Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

MI BODA EL DIA DE…

ILUSTRACION MI BODA EL DIA DE

Autor: Ulises Paniagua

16 Abril 2019

 

Pasarán algunos segundos antes de que se decida a abrir la carta. Los compromisos sociales y las celebraciones llenas de “Felicidades”, “Te queremos”, “Eres especial”, siempre le habían parecido ridículas. ¿O no?

-Es como si estuvieran despidiendo a un muerto. Sencillamente patéticas.

Víctima de una actitud social que cualquiera juzgaría misantropía, se verá una vez más impedido a destapar el sobre. Pero la curiosidad vence hasta a los temperamentos más hostiles; así que finalmente, después de un poco de incertidumbre, sentirá un deseo intenso de saciar sus dudas.

Su sorpresa será enorme. Después de leer la carta sin ninguna prisa, el suceso inesperado lo hace incorporarse del sillón.

-¿Qué dicen? ¡¿Me invitan a mi boda?! ¿De dónde demonios llegó esto?

Se considerará humillado, envuelto en una pésima broma de un pésimo gusto. Murmurará un par de mentadas de madre sin destinatario particular; leerá y releerá la misiva sin remitente hasta el cansancio; se desplomará en el sillón, evidentemente contrariado. Incluso apagará el televisor (apagar la televisión, para él, sólo puede encontrar como causante un problema de dimensiones considerables). La idea de contraer nupcias con la señorita Vespucci no le resultará, sin embargo, del todo desagradable; aunque no dejará de parecerle desconcertante el acercarse a la imagen de un cuadro renacentista.

Se dejará llevar por la fantasía y una inocencia malsana. Recordará: su encuentro con Simonetta años atrás constituirá para él uno de los momentos más emocionantes y tiernos en la vida. Podrá verse, en la inagotable fuente de la memoria, caminando distraído sobre Avenida Miguel Ángel de Quevedo. Poco después, un inesperado deseo de entrar a la  librería lo asaltará con insistencia. Deberá rondar los libros, tomar por distracción un volumen de los Grandes Maestros de la Pintura Universal, y encontrar por primera vez, en El Nacimiento de Venus, el rostro bellísimo de Simonetta. Nunca sabrá porque se vio asaltado por un impulso tan irracional, pero agradecerá al instinto durante varias semanas. Se dedicará después a coleccionar copias, postales y libros acerca de los cuadros del famosísimo pintor apodado Sandro Botticelli (su verdadero nombre, Mariano di Vanni Filipepi), donde aparezca el rostro de su amor platónico. Confrontado ante la realidad, se descubrirá comportándose como un adolescente cachondo, coleccionando fotografías eróticas de su artista favorita.

-Puterías.

Las catalogó entonces como puras puterías.

Ahora se levantará del sillón, tomará un grueso gabán y saldrá a la calle, preocupado. La invitación señalará ese jueves de invierno como el día de su boda. De acuerdo a la invitación, él se casará dentro de veinte minutos en la Capilla Bizantina, que se halla apenas a algunas cuadras de su cuarto de alquiler. Su casera, una mujer madura y divorciada que aún despierta el apetito sexual de sus vecinos, aunque no en particular el de él, lo verá atravesar el patio dando grandes zancadas.

-Felicidades- le gritará. Pero él lo interpretará como un insulto.

Todo parecerá raro: los autos que transitan a vuelta de rueda, el hombre gordo que regala diarios en un crucero; una mujer agitadísima que repite, de manera ansiosa e inagotable, no debí hacerlo, no debí tomar ese dinero. El aire de invierno será una chingadera. Ni siquiera el gabán alcanza para resguardarse del frío. Meterá las manos a los bolsillos y arreciará el paso. De pronto se sentirá observado por todos, como si se hallara en medio de una conjura fantástica y multitudinaria. Pero después de algunas miradas que lanza a diestra y siniestra, decide que un ataque de paranoia no es lo más conveniente en uno de estos casos. Se pregunta a dónde va, por qué no puede detenerse; se inclina a pensar que la curiosidad lo domina, se confiesa victima de  una curiosidad incontrolable.

Al llegar al pie de un semáforo casi choca con una mujer que guía una carriola vacía: el detalle no le pasa por alto. De nuevo sentirá que la gente lo mira con extrañeza por las calles, como reconociéndole, una especie de cómplices benévolos. ¿Es que todos estarán enterados de su boda, excepto él? Por eso odia los thrillers, por la complicidad asfixiante de los vecinos o los miembros de una comunidad secreta, se dirá, y continuará caminando más aprisa, cubriéndose el rostro de la hojarasca seca que el viento arrojará hasta donde camina. De frente, se dice, que alguien apague al viento, y se sorprenderá cuando al formular su petición el viento se detenga de golpe.

Se sentirá asustado al colocarse frente al portón de la Capilla Bizantina. Tratará de convencerse de que este es un buen momento para dar marcha atrás, después de todo, los eventos están demasiado enrarecidos para hacerse el valiente; se planteará la posibilidad de pincharse los dedos con un lápiz que siempre guarda en la bolsa trasera del pantalón; incluso ejecutará el sólido pinchazo que le hará retorcerse tras un breve dolor; y se dará cuenta de que no se trata de una pesadilla, lo que no puede parecerle menos que horroroso.   Entonces aspirará fuerte, decidido, se internará en el patio y recorrerá un largo caminito adoquinado, custodiado por un jardín lleno de basura de latas de refresco, olotes y vasos de helados vacíos. El atrio estará muy solo. Un frío alarmante recorrerá cada uno de los poros de su piel. Lo envolverá el silencio y tendrá ganas de escapar. Pero seguirá adelante por esa maldita curiosidad que sigue incitándolo.

