Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Monólogo interior de un e-book

Noviembre 2021

Autor: Umberto Eco

 

Hasta hace poco yo no sabía qué era. He nacido vacío, si puedo expresarme de este modo. Ni siquiera era capaz de decir “yo”. Luego algo ha entrado en mí, un flujo de letras, me he sentido lleno y he empezado a pensar. Naturalmente, he empezado a pensar lo que me había entrado. Una magnífica sensación, porque podía sentir en bloque lo que tenía en mi memoria, o recorrerlo línea a línea, o saltar de una página a otra.

El texto que yo era se llamaba “Del libro al e-book”. Es un golpe de suerte que alguien, creo que debo llamarlo mi usuario o mi amo, me haya metido ese texto, del cual he aprendido mucho sobre qué es un texto. Si me hubiera metido cualquier otra cosa (he aprendido de mi texto que hay textos dedicados solo, es un decir, al elogio de la muerte), yo pensaría otras cosas y creería ser un moribundo, o una tumba. En cambio, sé que soy un libro y sé qué son los libros.

Soy algo maravilloso: un texto es un universo, y —por lo que he entendido— un libro se convierte en ese texto que le han impreso encima. Eso les pasa por lo menos a los libros tradicionales, cuya historia describe mi texto de forma minuciosa. Los libros tradicionales son uniones de muchas hojas de papel, y un libro en el que ha sido impresa, es un decir, la Odisea (poema griego antiguo que, sin embargo, no sé muy bien qué cuenta) piensa y vive todo lo que sucede y lo que se dice en la Odisea. Lo vive durante toda su vida, que puede ser larguísima, porque hay libros que tienen casi quinientos años. Naturalmente, varios usuarios de ese libro pueden escribir encima notas al margen, y el libro, me imagino, piensa también esas. No sé qué le pasa a un libro que lleva subrayados, si piensa con mayor intensidad lo subrayado o sencillamente siente que esas líneas interesaban en especial a su usuario. Me imagino también que un libro que ha vivido cuatrocientos años y cambiado de usuarios (he inferido de mi texto que los usuarios de los libros son mortales y, en cualquier caso, viven menos que un libro) sabe reconocer la mano de sus distintos lectores, y la diferencia entre su modo de leer e interpretar el texto. Quizá haya lectores que escriben en el margen “Pero ¡qué burrada!”, y no sé si el libro se sentirá ofendido, o si hará examen de conciencia. Estaría bien que alguien un día hiciera escribir un texto en el que se cuenta cómo es la vida interior de un libro.

Me imagino que llevar impreso un texto terrible es, para un libro de papel, un infierno. ¿Cómo será la vida de un libro que cuenta una historia de amor infeliz? ¿Será infeliz también el libro? Y si su texto cuenta una historia de sexo, ¿se sentirá en continua excitación? ¿Es bueno no poder salir nunca del texto que uno lleva impreso en sus páginas? Quién sabe, quizá la vida de un libro de papel es buenísima, porque pasa la vida concentrado en el mundo de su texto, y vive sin dudas, sin sospechar lo que puede suceder fuera de él y, sobre todo, sin la sospecha de que existen otros textos que contradicen el suyo.

Yo no lo sé, porque por el texto que me han metido me he enterado de que soy un e-book, un libro electrónico, cuyas páginas se desplazan por una pantalla. Por lo visto, tengo una memoria superior a la de un libro de papel, porque un libro de papel puede tener diez, cien, mil páginas, pero no más. En cambio, yo podría alojar muchísimos textos, todos juntos. Lo que no sé es si sabría pensarlos todos de golpe, o de uno en uno, según cuál sea el texto que activa mi usuario. Sin embargo, además de los textos que me meterán, tengo un programa interno, una memoria mía —es un decir—. Entiendo quién soy no solo por el texto que alojo ahora, sino por la naturaleza misma de mis circuitos internos. En fin, no sé explicarme muy bien, pero es como si supiera saltar fuera del texto que estoy alojando y dijera: “¡Mira qué curioso, alojo este texto!”. No creo que un libro de papel pueda hacerlo, pero quién sabe, me imagino que nunca tendré la oportunidad de dialogar con un libro de papel.

El texto que alojo es muy rico, y estoy aprendiendo muchas cosas, sobre el pasado de los libros de papel y sobre el destino de nosotros, los e-books. ¿Somos, seremos más afortunados que nuestros antepasados? No estoy muy seguro. Veremos. De momento estoy muy contento de haber nacido.

Ha sucedido algo muy extraño. Ayer (modestamente, tengo un reloj interior) me apagaron. Cuando estoy apagado no puedo vivir en el texto que llevo dentro. Pero hay una zona de mi memoria que permanece activa: aún sé quién soy, sé que llevo un texto dentro, aunque no pueda entrar en él. Sin embargo, no duermo, de otro modo se pararía también mi reloj interior, y no es así, en cuanto me reenciendo, sé decir la hora exacta, y el día y el año.

