Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Metraje encontrado

Autor: Gerardo Lima 

Junio 2021

 

 

En sus ojos encuentro el tono profundo de un lago a mitad del invierno, y aún en aguas asediadas por las algas el resplandor se ha mantenido hasta alcanzar mis propios ojos, y algo más abajo, localizado tal vez en el hipotálamo, en la angina. Sé que estoy enamorado porque en el guion de nuestro proyecto he puesto su nombre en lugar del personaje. Sólo yo soy capaz de mezclar una historia de terror con la mujer que me hace sudar las manos.

 

Alex me ha pedido que le enseñe los avances: más de sesenta páginas atiborradas, más las anotaciones que he ido compilando en dos cuadernos de trabajo. Satisfecho, me ha propuesto que utilicemos super 16 en lugar del formato de super 8. También hemos hablado de grabación digital con iPhone. “Found footage clásico”. La idea no me parece tan atractiva. La meta narración original de nuestro guion me parece más interesante.

La idea es tanto de Alex como mía: grabar a un grupo de chicos queriendo grabar un falso documental, del tipo Metraje Encontrado, y jugar con los estereotipos de la metaficción cinematográfica. Aunque no lo digamos, nuestra aspiración llega hasta Tribeca, Sundance o Sitges. No cuesta nada aspirar a la gloria. Entre las grandes diferencias que tenemos Alex y yo, es que él prefiere el cine francés y el de Europa del Este, y yo soy más dado a rebuscar entre los géneros, especialmente en el de terror. La idea de mezclar nuestras aficiones no provino de ninguno de los dos, sino de Jennifer. Como pago por hacerla de abogada del diablo le hemos pedido que sea una de nuestras estrellas, la actriz principal del grupo de chicos perdidos en el bosque.

 

Eso de perderse en el bosque es idea de Alex, quien no ha visto The Blair witch Proyect. Estoy seguro de que ni siquiera ha metido la nariz en This is Spinal Tap o The Rutles. Ese es uno de sus defectos más palpables. Trabaja, graba, dirige y escribe, pero no ha visto suficiente. “¿Cuánto es suficiente cine, Memo?” “Si sólo nos dedicamos a ver películas cuándo grabaremos la nuestra.” Esa es otra de nuestras grandes diferencias. Él trabaja más de lo que aprecia el cine; en cambio, yo veo más películas de lo que escribo o estoy detrás de la cámara. Un gran día es uno donde he visto al menos tres películas.

Los chicos deberán estar en un templo, en el de Atlihuetzía. Están documentando una habladuría, la posibilidad de encontrarse con un fantasma. Podría… podría funcionar, pero parece que el guion tiene problemas. La idea es clara, en apariencia, para nosotros, pero el espectador podría perderse si no realizamos una buena edición. La idea debe simplificarse.

Y no, no se resolverá con nuestros personajes adentrándose en el bosque.

 

Hacemos la primera prueba en la locación. Nos ha acompañado Jennifer, quien se ha pasado todo el tiempo metida en el guion. Le gustan los cambios realizados. La historia es muy simple pero efectista: un grupo de amigos se reúnen para realizar un proyecto, filmar un documental, no del todo veraz, sobre algunas leyendas del estado. Comenzarán con una que tiene visos de realidad, la del antiguo convento de Atlihuetzía, uno de los primeros templos franciscanos construidos en el continente americano. Del templo sólo queda la fachada y unos arcos anexos; hace décadas que el techo ha colapsado. El INAH resguarda el inmobiliario por ser un monumento histórico. No luce como un lugar abandonado por lo cuidado que se encuentra el patio, el panteón adjunto, la misma fachada, y sin embargo la atmósfera que se siente cerca de él, algunas noches, es pesada, como si algo pudiera aparecer en cualquier momento, el atisbo de una dimensión ajena a la nuestra.

Según los habitantes de la comunidad, si alguien camina cerca del templo durante la noche podrá escuchar el repicar de campanas que, hace mucho tiempo, se han perdido. El Exconvento mantiene una torre, una de las primeras en su estilo en ser erigidas en la región, y circundan leyendas sobre ella, sobre sus campanas.

Mientras estamos frente a la fachada principal del viejo templo, no puedo evitar sentir un escalofrío.

 

Jennifer me mira, no está del todo segura. Le digo que, mientras filmo, Alex hará el papel de uno de sus compañeros. Jennifer llevará la cámara. Su papel es el de la camarógrafa detallista y curiosa. Será ella quien se dará cuenta del repicar de las campanas.

Alex ha obtenido el permiso del presidente de comunidad. Casi todas las noches, una patrulla resguarda la zona, desmotivando a cualquiera que quiera meterse para pasar la noche, pintar un grafiti o tener sexo dentro del recinto. Eso nos ha dicho Alex, mas no veo a nadie cerca. Ni patrullas ni veladores. Ni siquiera he visto a nadie pasar por la calle. Atlihuetzía es una comunidad pequeña, pero pareciera que hasta las luces se han atenuado, como si todo estuviera preparado para nosotros.

