Por: David Becerril
16 Junio 2020
Era mediodía cuando abrió los ojos y un pensamiento atravesó su mente como una mortal saeta que se incrustó con severidad en el pilar de sus convicciones. Una enjuta sabana cubría su escuálido cuerpo desnudo recostado todavía en un viejo colchón. A falta de almohada, tenía la cabeza apoyada en un brazo mientras recreaba detalles de la apariencia de su musa; con su mano libre se acariciaba pensando que era ella la que lo hacía. La feroz erección que descubrió entre sus piernas contribuyó para hacer más fuerte la idea de llevar a su cama a la mujer que a diario veía cuando regresaba a casa al finalizar la madrugada.
Vio la sabana mojada y una sensación de humedad en el vello púbico sirvió para recordar la violenta fantasía que experimentó en su corto letargo en donde era dueño de ese cuerpo que lo volvía loco; sintió tan reales los besos y las caricias, que cuando ella bajó despacio besando su pecho y su abdomen hasta estar de frente a su miembro erecto, él ya no resistió más y antes de que la mujer lo introdujera a su boca, estalló en una salvaje cascada blanca que terminó por ahogarla, y mojó la sabana. El recuerdo de su sueño erótico hipnotizó a su obediente mano que en medio de un incontrolable, ansioso y loco frenesí buscó repetir la emoción del sueño húmedo que se le había manifestado hasta el hartazgo en los últimos días. Los ojos acusadores del pudor revisaron con parsimonia el resultado de ese comportamiento y no se limitaron a observar el líquido blanquecino que saltó y quedó salpicado en todo el dorso del sujeto recostado en la cama, también revisaron con repudio los detalles del sueño que a diario se le repetía. Él entendió que no era el pudor sino el amargo recuerdo de su fallido matrimonio.
Nunca durante los años que compartió el lecho con la que fue su esposa, experimentó tal intensidad cuando estallaba en chorros seminales provocados tan solo por un sueño. No le gustaba dedicarle más de un minuto a la infinidad de recuerdos de su matrimonio porque durante años se ocupó de enterrarlos en el lugar más lejano de su memoria y al convocarlos en el presente, terminaba por desfigurar la frágil realidad que había creado lejos de los señalamientos, de los reclamos, de los gritos, de los celos y de la inseguridad.
La poderosa imagen de la mujer con melena de arrebol disolvió los recuerdos que le causaban amargura y entendió que ya era inevitable abordarla la próxima vez que sus caminos se cruzaran, pagar la tarifa para estar con ella y tratar de hacerle el amor como nunca lo había hecho con la intención de retenerla para siempre. Sabía que la fémina intercambiaba caricias a cambio de billetes. Eliminó los celos cuando en una semana le contó más de diez clientes porque entendió que si no lo hacía, terminaría por convertirse en un vengativo cazador nocturno y le cortaría el cuello a todo aquel que manoseara el cuerpo de la mujer que él tanto deseaba. Cuando se levantó y frotó su rostro para espabilarse, sintió en la mejilla la tersa caricia de un largo cabello rojizo que se enredó en sus pestañas.
Los latidos de su corazón sacudieron su delgada figura porque, aunque para él era obvio que ese cabello pertenecía a la melena de la ramera que se paseaba en la madrugada buscando un par de billetes para sacar la semana, la angustia de saber cómo había llegado a su rostro comenzó a carcomer su tranquilidad. Al ponerse de pie sintió que algo no estaba bien. Trató de recordar si en días recientes había tenido algún malestar estomacal. Corrió al baño, hizo sus necesidades y al bajar la palanca se tranquilizó pues no había rastro de alguna infección estomacal, sin embargo, le quedó en el ósculo una sensación mezcla de dolor y de gozo. En su mano cargaba con el largo cabello rojo, lo acercó a su nariz con la intención de oler la fragancia para volver a recrear su sueño. Tuvo la impresión de que el hilo rojo en su mano era del mismo material del que estaban hechas sus fantasías. Se aceró al espejo para lavarse la cara.
