Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

MR. HYDE

Autor: Rubenski Pereira

Mayo 2023

 

Todo ha cambiado. Ya no soy el mismo personaje de ayer. Mi piel es la llama, flujo de substancias malignas hundiéndose en el amanecer. Cuervos y laureles de una bestia tenebrosa. 

Estoy en la cama, observo a mi mujer. Veo los filamentos de su rostro, pienso en la destrucción. Reflexiono: ella está dormida a mi lado, al lado de Hyde. Debería estar asustada; con extremo sigilo salgo de las sábanas y me deslizo del colchón, salgo por la ventana hacia la calle, me pierdo en los callejones pestilentes. Veo palabras y números flotando sobre la avenida, me pregunto por los símbolos detrás de los símbolos, de la noche que escapa a nuestros ojos y es ceniza en la distancia; me concentro en mis músculos y en mis vertebras y salto hacia un balcón sin flores. Ahí encuentro notas escritas en papel. Son cientos, y están por todos lados, incluso en el techo. Son símbolos dobles, esta parece ser la casa de un loco —pienso— y me digo: es extraordinario, el doctor no pudo volver a fabricar la fórmula, y lo he suplantado, sólo queda Hyde, es decir, yo, mientras que el doctor ha desaparecido. Gané la batalla. El juego alquímico me favoreció, y sólo prevalece el maldito, el oculto, una alegoría en la mirada. La metamorfosis psíquica, la transformación de las emociones. La ruptura del fluir de los estados, para centrarse en un foco de comportamiento. Por eso, mi siniestro rostro siempre en él, yo: Mr. Hyde. Sí, lo usé a mi antojo, destrozando todo a mi paso. Me revelé. Es libertad extraordinaria ser Hyde e intuyo que el texto me persigue, es mi doble. 

Soy la tercera alma platónica, aquella que surge del estómago, donde habita el alma maligna y ocurre la transformación total. Desde ahora el doctor ya no existe. Sólo Mr. Hyde; uno de los dos tenía que vencer, y preservarse. 

Hace unos días, tenía dos personalidades. Una dócil y amable, otra altanera y bestial, enfermiza, colérica, nerviosa, de éxtasis constante y una fuerza sobrenatural de los sentidos. Monstruo de luces y de tinieblas. Ahora soy más y más fuerte; sólo yo, Edward Hyde con el testamento a mi favor, además de lujos y encuentros con lo prohibido. Mujeres hermosas desnudan sus pensamientos frente a mí. 

Nunca me interesó el doctor, en realidad. Yo quiero romper límites: súper fuerza más allá de todo. Soy fuego inteligente. Soy un cambiante. Un Shape shifter, otro nombre puede ser Hyde. Lo extraordinario y oculto. El doctor es el asesino. Destruyó su lado humano para convertirse en lo que soy, un ser obscuro que escribe estas líneas. Él decidió tomar la fórmula, y me encontró a mí, su tirano. Quien lo terminó por poseer completamente. Evité la muerte del doctor, su suicidio, para usurparlo. Ahora yo controlo el juego, ya no es más un trastorno de bipolaridad. Está más allá de un problema de personalidad múltiple, es la posesión del gemelo negativo sobre el positivo. Alguna vez tenía que ganar; muchos escritores han sufrido esto como yo, entre ellos el propio Stevenson, así como Hemingway y Edgar Allan Poe, quien, además, tenía un doble que lo atormentaba rompiéndole el eje de las cosas. 

Vivo en las regiones subterráneas que emergen a la luz. Libertad del Ser. Rienda suelta a placeres de todo tipo, al desenfreno del “ello” y de las aventuras que navegan en la inmundicia, en la maravillosa conciencia al desatar el fuego. Imán de Fuerza y Poder. Constelación de manos infinitas que no pueden negar la tercera alma del interior. 

Además, no soy de fácil acceso como la trastienda, por donde entro al usar mi llave en la novela. Están ahí el laboratorio y los experimentos químicos. De hecho, sino es por Mr. Enfield, Mr. Utterson jamás se hubiera dado cuenta que se trataba de la parte trasera de la casa. Sin embargo, tengo en la novela un departamento en el Soho —el cual, por cierto, cambié su ubicación, ahora que vivo en otro país y hablo otras lenguas—.   

Digamos que el doctor tenía ojos café cobrizo. Los míos son de un negro absoluto. Y sí, soy más bajo que el doctor, como en la novela y no tengo freno moral, no me importa nada, puedo tundir a palos a una criada o a una señora de la alta diplomacia. 

