumbrantes.

La poética de mi propio nombre no me causa, ni me ha causado jamás, estremecimiento alguno.

Me pongo de pie y guardo mi gafete en el cajón.

 

 

En vela

 

Vivo en la oscuridad. No soy un ángel caído. Vivo en la penumbra. No soy un Lophiiforme (un pez abisal que habita a dos kilómetros de profundidad y tiene cientos de colmillos). Vivo en la negrura. No soy el espectro de un hombre asesinado. Vivo en la oscuridad. Soy un velador.

 Cuido, de lunes a sábado, una bodega saturada de escaleras plegables de aluminio. “De tijeras”, les dicen. Me gustan las escaleras. Su único defecto es que hacen demasiado alboroto cuando caen al piso. Ir hacia abajo les causa terror. Lo entiendo: su esencia implica la elevación. Más de una vez, sus gritos me han enchinado la piel.

Hace tres años me caí de las escaleras de mi edificio. El brazo roto no hizo que generara ningún rencor hacia las escaleras que cuido. Unas no tienen la culpa de las acciones de otras.

Como siempre, doy mi primera ronda de la noche a las doce en punto.

Por cierto, esta historia ocurrió hace varios años, pero la cuento en presente porque no deja de ocurrir nunca.

Ilumino mis pasos con una linterna amarilla. Yo soy como una linterna, justo así me siento ahora. Pero soy una linterna inversa: aquello donde se posa mi vista se vuelve más oscuro, más intrincado, más sombrío. Estoy hecho pedazos. Vivo devastado desde hace mucho tiempo. La enfermedad que tuvo Andino nos desbarató a todos. Jamás nos repusimos. Por fortuna, sobrevivió.

Nuestra única bendición es Itzuri, su hija, nuestra hija. Mi único deseo es que los tres tengamos sosiego y quizás algo de dicha.

Camino por los pasillos en silencio.

Para entretenerme, a veces ilumino un fragmento de la bodega: un peldaño, una puerta, un montón de basura y, de inmediato, apago la linterna. Me quedo parado en la oscuridad unos segundos. No dejo de apuntar al mismo sitio. Al encender de nuevo la luz, sólo hay tres posibilidades:

  1. Que el objeto o conjunto de elementos sigan ahí.
  2. Que hayan desaparecido por alguna razón inexpugnable.
  3. Que hayan sido sustituidos por algún otro objeto.

Hoy ocurre la tercera opción. Ilumino un pedazo de hule. Enseguida lo cubro de negrura. Al irradiarlo de vuelta, encuentro una araña en vez del trozo de goma. Me maravillo. Comprendo que la magia de la insignificancia también hace proezas.

Cuidar objetos que nadie puede ver, debido a la penumbra, debido a su poca importancia, por momentos, me hace sentir inútil. Lo que hay a nuestro alrededor, ¿tiene importancia si no podemos verlo? De inmediato concluyo que, aunque yo no pudiera ver de nuevo a Itzuri, me seguiría importando. Aunque ella viviera en la penumbra por el resto de su vida, me seguiría pareciendo hermosa. Sólo pensar en ella es un suceso memorable. ¿También Andino me parece bello? La respuesta me aterra, no me atrevo a enunciarla. Y es que pienso en el rostro de mi pareja y sólo atino a sentirme cansado, incluso se me contrae un brazo. Cuando Andino estuvo en el hospital, mi cuñado me dio el trabajo de velador, lo hizo como una forma de ayudarnos. Gano seis o siete veces más de lo que gana un cuidador cualquiera. Gano cuatro o cinco veces más de lo que ganaba como maestro. Y, sin embargo, me encantaría dar clases de nuevo. Quisiera retomar, algún día, la maestría que dejé a medias. A pesar de todo el sacrificio, nuestras deudas médicas aún resultan abrumadoras.

Las escaleras de la bodega están llenas de polvo. El encargado de la limpieza las sacude muy poco, una o dos veces al mes. Estornudo cada tanto, me da comezón en los ojos. No sé por qué, pero hoy me imagino que aquella capa de tierra les da (a las escaleras más soberbias) la falsa idea de que un día podrían convertirse en montañas. Así como a nosotros el ganar unos cuantos pesos nos hace pensar que podríamos llegar a ser, algún día, millonarios. O el recibir un beso triste termina por convencernos de que hemos hallado a nuestra alma gemela.

Nada es cierto.

Humanos y escaleras especulamos a partir de muy poquita cosa. 

 

 

Metalurgia

 

Oigo un trueno que cae afuera de la bodega, me espanto, me tenso, pienso en mi padre. El viejo siempre fue un trueno lejano, nunca vi su luz de manera directa. Poco o nada nos decía de sí mismo. Mi padre se dedicaba a arrastrar una carreta de metal por las colonias ricas de la ciudad. Las llantas eran de acero inoxidable y, aun así, iban las cuatro llenas de herrumbre. Mi papá recolectaba piezas metálicas a su paso: puertas de refrigerador, manijas de armarios, máquinas de escribir, rayadores de queso, engranes, planchas, cencerros, mofles, ¿hombres de hojalata? Con lo que ganaba de las piezas nos daba una buena vida a mi madre, a mi hermano y a mí. El viejo decía que cuando su carreta llena pasaba sobre las calles empedradas hacía un ruido muy parecido al de una tormenta que se avecina; decía que se acostumbró a vivir con una tempestad que lo perseguía y —a cada instante— le iba pisando los talones. Creo que se refería a algo más que sólo el sonido de su carreta. Murió intempestivamente un día de vendaval.

 

 

 

 

Todicidio

 

Sé que un velador no duerme en horas de trabajo, no debería hacerlo al menos. Sin embargo, a las dos de la madrugada en punto, yo duermo un par de horas. Sin poder evitarlo, sueño algo extraordinario cada noche.