El reflejo le devolvió un detalle desconcertante. Sus labios estaban teñidos del tono carmesí que pinta el líquido que recorre sus venas. Apretó los ojos con fuerza para obligarse a despertar por si todavía vagaba en un mundo onírico. Al abrirlos, además de los labios pintados, también se dio cuenta de que sus ojos estaban delineados, y unas largas y gruesas pestañas aleteaban con fuerza cuando parpadeaba rápidamente para tratar de asimilar lo que ocurría. Volvió a revisar su cuerpo desnudo. En su pecho descubrió otro tipo de manchas.
Eran tantas que por un segundo se imaginó que estaba enfermo. Otra vez pensó en su sueño y en el momento que la prostituta después de besar su boca descendía lentamente por su pecho succionando con fuerza su piel para arrancarle con los labios todo el amor y la pasión de la que era dueño. En el cuello descubrió otra marca. Era una mordida. Tragó saliva desconcertado porque cuando despertó y abrió los ojos, solo pensaba en contratar los servicios de una prostituta a la que veía todas las madrugadas antes del amanecer y ahora, con mucho agobio descubría los rastros que había dejado una misteriosa pareja a la que no recordaba. Se rascó la cabeza desconcertado, pero fue tanta la fuerza con la que lo hizo, que sintió al instante cuando una de sus uñas se rompió y cayó al lavabo.
Aunque no sintió dolor, bajó la vista para buscar rastros de sangre y lo único que vio fue una larga uña purpura. Extendió los delgados brazos dejando al descubierto ambas manos y notó que nueve uñas largas y bien esmaltadas adornaban sus dedos. Contuvo la respiración, cerró los ojos con fuerza. Buscó en su memoria el detalle que debería de desatar los eventos que ocurrieron la noche anterior. Se dirigió a la puerta, se asomó a través de un largo pasillo adornado cuando menos por media docena de puertas.
No vio ni escuchó nada, mas descubrió un sabor extraño en su boca. No era la amargura del mal aliento matinal. Recorrió sus labios con la lengua. Identificó el sabor del labial y otro al que no quiso ponerle atención porque seguramente era el mismo que descubriría si pudiera lamer su pelvis. Vio que la colcha, un par de almohadas y un vestido negro estaban en el piso. Lo alzó en todo lo alto y lo identificó sin problema. Era el mismo que la prostituta usaba casi todas las noches. Seguramente era su favorito porque en el lucía una figura seductora.
Trató de recordar en qué momento la contactó y a qué hora llegaron a su casa para revolcarse de manera violenta. Se puso de rodillas para ver debajo de la cama y buscar los rastros que dejó la visita de esa mujer que le robaba la calma. Descubrió un par de brillosos zapatos. El tacón era cuando menos de diez centímetros. Al sostenerlos en sus manos, una terrible punzada recorrió la planta de sus pies y se acentuó en el agudo dolor que se anidó en los talones. Los dejó caer al suelo como si fueran la ponzoña que le arrancaría la vida cuando vio en el interior de uno, el preservativo que usaron para evitar cualquier tipo de consecuencia.
Levantó y sacudió la colcha hasta que descubrió una larga peluca rojiza. Cayó de rodillas, consternado. No entendió qué ocurría, pero al dedicarle su atención a la peluca, otra vez, comenzó a excitarse. Contuvo la respiración. Inhalo y exhalo varias veces. Se enfrentó a la melena de arrebol y sin más preámbulo, cogió la peluca, se la colocó y se dirigió al espejo. A pesar del rímel corrido, de que una larga pestaña postiza estaba por caer, el carmín en sus labios y las nueve uñas purpuras, sintió un deseo irrefrenable por cogerse a la mujer con melena de arrebol que descubrió en el espejo.