Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Mujer de humo

 

Autor: Oliet Rodríguez Moreno

Abril 2022

 

 

Todos los viernes terminaba las clases en la universidad al mediodía e invariablemente me asaltaba la necesidad de conquista. Algo dentro de mí se activaba y me convertía en un cazador, ¿o acaso alguna vez dejé de serlo? Heredé la costumbre de un familiar lejano que le tocó vivir en las cavernas y que de tanto cazar, trastocó su necesidad en placer y más tarde en adicción. Tengo la misma genética, él buscaba la carne de animales que mataba para sobrevivir y yo carne viva que aliviara mi hambre de mujer. En las noches se exacerbaban mis instintos y cualquier reunión familiar o de amigos resultaba el pretexto perfecto para buscar una víctima que terminase conmigo en la cama.

 

Ese viernes la fiesta se celebrada en casa del primo de un conocido o en casa del conocido de un primo, no recuerdo bien, pero después de media botella de ron y varios pitillos bien cargados de hierba, no importaba a nombre de quien estaba el inmueble. Creo que sucedió cerca de la medianoche o las seis de la tarde o quizás fuese durante la madrugada de aquel invierno cálido que más bien parecía un verano frío. Descontento por la falta de presas y aturdido por el olor picante de la hierba, salí al balcón a coger aire. Desde una esquina la bocanada de humo dulzón me hizo toser. Me giré a protestar, pero al descubrir la silueta difusa me detuve.

 

No tosí porque para poder toser se necesita tener aire en los pulmones y yo estaba paralizado sin respirar. Las facciones de mujer se escondían entre las nubes que salían de su boca. Me froté los ojos sin aumentar la nitidez de mi campo visual. Su risa escandalosa rompió el silencio y culminó en un “hola” que acompañó con el movimiento de sus manos. Entendí su gesto como un saludo y repetí el movimiento de manos. Mi respuesta se volvió estúpida pues sus manos solo espantaban el espacio de humo, pero tuve suerte y como mi idiotez pareció un buen chiste, se despejó el camino. Su risa apareció entonces al final de la niebla.

 

Quise acercarme, pero una nueva exhalación, más densa y olorosa que las anteriores, se adelantó. ¿Era el brillo de unos ojos lo que relucía al final de la bruma o el extremo de un cigarrillo encendido? Una mano con un cigarrillo humeante entre los dedos salió de lo blanco y me calentó la mejilla con una caricia. Un seco “ven” retumbó en el balcón y sin mirar atrás la mujer escapó entre suspiros de humo. El miedo a perder de vista sus caderas me hizo chocar con varias personas de la fiesta mientras la seguía. Tenía que salvar mi noche.

 

Pude haber entrado en una habitación de la casa, en el hogar de un vecino o incluso haber caminado varias cuadras detrás de aquella mujer. Solo sé que se detuvo en un cuarto y su “por favor, cierra la puerta” me puso a temblar. El “por favor” resultó anacrónico pues aquello era una orden. La estancia resultaba amplia y sin muebles, apenas una cama matrimonial, cuyo respaldar terminaba en un ventanal abierto de par en par por donde entraba una brisa con olor a mar.

 

Me senté al borde de la cama y deseé que el vaivén de las olas se llevara mi confusión de regreso al océano. La sombra silenciosa me miraba desde una esquina del cuarto. Pudo ser la esquina derecha, la izquierda o las cuatro intercepciones de la pared con un techo que no paraba de dar vueltas. Sus manos buscaron algo y quise que me encontraran, pero el ruido de un objeto dentro de otro me desilusionó. ¿Qué tal si el sonido nacía en el botón del vestido al escapar del ojal?

 

Una llama alumbró de súbito unas facciones difusas de mujer por unos segundos, al  extinguirse quedó el punto rojo del cigarrillo. El color rojo avanzó hacia donde bebía estar su boca impulsado por una aspiración eterna, luego una pausa y más tarde en una exhalación de humo con olor a pulmones. Sin saber qué hacer me dediqué a medir el tiempo transcurrido entre los latidos de mi corazón, pero mil quinientas palpitaciones más tarde encontré que era más práctico y menos trabajoso cronometrar los segundos entre sus aspiraciones. Descubrí que entre fuegos había quince bocanadas y que en cada expulsión desaparecía un botón del vestido ya abierto al frente.