 

La cámara super 16 mm en mis manos. La super 8mm en las de Jennifer. Alex no sostiene nada, apenas tantea con la luz de su celular a través de la profunda oscuridad. Los sigo y corto las escenas de acuerdo con el guion. Nos acercamos a las enormes paredes resplandecientes, aunque sea noche sin luna. Elevo la cámara con cuidado, lento, pues no necesito la simulación de una “mano errática”. Los grabo a ellos grabando un falso documental. Me pierdo un poco en mis pensamientos porque puedo observar impune a Jennifer, me detengo en su nuca, lleva el pelo recogido. En sus caderas, que lucen perfectas dentro de sus pantalones de mezclilla tan ajustados.

No estamos seguros de cómo generaremos el efecto de terror. Para hacerlo, ¿se necesita la participación de un culto, de un fantasma, un monstruo, un hombre convertido en lobo, una mosca gigante? Las puertas del abismo se abrirán, y dejarán entrar al Dios del Caos. Es perfecto, funciona para una novela, una historia Pulp. Nosotros, sin embargo, hacemos cine.

El sonido de la campana. ¿Cómo? No importa, ha dicho Alex, pensaremos en ello después. Esto es tan sólo una prueba. Tendremos muchas más… eso ha dicho.

 

El campanario y las caderas de Jennifer se bambolean. No necesito a Alex, basta con la toma de ella. ¿Qué somos, pretenders de cineastas hollywoodenses? Muevo la cámara en lugar de enfocar a Jennifer, y doy vueltas mientras asciendo. Subimos, subimos Jennifer y yo en una escala espiritual. ¿En qué nos convertiremos cuando hayamos llegado a la cima? Mi toma me recuerda a Vértigo de Hitchcock. No soy más que un cineasta amateur con ínfulas, me digo entre susurros, y continúo el ascenso.

Alex ha querido que paremos. Necesita ir al baño y no está dispuesto a utilizar un rincón del templo. No es que sea demasiado respetuoso, sino que hay algo que lo atemoriza, la superstición, tal vez. Ustedes, mientras tanto, pueden examinar el campanario. Ya vuelvo.

Desde arriba hago tomas panorámicas de Atlihuetzía. ¿Dónde está el horror si cuando lo busco no hallo más que belleza? Me estoy convirtiendo en un chiquillo enamoradizo. Jennifer se acerca a mí. Sabe. Lo percibe en mis ojos. Aún está por decidirse. Se acerca a mí y… un pequeño, casi imperceptible sonido, tan agudo como lejano. ¿De dónde viene? Es la vibración del aire, o quizá los grillos. Viene de abajo. Alex, Alex, grito, pero nadie contesta, y antes de que descendamos el ruido nos llega del exterior, del edificio, de nosotros mismos. Está en todas partes. Es una campana, una gigantesca campana doblando un toque para muertos.

 

No vemos a Alex. La oscuridad no puede ser penetrada por luz alguna. Nuestros celulares parecen luciérnagas moribundas. La cámara, sin embargo, capta vagamente los contornos, así que tomo de la mano a Jennifer y avanzamos. Tenemos que salir de aquí. Creo poder recordar la distribución del edificio. Algo se abre, tal vez una puerta allá arriba, donde en algún otro momento existió un techo inmenso y bellísimo. Hace más frío y la música se hace más fuerte. Abrazo a Jennifer mientras veo algo moverse junto a nosotros. No necesito la cámara y, sin embargo, la levanto. Son tres jóvenes, y llevan cámaras. Ríen. Parece que están filmando un documental o una película de terror de bajo presupuesto. Puedo identificar a la chica, su nuca… sus caderas. Sé que cuando diga su nombre en voz alta se girará y me mirará, aunque el repicar de las campanas siga estremeciendo el viejo convento, aunque la verdadera Jennifer siga parada junto a mí. ¡Jennifer!, grito, y un sonido opaca mi voz, las campanadas, las risas de nuestros dobles. Una puerta invisible se abre y chirría. Esta vez, estoy, el sonido proviene del techo hace décadas desaparecido.

 

 

Gerardo Lima Molina (Tlaxcala, 1988) es licenciado en Relaciones Internacionales por la UPAEP. Actualmente estudia la Maestría en Literatura Hispanoamericana en la BUAP. Ha colaborado con algunas revistas, digitales y físicas, como Ágora COLMEX, Playboy México, LETRARTE y Tierra Adentro. También ha participado en varias antologías, incluyendo Seamos Insolentes (Destino, 2011) Breve manual del libro fantástico (UAM, 2020), Proyecto Cthulhu (Raíces Latinas, 2020) o No entren al 1408 (Editorial El Conejo, 2021). Ha sido becario del PECDA en la disciplina de novela (2013-2014) y (2018-2019) y del FONCA en su programa Jóvenes Creadores, en el área de cuento (2016-2017). Ha obtenido la Mención Honorífica en el XXXIV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción. Asimismo, ha ganado el Premio Estatal Dolores Castro de Poesía 2014 con Ya no hay tokiotas, el Premio Tlaxcala de Narrativa 2017 y el Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri 2018 con el libro Cosmos Nocturno. Su libro más reciente es  Megaloceros. Libros del Ciervo (Paraíso Perdido, 2021).