-Los lugares solos, como esqueletos abandonados, deberían ser prohibidos constitucionalmente- dirá, y casi reirá de mala gana de su estúpida reflexión, pero un cántico proveniente del interior del edificio lo hará desistir.

Con mucho miedo retratado en el rostro (su rostro dirá a todos miren miren que miedo tengo, sonrío con timidez para no orinarme en los pantalones) se adentrará a la capilla. Un grupo diverso se hallará dentro, esperando el inicio de misa. Reconocerá a algunos personajes de cuadros del Renacimiento, entre ellos al Ángel de La Anunciación, a Salomé, a Adán y Eva de Cranach. Algunos asistentes orientales arrojarán  a sus pies alcatraces y girasoles, y aplaudirán con mucha rabia. El querrá decirles que hay un error.

-Hay un error. No soy el indicado.

Pero no lo dejarán explicarse y terminará por permitir que lo consientan -¿a quién no le gusta que lo reciba una multitud agradecida, sobre todo si se trata de una multitud pictórica e imposible?- Luego se acercará a él un hombre sudamericano. Sabrá que es sudamericano por el acento con el que habla el idioma, pero no logrará descifrar exactamente el país en que el otro nació.

-Vení, vos – lo tomará de la mano y lo conducirá a una contigua sacristía abandonada, donde decenas de gallinas y un par de cerdos correrán como locos de un lado a otro, dejando plumas y malos olores a su paso. En medio de la habitación, colgado del techo, un frac lujoso aguardará a su propietario.

-Espero que sea un mal sueño- le comenta mordaz al sudamericano.

-¿Vos sos?

-¿Quién?

-Quien sos. El que todos esperan.

-Supongo que sí. No he tenido mucho tiempo para reflexionar. ¿Hay un baño aquí?

-¿Por qué?

-Estoy nervioso. Tengo que ir.

-¿Tenés o debés?

-No me estés chingando con tecnicismos ahora. Quiero orinar.

-Al fondo a la izquierda. Chao. Ah, lo olvidaba: muchas felicidades.

Lo verá salir y su alarma crecerá. Se verá obligado a orinar en el rincón del cuarto tratando de no despertar a uno de los cerdos. De mala gana volverá al centro de la habitación, y finalmente decidirá vestirte para la boda.

-Debe ser un juego. Esto es absurdo.

Intentará ponerse el limpio e impecable frac. Intentará una y otra y otra vez y  no podrá ni calzarse los zapatos, ni colocarse el pantalón. Y una que otra vez que haya conseguido ponerse una prenda, ésta desaparecerá de su sitio y volverá a iniciar un ritual ridículo, casi un gag. Esto debe significar que no estás convencido de casarte, que no estás listo aún,  tratará de persuadirse. Pero cuando se abre la puerta de la sacristía, una fuerza de dimensiones misteriosas lo conduce fuera. Casi todos lo recibirán con admiración; algunos con tristeza, unos tantos con envidia, algunas chicas con amor. Se cohibirá ligeramente porque no sabrá si logró vestirse a tiempo. Pero se sentirá descansado cuando mire uno de los espejos al costado derecho, y se descubra apuesto: el frac le luce después de todo; nunca pensó verse tan atractivo, y se sentirá orgulloso de si, a pesar de la cursilería implícita en un orgullo pueril. Y cuando dirija su mirada hacia el altar ella estará allí, de espaldas, esplendorosa. Semitransparente, ajustado e indiscreto, el vestido de novia de Simonetta dejará adivinar lo suficiente  de sus formas suaves y jugosas. El viento lo hará ondular lúdica, interminablemente. El deseo se intensificará en él, y sus mejillas se llenarán de rubor. Junto a ella y sus carnes suaves y blancas, un Botticelli emocionado y con los ojos invadidos por las lágrimas, esperará paciente para entregarla. Él se acercará, nervioso y trémulo, sin poder comprender en su totalidad lo que está ocurriendo. ¿De dónde le han asignado tal bendición? El pintor le comentará algo en italiano. No entenderá nada, pero su voz será reconfortante. Será profunda, como el abismo. Se colocará junto a Simonetta y la mirará directo a los ojos.

-¿Estoy soñando, verdad?

Ella negará un par de veces. ¡Su rostro¡ Nunca creyó ver tan de cerca su rostro. Su sonrisa, el cabello rojizo, sus ojos. Siempre había amado sus ojos. No se arrepentirá de haber arribado a la cita, en el día de su boda el día de…Todo resultará perfecto; absolutamente absurdo, pero tan prefecto. Sin embargo, estará convencido de que no se trata de un sueño. No podrá definir si se trata de una realidad alterna, un nudo de tiempo, una brisa cotidiana  o una equivocación celestial. Pero no le importará. No te importará. Si puedes verla allí, a la mujer que amas, y encontrarte junto a ella, cuando menos un instante, por mínimo y casual que éste sea, aunque no medie una explicación racional, científica, ¿qué importa el resto? No preguntes. No investigues. No busques los porqués, la congruencia. Mira a tu derecha ¿Habías visto ojos más bellos, más profundos que los que ves ahora? Sus ojos color de miel. Sólo sus ojos y tú. Entiende, acepta, agradece. No hay nada que preguntar.