 

En la séptima aspiración del cuarto cigarrillo la pausa se alargó más allá de la rutina. Imploré para que el humo escapara otra vez de su boca, sin embargo, lo que salió fue una nueva orden: “Desnúdate”. El nerviosismo me inmovilizó. El nuevo “Desnúdate” me golpeó el rostro. Si me hubiera pedido en ese instante que me lanzara por la ventana lo hubiese hecho sin chistar, pero la orden era de desvestirse y me comencé a quitar la camisa algo aliviado porque el tiempo volvía a existir en una nueva exhalación de humo más blanco.

 

Al disiparse parte de la bruma creí ver el vestido abierto al centro. Los instantes de fuego alumbraban la agitación de un torso brillante. Los límites de la tela apenas cubrían los pezones y el tercio libre de cada seno dibujaba la parte que no se mostraba. La barriga lisa se adornaba por la sombra de un ombligo agitado. Se escuchaba el sonido de las gotas de sudor mientras bajaban por los muslos de las piernas que cruzadas, trataban de esconder sin lograrlo al triángulo donde el humo se volvía negro. El olor picante se convulsionaba entre gemidos.

 

Mientras me desvestía, comprobé mi poder sobre el tiempo: era capaz de regular la frecuencia y cantidad de nubes blancas al aumentar o disminuir la velocidad del desviste. Quedé desnudo al borde de la cama en actitud provocativa. La nueva imposición me sorprendió: “Al centro de la cama, …ahora”. El “ahora” en la orden escondía una angustia sutil pues se escuchó en un tono inaudible. La inesperada debilidad de la mujer potenció mis fuerzas y el camino que pude hacer de un salto, lo convertí en el arrastrar lento de mi sudor entre las sábanas. Dos cigarrillos suyos más tarde llegué a mi destino. El reflector de una luz callejera se colaba por la ventana y dentro del cono luminoso ensayé mi pose más atractiva. Acostado de lado, estiré mi pierna derecha y elevé la rodilla de la extremidad contraria como apoyo del brazo. La palma de la mano sobre la cama permitía que la punta de mi cuerpo que antes colgaba, se  acostase en línea recta hacia su destino.

 

¿Qué provocó que se apagase de repente el farol de la calle, que la brisa dejase de soplar o que la marea se detuviese?, nunca lo sabré, pero el cuarto se inundó de humo picante. La luz roja vibraba en las manos de la mujer y mis músculos se entumecían al no cambiar de posición. Los segundos agonizaron entonces en cámara lenta mientras el aire devoraba las moléculas de niebla.

 

La encontré entonces en una esquina, entre bocanadas de un humo ya no tan blanco, casi amarillo. Tenía el vestido perfectamente cerrado y el papel del último paquete de cigarrillos apretado en un puño. Su movimiento llegó tardío y sin dudas se alejaba de mí. La frase tranquila de “cierra la puerta cuando te vayas” no fue esta vez una exigencia ni un pedido, apenas una oración simple, un saludo cortés o una despedida descafeinada, o un vete a la mierda, o un vuelve mañana si te apetece, o no me interesas, o búscame, u olvídame, o me cago en tu madre. Lo peor es que no supe qué carajo dijo esa voz. Se repite hoy todavía en mi mente desquiciada y no sé, no sé, no sé, no sé, no sé absolutamente nada y no sabré jamás. No sé si todavía era de noche, de día oscuro sin sol o si apenas el humo oscurecía una tarde de luna llena. Tampoco sé qué carajo hacía desnudo en el centro de una cama extraña. Ni sé cómo ese viernes encontré las fuerzas para irme a algún lugar a curar la locura de mi cuerpo sediento que escucha todavía la carcajada de una nube vaporosa que escapa por una ventana que debió impedirte el paso.