Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Maya

Autor: Juan Razo

Mayo 2021

 

 

Algo no andaba bien, parecía que no encajaban las piezas de este maldito rompecabezas, percibía un olor raro en el ambiente, mejor dicho, una ausencia de este, de textura y sabor en la vida. Últimamente nada marchaba a mi favor, mi novia me había abandonado, mis padres fallecido, el banco estaba a punto de embargar mis pocas posesiones y me habían detectado una enfermedad terminal. No pude recordar la última vez que había experimentado un momento de alegría. Traté de hacer memoria indagando en busca de recuerdos alegres, pero fue inútil. Buscaba un sentido a todo esto, una razón, un motivo para seguir viviendo. Sin embargo, no parecía haberlo: Dios, el diablo, el big bang, Darwin, ningún asunto dotaba de sentido a la vida, era como si de pronto hubiera sido arrojado a una existencia vacía.

 

Sobre mi infancia y mis padres no tenía recuerdos sólidos, de mi reciente ex-novia sólo recordé nuestra última discusión donde me dijo que era un fracaso, y que me cambiaría por alguien mejor, junto al video digno de una página porno que me envió con aquél semental de fuego. El funeral de mis padres, el diagnóstico del médico y aquella orden de embargo deslizándose bajo mi puerta, eso era todo lo que ocupaba mi mente. La gente a mi alrededor parecía encontrarse en estado vegetativo, como actores de una puesta en escena en torno a mi vida, con guiones simples y huecos, limitándose a saludar, cobrar, atender, despachar los productos que les solicitaba, incapaces de sostener una conversación profunda, con contenido existencial, me preguntaba si ellos se hacían los mismos cuestionamientos que yo sobre la existencia, si también la suya parecía un infierno o ni siquiera les importaba. Me sentía sólo en el mundo.

 

Un fin de semana decidí distraerme, salí a un centro comercial en la zona roja de la ciudad que tenía un parque de diversiones en la parte alta. Como siempre, las personas a mi paso sólo respondían con monosílabos. Compré mi boleto, pasé al parque y subí a algunas atracciones. Las personas en los juegos con los brazos levantados, se veían como autómatas, con sus parejas autómatas y sus hijos autómatas, con caritas felices pintadas en sus rostros y miradas perdidas. Decidí comprar algo de comida: al abrir mi cartera vi algunos billetes y pagué por la hamburguesa acartonada que me vendía el autómata de las hamburguesas acartonadas. No recordaba de dónde obtenía el dinero, ni mi trabajo, o a qué me dedicaba con precisión, sólo tenía vagos fragmentos en mi mente estando trajeado en una oficina frente a una computadora, anotando datos sin sentido.

 

Vi una casona del terror y me acerqué a preguntar por el recorrido, me sorprendió que la atracción consistiera en un casco de realidad virtual donde te presentaban un mundo terrorífico. El chico zombi al repetir mecánicamente las indicaciones del juego dijo que, si se presentaba un ataque de pánico en nosotros, los participantes, gritáramos fuerte ¡tengo miedo!, y un asistente retiraría el casco cuidadosamente. Me pareció interesante la idea, pasé a una habitación donde me colocaron el casco, el joven me dijo que en unos segundos comenzaría el juego, que no olvidara gritar si sentía miedo y salió a otra habitación. Pasaron unos segundos, lo que calculé que serían uno, dos, tres minutos, pero no aparecía nada frente a mis ojos, llamé al joven y le comenté la situación, me dijo, qué raro, señor, está encendido el casco, déjeme ajustarlo. El chico zombie número x apretó unos botones en el artefacto, y algo empezó a pasar frente a mis ojos. Las imágenes no eran aterradoras en lo más mínimo: niños jugando felizmente con sus amorosos padres, fiestas de cumpleaños, amigos de paseo y una pareja feliz. Me detuve viendo a aquella hermosa joven junto a aquél feliz chico, tenía algo único y mágico en la mirada, la mejor sonrisa que hubiera visto, irradiaba amor y calma, entonces supe de quién se trataba. Era Mónica, mi Mónica, y aquellas imágenes eran de mis recuerdos, mis padres, mis amigos.

 

 Había ido a una casona del terror y me habían colocado el casco de realidad virtual, ahora lo recordaba. Mónica me esperaba afuera de la habitación porque ella no había querido ponerse el casco, todo esto que me había ocurrido, la muerte de mis padres, la enfermedad, era falso. Era la experiencia terrorífica de la atracción de realidad virtual, ahora sólo debía quitarme el casco y recuperar mi hermosa vida. Entonces grité ¡tengo miedo! Se aproximó un joven a mí y me pidió que me relajara, me retiró con cuidado el casco, corrí fuera de la habitación para encontrarme con mi amada.

 

A la salida de la casona me esperaba personal de protección Civil del parque, me dijeron que si necesitaba ayuda, ya que me habían notado algo alterado durante la experiencia. Les comenté que estaba bien, que buscaba a mi novia. Grité fuerte, pero no la encontré. Se acercaron unos guardias a tranquilizarme. Reconocí una mirada vacía en ellos. Autómatas, programas de computadora sin alma. Seguía dentro del juego. Me sonrieron, susurrándome al oído: no hay salida, señor.

 

Juan Razo es Malabarista de la CDMX, equilibrista, sociólogo, aficionado a la Kabaláh, el tarot y el ocultismo; aprendiz de todo y oficial de nada. Ha presentado ponencias sobre el malabarista como sujeto social, en la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL), en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), en la UAM y la UNAM. También realizado el podcast Círculo Gris; el podcast de Circo Callejero, premiado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA), en 2020, entre otras pretensiones artísticas…