Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Meditaciones apátridas de una noche de llovizna

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Por Miguelángel Díaz Monges

16 Agosto 2020

Ama las lontananzas; el horizonte tiene una fuerza prodigiosa; los hombres que viven de proximidades no respiran más que el polvo.

–Ferdinand Bac

Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien usada produce una dulce muerte.

–Leonardo da Vinci

Ninguno ama a su patria porque es grande, sino porque es suya.

–Séneca

Sé de cielos que estallan en rayos, sé de trombas,

resacas y corrientes; sé de noches… del Alba

exaltada como una bandada de palomas.

¡Y, a veces, yo sí he visto lo que alguien creyó ver!

–Rimbaud, “El barco ebrio”

Está claro que intentamos reintegrarnos a la vida mientras la muerte aún campea a sus anchas por todos nuestros entornos. Así que regresamos a la tumba.

En Lisboa, según se sube desde el puerto comercial en las lindes del Tajo por el Museo Nacional de Arte Antiguo hacia la Praça de Europa pasando la estación de Cais de Sodré y se dobla rumbo a la Praça de Camoês, por Largo do Chiado hacia Garret rumbeando por la estatua de Pessoa afuera de la Havaneza, ahí donde no hay extravío porque, para no faltar a la cultura y el buen gusto, está uno de los templos del Dios McDonalds detrás de la tienda de Benneton, todo antes de la Parroquia Dos Martires, puede uno detenerse en la línea franca que divide el cementerio de las putas del de los canónigos. Una marca azul con forma de escarabajo indica la ruptura. El olor es distinto, se sueñan otras cosas, se contraen otros padecimientos venéreos y espirituales.

Anoche soñé nuevamente con París. También con mi abuela y mi hijo. Quería llevarlo a que viera Notre Dame, mi abuela me decía que nos cuidáramos del fuego, mi hijo me preguntaba si esa bisabuela bendita a la que no conoció hablaba de las llamas del Infierno. Mira, le dije un día, no sé si existen Dios y la vida eterna, o si el cielo de los felices existió desde siempre, pero sé, bien que sé, que al morir mi abuela ese cielo tuvo que ser inventado para ella.

En Lisboa, las aceitunas negras y las mujeres morenas. Una noche en Lisboa soñé con Estambul. Aún no conocía la ciudad de los dos continentes. La soñé tan moderna y contrastante con la transfigurante y calidoscópica Santa Sofía que sólo después de ir a Rabat y Argel recordé que los sueños no contienen premoniciones sino intuiciones. Como me daba lo mismo a dónde ir me fui a respirar los aires del Bósforo, el Mármara y los Dardanelos. El Muerto también, siempre se está vivo cuando la muerte sale de su escondite.

Esto será publicado entre el 15 y el 16 de agosto de este año demoniaco de la Covid19 y otras mierdas. En esas dos fechas cumplen años mi padre y mi madre respectivamente. Mamá, se entiende, cumple uno menos; papá suele sumar, aunque él fue quien me explicó que, para comprender la realidad económica de México, no importa cuándo ni con qué gobierno, basta con saber restar.

Mis padres ya han vivido lo suyo. A ambos, como a mí, que tengo 55, les fue arrebatada una España y les fue obsequiado un México. Le puedes quitar los papeles a alguien, pero nunca le quitarás la sangre, el arraigo, las costumbres. El corazón no es un papel, la manera particular de ver el mundo tampoco lo es ni podría serlo.

Con perdón, uno es de ahí a donde señala el olor de sus pedos.

De camino a Italia desde Ámsterdam opté por sacrificar Francia para conocer Colonia. La catedral de Colonia, el origen de tantas, tantísimas cosas. Me apena un poco decir que no me simpatiza Alemania, pero sí los alemanes y la cultura alemana. Nunca me he arrepentido de esa única vez que pudiendo ir a París tomé otro rumbo.

No me gustan las mujeres europeas. O no en general. Ni alemanas, ni francesas, ni españolas, ni siquiera italianas. Me gustan las portuguesas moriscas. La verdadera belleza femenina la conocí en los Balcanes. Necesité un corazón nuevo en Salónica y una mórula de corazones en los países eslavos, pero fue en Tracia donde amé por última vez. Me largué de ahí sin corazón, un mero falo al que se aferra un hombre que no hace sino pensar todo el tiempo. Un hombre al que la mente no le da tregua, ni un respiro siquiera. Eso debe significar encefálico. Soy otro encefálico más al que se debe perdonar, pues la vida nunca me dio una palmada.

Hace dos días que el orvallo no cesa en la ciudad en que vivo. Cuernavaca, México, una de las ciudades más bellas del mundo. Algo que no es el corazón tiene también la facultad de emocionarse, pues sin amor alguno siento ganas de llorar constantemente.

–¿Cuándo fue la última vez que lloraste?

–En 1986, cuando murió mi bisabuela.

–¡Pero…!

–¡Pero nada! No soy un hombre duro, sólo soy alguien que olvidó cómo era eso de llorar.

El primero fue el Cid, mucho después el inefable Goya, luego vendría don Patricio de la Escosura y Morrogh, muy poco después don Ignacio Zuloaga, ya plenamente en este siglo, Ramón Franco Bahamonde y, por fortuna, de su hermano ni el aroma. A aquella locutora le prendó de mí la forma en que decía la palabra “estirpe”.

Mis padres cumplen años en estos días, cuando esto se publica, en tiempos de querer vivir y toparse con la muerte, y ellos entienden, quizá, que sienta la imperiosa necesidad de reivindicar mi pertenencia vasca; yo, gachupín y mexicano, padre de mexicanos de origen español a quienes no arrancaré la tierra ni libaré la sangre, ya elijan una u otra o ambas o cualquier otra, porque es necesario ser de algún lugar para no andar como yo, barco atacado por el escorbuto, la peste, las tempestades y las mareas, sin bandera ni rumbo, en busca de una tumba a falta de la cuna que no tuve.