Hoy no es la excepción, lo que narra mi cabeza me estremece. Y es que sueño que tengo la urgencia de asesinar a todas las personas en el mundo. De hecho, en mis ensoñaciones, las mato una por una. Para eliminarlas uso una escopeta negra Stinger. ¿Una misma escopeta puede dispararse miles de millones de veces sin que llegue a estropearse?

El sueño consiste, sobre todo, en una multiplicidad de escenas donde confronto a diversos individuos. A cada uno termino disparándole a quemarropa, justo a la altura de la boca. Hay cuatro acciones básicas en cada viñeta: disparar, recargar, gritar, perecer. Recorro las escenas inmerso en un odio sereno, como si yo fuera un monje que alcanzó la iluminación recitando insultos a las divinidades, cantando maldiciones sagradas.

Durante un segundo del sueño, no más que eso, me convierto en una mantarraya, llevo encima la escopeta y nado a toda prisa en un agua turbia. Enseguida regreso a mi forma humana y el agua se desvanece.

Tras dispararles, los gritos de mis víctimas se vuelven añicos, igual que la parte baja de su cabeza. Los dientes vuelan por el aire y forman sonrisas imposibles. Las lenguas muertas caen al suelo, condenadas a probar, por el resto de su existencia, aquel pedazo de superficie azaroso donde aterrizan.

En varias de las escenas, mato a personas familiares. A mi hija, por ejemplo, pero en el sueño es solo una bebé (lo raro es que yo la conocí hasta que tenía tres años). Al tipo de la tienda; a la mujer que alguna vez, cuando era adolescente, me vendió una caribe; a uno de mis maestros de matemáticas; a José Luis Rodríguez “El Puma”; a nuestros vecinos; a mi abuelo; a Salvador Díaz Mirón (aunque él haya muerto en 1928).

Entre más gente mato, menos culpa siento. Creo que es así porque cada vez hay menos individuos que podrían juzgarme. Cuando ya no queda nadie, salvo yo, al planeta entero lo cubre el olor de la muerte. En mi sueño la muerte huele a basura mojada.

En algún punto de mi sueño, los dioses de la Tierra abandonan el planeta. Supongo que no están interesados ni un tanto en la devoción o el miedo de una sola persona.

Es sorprendente, pero la sensación de soledad que me colma en un mundo vacío no llega a ser tan profunda como la desolación que sentí cuando murió mi padre. O mi madre. O mi hermano.

 

 

Diablos

 

Despierto, me acerco las manos a la cara para saber si el olor a pólvora se mantiene. Todos los elementos del sueño se han desvanecido, menos la culpa. Ésta se mantiene unos segundos.

Doy mi segunda ronda. Ahora, mientras camino, toco algunas escaleras. Tienen frío. Yo también tengo frío.

Por un instante me siento satisfecho al pensar que mis cuarenta y cinco años adultos custodian a estas cuatrocientas cincuenta escaleras niñas. Y es que hoy las pienso como chiquillas; pero hay días que me parecen ancianas; otros, diosas inagotables; otros, mujeres que mueren sin jamás haber revelado su verdadera edad.

Comienza a caer la lluvia (como si alguna vez la lluvia se hubiera detenido, como si no lloviera a cada instante en algún sitio). En fin, cae la lluvia justo encima de la bodega, le vino en gana caer justo aquí.

Las tres ventanas de la pared más grande se iluminan de súbito, cuando cae un relámpago. Dejan ver, de izquierda a derecha: la luna menguante, unas ramas del árbol de la entrada y la silueta de algo que parece un demonio sonriente. Esas tres ventanas iluminadas, que muestran fragmentos del exterior, parecen una fugaz tirada de Tarot compuesta por tres cartas espurias: La Medialuna, La Jacaranda y El Demonio Alegre.

Lo que auguran las imágenes me agita.

La Medialuna habla de alguien que sólo muestra la mitad de su cara, la mitad de sus intenciones. La Jacaranda implica crecimiento, no necesariamente de algo bello. El Demonio Alegre revela algo terrible, que al final traerá felicidad. Pienso en Andino. En lo que dejó atrás y en lo que se avecina.

Siento un escalofrío. Las escaleras niñas también se estremecen.

Mi carta favorita del Tarot es el Diablo. El ser maligno tiene un rostro en la panza. Yo quisiera tener una segunda cara en alguna parte del cuerpo.

En una silla negra, me siento a esperar el amanecer.

Pienso una y otra vez que Andino es blanco como la nieve. La nieve que nunca he visto de cerca. Y es importante que sea justo como aquella nieve porque también mi pareja me resulta inaprensible la mayor parte del tiempo.

Cuando el sol me ilumina el brazo, siento comezón. ¿Es posible que los rayos provoquen picores?

A las seis y siete, el ruido de la llave en la puerta me asusta. Aunque lo haya escuchado cientos de veces antes, me angustia. Si un demonio (alegre o con una cara en la panza) se me apareciera cien veces en la vida, ¿me seguiría asustando?

Don Fidel, el encargado de limpiar la bodega, entra al local. Trae la boca partida. Seguro se peleó anoche. Con un borracho o con su hijastro o con una hidra o con un diablo. Lo saludo con cariño. Quisiera que el viejo tuviera más importancia en esta historia porque me parece un buen hombre. Pero en mi narración, la verdad es que el tipo (vestido con una sudadera negra y una boina gris desgastada, que me mira con vergüenza por la herida en su boca y que me agradece todos los días el haber cuidado una bodega que ni siquiera le pertenece) no tiene ninguna relevancia.

Quiero imaginar bien a don Fidel porque no sé si lo mencionaré de nuevo. Prometo al menos intentarlo.

Salgo de la bodega.