Soy lobo de la noche rutilante. Cada estrella es reflejo mío. Soy el hijo rebelde que se vuelca en contra de lo establecido en la Inglaterra Victoriana. Luego, escribí esta historia sobre la bestia salvaje en que me he convertido. El rebelde de la ciudad de plomo. Quiero seguir en la correría, vaciar la madrugada y sus lingotes, justo después de escribir estas páginas. 

Yo soy Mr. Hyde, el tipo auténtico, el que se deja llevar. El que decidió no ser aceptado por sus conductas ante la sociedad. El doctor no es antítesis de mí, también es mi constitución, mi carne. Yo lo asumí y lo integré: lo absorbí. Soy el Hyde que se desvela sobre la absenta pidiendo tragos y tragos al camarero. Vivo ensimismado en la constelación del humo que emerge de mis pensamientos. Me encuentro en otro extremo de la realidad. 

Pero ahora yo, Mr. Hyde, tengo el control. Soy quien navegó en un barco ebrio descuartizando mis notas y los libros de la biblioteca, donde consumo las horas con óleo en mis dedos. Escribo sobre las paredes y formulo el nuevo caos, la nueva transformación. Un sinfín de anotaciones en puertas y ventanas. 

Durante la noche, me desquicio y desfallezco en un largo sueño psicótico donde peleo con el doctor. Los dos flotamos en un cielo azul que nos ve golpearnos. Batalla onírica que al despertar sólo puede ganar uno, y siempre soy yo, Hyde, quien despierta sobre el colchón con aliento salitroso, después de toda una noche de desenfreno. Siempre envuelto por la multitud —ocultándome— buscando la ocasión para el crimen. 

Es decir, largas caminatas por los llanos, lúgubres montes donde encuentro fantasmas. Rutas del parque obscuro con tesoros de sangre. En la espera me volatilizo y encuentro a una pareja. Son jóvenes. Los dos van muy bien ataviados, regresan de una fiesta por su aspecto alcohólico. Camina ella sin zapatos sobre la hierba y él avienta el saco. Se besan y comentan en risotadas situaciones ingenuas. No me perciben en la gruta de la noche. Salto sobre ellos como un viejo comparsa, luego, los lanzo a varios metros. Al caer, truenan sus huesos. Camino hasta sus cuerpos y los arrastro hasta un árbol, donde los degolló sin conmiseraciones. Quedan tendidos en la tierra, con las miradas vacías y una ligera torcedura en los labios. Mientras observo la sangre enciendo un cigarrillo, y doy un salto en la euforia de la liberación. Ahora estoy seguro: mi doble es el texto, —no el doctor—, quien descubre el misterio sobre la supervivencia de Mr. Hyde. 

Recuerdo a mi mujer. Seguro tendrá frío y necesitará tenerme en las sábanas. Seguro me extraña y me desea, después de mi escape furtivo. Por eso, me dirijo al departamento. Ella conoce mi transformación, sabe que soy Hyde ahora, que ha perdido a su querido doctor y, sin embargo, sigue amándome: le excita la violencia de mis actos, la falta de modales, una bestia en euforia constante, pero con esferas contemplativas que son la acción suprema. 

En una gasolinera me cambio, me limpio la sangre, y camino a casa. Abro la puerta del departamento, y me doy cuenta que aún tengo restos del juego. Ella me interroga, entonces le doy una bofetada que la manda al suelo. Entro en la cocina por un whisky. Abro una botella y la bebo en largos tragos. Abro otra, y otra. Por lo menos tres botellas de whisky bebí esa noche mientras mi mujer dormía ya en silencio absoluto.

Al desnudarse surge el símbolo, ahí, donde el texto no deja de perseguirme, es la llama de mi transformación, mímesis, mutación brutal de los sentidos. De cómo llegué a ser Mr. Hyde y cómo mi mito se esparció en la literatura y en la cinematografía; ya no vivo en Inglaterra, —como dije—me aburrí de ese lugar. Ahora vivo en el trópico y uso un teléfono Apple con FaceTime. 

Y sólo quedará mi doble textual, ése que no detendrá su paso —así como yo—, y que siempre es una espiral infinita; irá detrás de mí para afirmarme como Hyde, dando paso a la desaparición del doctor. El texto respalda al monstruo. Me da elementos. Es un lugar almático, un talismán. 

Soy quien acabó con el doctor; siempre estoy ahí donde se levantan las estilográficas rojas, donde se eleva el placer de los suburbios desenfrenados, del caos ardiendo en la madrugada, donde me han llamado hereje y sabio, yo, la bestia tenebrosa que se agazapa en su costado izquierdo, sudando los borbotones de sangre necesarios para encontrar víctimas —cualquiera que estás sean—y atarlas en las sombras, hacerlas polvo. Ser el transgresor, aquel que ha roto su imagen para encontrarse al otro lado del espejo.