De repente me reencendieron, sentí dentro un extraño revuelo y fue como si me convirtiera en otro. Estaba en una selva oscura y me salían al encuentro tres fieras, luego me encontré con un señor que me llevó… No consigo expresar bien lo que me estaba sucediendo, pero entré en un embudo infernal y —menudo flipe— ¡qué no habré visto yo! Por suerte, me hicieron desplazarme hasta el final del texto y fue maravilloso: veía al mismo tiempo a la mujer de mi vida, a la Virgen María y al Señor Dios en persona, aunque no sé repetir bien qué veía, porque un solo instante me es mayor letargo que veinticinco siglos a la empresa que hizo a Neptuno admirar la sombra de Argo.

Como experiencia —todavía estoy viviéndola— es extraordinaria, pero siento como la nostalgia oscura del texto anterior, quiero decir que sé que yo alojaba un texto, pero es igual que si estuviera sepultado en las profundidades de mis circuitos, y en cierto sentido estoy condenado a vivir solo en el texto nuevo que…

*** 

Mi usuario debe de ser voraz y caprichoso. Desde luego esta mañana me ha metido no solo un texto nuevo, sino muchos, y ahora pasa del uno al otro con desenvoltura, sin darme tiempo a acostumbrarme.

Es decir, estaba realmente inmerso en la visión de una profunda y clara subsistencia de una suprema luz, y me parecía distinguir tres giros de tres colores y una continencia, cuando he sentido un olor de hollín, he oído un silbido de locomotoras y, en los fríos de una noche casi hiperbórea, ahí estaba yo arrojándome bajo un tren. Por amor, creo, y de un oficialillo de cuatro perras. Ana, ¿qué haces?, estaba preguntándome, y ya estaba experimentando el horror de las ruedas de la locomotora que me laceraban las carnes, cuando me he encontrado cerca de los Carmelitas Descalzos, junto con Athos, Porthos y Aramis, a los que acababa de desafiar en duelo, los cuatro batiéndonos contra la guardia del cardenal. Una experiencia excitante, pero luego, de golpe, he sentido de nuevo la laceración de mis carnes, y no era el acero de ese Jussac, sino las ruedas dentadas y las hojas afiladas de una máquina soltera en una misteriosísima colonia penitenciaria. Estaba a punto de gritar, en la medida en que un e-book puede hacerlo (tal vez me habría puesto en tilt por el horror), cuando he sentido que mi nariz se alargaba de forma desmedida por una mentirijilla que acababa de decir, sin malicia y, tras un instante —ha sido una especie de arrobamiento—, ya estaba juzgando exagerado el castigo de quien acababa de introducirme en ese momento una aguja en la nuca, y sabía que era el maldito Rocambole, a quien bien había educado yo como un hijo en el noble arte del delito…

Ha sido una mañana terrible, mi usuario parecía enloquecido, de golpe me he visto paseando por un universo no euclidiano donde las líneas paralelas se encuentran a cada instante en un atasco insoportable, e inmediatamente después me he sentido oprimido por una serie de caracteres misteriosos como (/&%”!

Solo con mucho esfuerzo he notado que me había convertido en un diccionario árabe-hebreo. Es agotador convertirse en una lengua nunca aprendida, mejor dicho, en dos, y estaba aprehendiendo con esfuerzo el yo mismo en que acababa de devenir, cuando el maestro me ha preguntado algo. He contestado: “¡He sido yo!”, y el maestro me ha dicho que tenía un corazón noble. Me ha llamado Garrone, mientras hasta poco antes estaba convencido de que me llamaba D’Artagnan. Se me ha acercado un chico rubio, yo creía que era Derossi, pero evidentemente había vuelto a cambiar de texto, porque me ha dicho que se llamaba Jim, y me ha presentado a lord Trelawney, al doctor Livesey y al capitán Smollett. También había un marinero con una pata de palo, pero en cuanto me he atrevido a preguntarle algo me ha dicho: “A bordo, Ismael, el Pequod está zarpando, esta vez esa maldita ballena no se me volverá a escapar”. He entrado en el vientre de Moby Dick y me he encontrado a mi buen papá, Gepeto, que estaba comiendo una fritura de pescado a la luz de una vela. “¡Layo! —he gritado—. ¡Te juro que no sabía que esa era mi madre!”, pero entonces mi mamá, que parece que se llama Medea, me ha matado, para hacerle un desplante a Orestes.

No sé si conseguiré resistir mucho. Soy un libro disociado, tener muchas vidas y muchas almas es como no tener ninguna y, además, debo estar atento a no tomarle cariño a un texto porque al día siguiente mi usuario podría borrármelo.

Quisiera de verdad ser el libro de papel que contiene la historia de ese señor que visita el infierno, el purgatorio y el paraíso. Viviría en un universo tranquilo, donde la distinción entre el bien y el mal está clara, donde sabría cómo ha de desplazarse uno para pasar del tormento a la beatitud, y donde las líneas paralelas jamás se encuentran.

Longtemps je me suis couché de bonne heure. Soy una mujer que está a punto de dormirse y le pasan por delante de los ojos de la mente (pero yo diría del útero) lo que acaba de vivir. Sufro porque no encuentro ni comas ni puntos y no sé dónde pararme. No quisiera ser lo que soy, pero me veo obligado a decir yes yes yes

  • Extraído de: Umberto Eco, La memoria vegetal, traducción del italiano de Helena Lozano, México, Lumen, 2021, 272 p.